¿Existe una cultura europea más allá de la mera yuxtaposición de las culturas nacionales de los países que integran el viejo continente? En estos tiempos de reactivación nacionalista y particularista, el escepticismo sobre la viabilidad del proyecto europeo se proyecta también hacia su integridad cultural hasta tal punto que, como diremos al final, los embates de las tendencias eurófobas y disgregadoras afectan personalmente al propio autor del libro que aquí se analiza. En cuanto a la pregunta inicial, la mayoría de los historiadores imparciales tienen por fuerza que contestar afirmativamente. Algunos dirán que existía una cultura internacional en las élites desde el Renacimiento, aunque otros muchos datarán ese proceso de convergencia en el Medievo, con las Universidades, la Escolástica y el florecimiento de un arte de inspiración cristiana.
No obstante, tomando como punto de partida la existencia de ese sustrato cultural común, las cuestiones que se plantean en esta obra toman un carácter más concreto, destacando en particular tres de ellas: cuándo puede hablarse de una cultura europea en sentido moderno, cómo se articula desde el punto de vista de la producción cultural y quiénes fueron sus principales protagonistas. No es que este libro asuma el reto de dar respuesta a esas complejas materias –tarea que desborda las pretensiones de un volumen específico- sino que las toma como referentes u horizontes de una narración que adopta perfiles más personales, siguiendo las vicisitudes privadas y profesionales de un puñado de artistas europeos a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, de Chopin a Flaubert, de Tolstói a Liszt. Un panorama fascinante.
Quien conozca la trayectoria bibliográfica de Orlando Figes (Londres, 1959), no se sorprenderá por ese enfoque que da primacía a los seres humanos concretos, con nombres y apellidos. El historiador británico, profesor en la Universidad de su ciudad natal, reconocido especialista en la historia rusa, ha sabido también llegar al gran público con obras que se han convertido en auténticos best sellers. El lector español interesado en aquella temática recordará La revolución rusa (1891-1924) o Los que susurran. La represión en la Rusia de Stalin, así como la sorprendente Una palabra tuya... Amor y muerte en el gulag, que reseñamos en esta misma revista. Por otro lado, ya Figes mostró su interés por el ámbito cultural con una excelente síntesis (también publicada en la editorial Edhasa, como todas las anteriores) titulada El baile de Natacha. Una historia cultural rusa.
En esta ocasión Figes atraviesa la barrera de los Urales pero sin perder la conexión cultural con el alma eslava, pues un distinguido representante de la cultura rusa es el eje de su relato. En las páginas iniciales, el historiador nos sitúa en la parisina Gare Saint-Lazare el sábado 13 de junio de 1846, en los momentos en que la primera locomotora de vapor inaugura la línea París-Bruselas, que luego abrirá la conexión con los Países Bajos, Reino Unido y los territorios alemanes. Hubo pompa, algarabía y celebraciones multitudinarias, con la presencia de las más altas autoridades, pero también de escritores célebres (Alexandre Dumas, Victor Hugo, Théophile Gautier), pintores como Ingres o músicos como Berlioz. El progreso abría nuevos caminos y oportunidades. La cultura, a su vez, se adaptaría al nuevo escenario y lo reinterpretaría de forma coordinada y deslumbrante.
Figes sabe combinar la erudición con la amenidad de modo que no defrauda al experto pero tampoco aburre al simple aficionado a la historia cultural
La anécdota inicial es importante porque permite al autor pergeñar varios asuntos que se convertirán en constantes de su narración, empezando por el basamento económico de la eclosión cultural, simbolizado en ese ferrocarril que rompe fronteras y acorta distancias. En este sentido, reconoce el propio Figes, su libro “constituye una exploración de la era del ferrocarril como primer periodo de la globalización cultural”. Estamos ante “la creación del mercado europeo de las artes durante el siglo XIX”, pues las grandes transformaciones productivas, los avances tecnológicos y la mentalidad que subyace a todo ello –la era del positivismo- posibilitan ese espacio supranacional de circulación de ideas y expresiones artísticas e intelectuales. Solo de este modo puede explicarse el paso de una cultura europea patrimonio exclusivo de unas élites a “una cultura de masas relativamente integrada en todo el continente”.
Podría decirse, usando los términos del autor, que el núcleo del estudio es la nueva relación que se establece entre cultura y capitalismo. Figes se interesa no solo por las obras culturales en sí mismas sino por toda la tecnología productiva que permite su elaboración y difusión a gran escala, esto es, las industrias culturales, la gestión empresarial, las campañas publicitarias o las redes sociales. Se establece así un modo específico de creación cultural europea que, en último término, permite explicar por qué y cómo durante varias décadas entre mediados del XIX y comienzos del XX, en todos los países europeos triunfaran los mismos libros, se admiraran los mismos cuadros, se interpretara la misma música o se asistiera a las mismas representaciones teatrales. En definitiva, Figes desmenuza cómo se fraguó el canon europeo que él considera, aún hoy, “la base de la alta cultura actual”.
A estas alturas conviene deshacer un posible equívoco generado por los planteamientos precedentes. Estos pueden inducir a la idea de que estamos ante un ensayo abstruso sobre producción cultural, solo apto para especialistas. Quien conozca el estilo de Figes o haya accedido a sus libros anteriores, sabrá que no es así, sino todo lo contrario. Nuestro autor sabe combinar la erudición –y, por supuesto, la fuerte carga documental- con la amenidad, de tal modo que no defrauda al experto pero tampoco aburre al simple aficionado a la historia cultural.
La aparición de las industrias culturales permitió crear en el XIX un modo específico de creación europea que sería homogéneo en todo el continente
Su secreto, en la medida en que pueda hablarse de tal, es armonizar la visión de conjunto con la atención al devenir de las personas concretas. En este caso pone su foco en las relaciones amorosas y profesionales que se establecen entre un peculiar trío de ases: el escritor ruso Iván Turguénev (1818-1883); su amante, la cantante de ópera Pauline Viardot (1821-1910) y el marido de esta última, Louis Viardot (1800-1883), un polifacético gestor cultural (académico, editor, periodista, empresario teatral y crítico de arte, entre otros muchos cometidos).
Mediante sus múltiples contactos, estos tres personajes se promocionaron a sí mismos y ejercieron como influyentes intermediarios de otros escritores, pintores y músicos de un extremo a otro del continente, ayudándoles a encontrar un público –un mercado- para sus obras. Esta unidad continental permite a Figes plantear su estudio no como una suma interrelacionada de culturales nacionales sino como una realidad común: Europa como espacio unitario de transferencias culturales que desbordan fronteras y modulan una concurrencia de ideas, gustos y expresiones artísticas.
En suma, un conjunto de manifestaciones que distinguen a la civilización europea del resto del mundo. Desde fuera, al menos, todo esto se veía muy claro: así, Henry James publica en 1878 una obra cuyo título lo dice todo: Los europeos. Paradójicamente eran estos, quizá porque la cercanía nubla la vista, quienes más cuestionaban esa unidad cultural y luego, como certificó Stefan Zweig en sus memorias (El mundo de ayer), fueron también ellos los que se empeñaron en suicidarse: 1914 constituyó el final de un sueño y de esos ideales europeos. Unas pulsiones suicidas que se reactivan al calor del Brexit y que han llevado al autor de este libro a adoptar, como protesta, la ciudadanía alemana.