Hay relatos biográficos que son resumen de una época, bien porque los biografiados o autobiografiados la protagonizaron, bien porque tuvieron la suerte —o la desdicha— de observar de cerca los principales acontecimientos que le dieron forma. Ser testigo privilegiado de un determinado tiempo histórico es una etiqueta que no pocos arrogan a demasiados, como atestiguan muchas fajas editoriales. Si de la mercadotecnia hubiéramos de fiarnos, el mundo estaría poblado de muchos Benjamin Constant observando el final del Antiguo Régimen, la Revolución francesa y la llegada y la caída de Napoleón, y por desgracia —o por suerte— no es el caso.
Sin embargo, la de testigo privilegiado de su tiempo histórico encaja a la perfección con la vida y la trayectoria del periodista Pedro J. Ramírez (Logroño, 1952), admirador también, dos siglos después, del tiempo que Constant narró en sus obras. Un periodo de la historia al que dedicó además uno de sus libros, El primer naufragio (2011).
El periodista, actual director de El Español, acaba de publicar Palabra de director, el primer tomo de unas memorias que son también, en gran medida, las del país que nació de los escombros apolillados de la dictadura tras la muerte de Franco. Que el autor tenía prisa por comenzar a trabajar y dejas atrás su infancia en Logroño y su vida de estudiante en Navarra lo dejó claro su precocidad al asumir funciones importantes como redactor y columnista en publicaciones de referencia en el tardofranquismo.
Pero también en lo pronto que en el libro comienza a narrar sus experiencias profesionales y deja atrás el relato de los períodos previos. Una precocidad que le llevó a saltar de un ABC dubitativo en su propia transición, hasta la dirección del maltrecho Diario 16 con apenas 26 años e iniciar una etapa que le llevó, no sin sobresaltos, a la fundación y dirección de El Mundo y, finalmente, a su actual etapa en El Español. También de director, pues si algo tuvo claro Pedro J., tal y como consigna en el libro, que quería ser reportero o director. “O César o nada”. Durante todos esos años tuvo tiempo, además, para escribir varios libros sobre política e historia.
Estas memorias desvelan las interioridades del periodismo, pero también de la política nacional, desde los inicios de la Transición hasta los atentados del 11-M
Antes de todo eso, es importante en su trayectoria su experiencia en Estados Unidos a comienzos de los años 70, en el ocaso de Nixon. De hecho, Pedro J. vivió el caso Watergate y tuvo conversaciones privilegiadas con Ben Bradlee, el mítico director del Washington Post y, desde entonces, una referencia explícita de autor, quizá la más importante junto con la del italiano Indro Montanelli. Es allí, en Estados Unidos, donde se entera del asesinato de Carrero Blanco a manos de ETA, un momento en el que en España se empiezan a suceder los acontecimientos en los que Pedro J. tendría un papel que trascendería el de mero observador.
De especial interés para lectores menos familiarizados con aquellos años es la narración de sus encuentros con Adolfo Suárez, ya presidente del Gobierno, y de las confidencias que mantuvieron sobre la OTAN, la relación de España con los países árabes o la legalización del PCE. También, su crónica de campaña junto con un joven Felipe González con el que rompería definitivamente con el tiempo, especialmente tras las primeras revelaciones sobre los GAL. Una enemistad que atraviesa todo el libro, y cuyo relato no es nuevo pero sí más pormenorizado. Mención especial merece su rememoración del 23-F y de los juicios posteriores.
Palabra de director discurre sobre dos raíles paralelos. Por un lado, el de las interioridades de la política desde los inicios de la Transición hasta los atentados del 11 de marzo de 2004. Ahí están sus perfiles, sus análisis y sus conversaciones con los principales líderes empresariales, mediáticos o políticos. También el de un José María Aznar con el que mantuvo una buena relación, sin que ello le impidiera oponerse con sus conocidos “ciento un argumentos contra la guerra de Irak” de 2003.
Y, por otro, el raíl de las interioridades del periodismo, cuyas rivalidades retrata sin remilgos, y en el que da cuenta de sus principales decisiones como director. Que el diario El Mundo tenía mucho de obra de autor era algo ya conocido por evidente, y queda aún más claro leyendo estas memorias que son, en gran medida, las de un país y un tiempo histórico especial para España a manos de, esta vez sí y con toda justicia, un testigo privilegiado.