Tras el auténtico terremoto sociopolítico que produjeron la Revolución francesa y las guerras napoleónicas, Europa inauguró después del Congreso de Viena de 1815 un periodo de paz entre sus países que se prolongaría casi un siglo, hasta 1914. Una época donde los sucesivos y vertiginosos avances técnicos y culturales propiciaron el desarrollo de un sentimiento de comunidad y confraternización entre los habitantes del continente que no había tenido precedentes en la Historia y que sería el germen del europeísmo actual. Esta es la tesis que defiende el historiador Orlando Figes (Londres, 1959) en su exhaustivo y apasionado ensayo Los europeos (Taurus), donde recrea esa sociedad efervescente que vio nacer a un tiempo “el ideal de una civilización abierta y cosmopolita y el nacionalismo político excluyente, una paradoja que todavía hoy sufrimos y debemos combatir”.
Pregunta. Su libro narra como por primera vez en la historia el europeísmo pasa de las élites al conjunto de la sociedad. ¿Qué efectos tuvo esa masificación del sentimiento comunitario continental?
Respuesta. Es cierto que durante siglos ya había existido una idea de civilización compartida por las élites: el concepto de República de las Letras y todo el humanismo renacentista que desembocó en la Ilustración. Pero en el siglo XIX todas las capas de la sociedad comenzaron a tomar conciencia de esas similitudes gracias a las innovaciones tecnológicas, las más importantes, el ferrocarril, que redujo las distancias, y el abaratamiento y la aceleración de la impresión de libros, que además de hacerse masivos viajaban cada vez de forma más rápida. Esto fomentó la creación de un sentimiento común que tuvo sus vertientes sociales, políticas y culturales. A nivel cultural asistimos en estas décadas a la popularización por toda Europa de ciertas creaciones que se convirtieron por ello en canónicas. Un corpus plurinacional que ha llegado hasta hoy porque no fue un producto de la élite, ni siquiera de las clases medias burguesas, sino que llegaron a las capas más bajas de la sociedad, también al naciente proletariado, creando el embrión del europeísmo actual, que no se entiende sin ese sentido de comunidad.
P. Sin embargo, ese canon entonces transversal, que incluye ópera y filosofía, se considera hoy alta cultura enfrentada a la cultura popular del siglo XX. ¿Continúa representando a la sociedad hoy en día?
R. Ciertamente, la cultura era entonces mucho más homogénea porque sólo había una. Pero es un error ver esa alta cultura como algo artificial. El canon de obras del XIX, que incluye ópera, filosofía, pintura…, surgió, al igual que la cultura popular del XX, de manera espontánea y se fue conformando por las lógicas del mercado, por los gustos de la gente, no de manera institucional. No obstante, creo que esa brecha abierta a finales del XIX y muy evidente en el XX es cada vez más innecesaria y que, en el fondo, todas las manifestaciones culturales son, en definitiva, cultura, que si sigue viva es porque todavía representa a la gente.
El fin de los mecenas
P. Describe cómo el desarrollo tecnológico y del mercado propició que el arte, tradicionalmente en manos de mecenas, se capitalizara y comenzara a ser rentable. ¿Qué consecuencias tuvo esto para el arte y para los propios artistas?
"La independencia de los artistas gracias a la aparición de un público consumidor propició la popularización del arte"
R. Esa fue la piedra de toque que permitió que la cultura se hiciera popular. Los artistas anteriores al siglo XVIII sólo tuvieron la oportunidad de trabajar en cortes de reyes y aristócratas, lo que hacía que sus obras fueran conocidas por un público restringido que además marcaba muy férreamente lo que creaban. Pero a partir del siglo XIX surgió una clase media que podía ser un público consumidor y permitó que los artistas percibieran un salario, haciéndolos independientes de los tradicionales mecenas y de sus restricciones temáticas y formales. Así, esta independencia económica se tradujo en independencia creativa, lo que fue un caldo de cultivo perfecto para el surgimiento del Romanticismo, que triunfó enormemente en un mercado privado recién creado y hambriento de nuevas formas artísticas que huyeran del institucionalista Neoclasicismo.
No obstante, Figes apunta que esta economía de mercado también tuvo sus contrapartidas. “Este nuevo escenario, además de afectar a los contenidos artísticos, también potenció el desarrollo de aspectos más prosaicos como los derechos de autor, la negociación de los cachés y la aparición de representantes, elementos puramente mercantiles”. Y es que, junto a la independencia creativa, los artistas también quedaron presos de esa lógica de mercado que llevaba a, por ejemplo, Rossini a escribir dos óperas al año para satisfacer la demanda.
Estos aspectos concretos son los que articulan el relato del historiador, cuyo hilo conductor lo forman la relación triangular entre el matrimonio Viardot-García y el escritor ruso Iván Turguénev, que Figes considera personajes paradigmáticos de esta época. “Pauline y su marido aprovecharon a la perfección las nuevas oportunidades que ofrecía el naciente mercado artístico. Él era un crítico y empresario de afilado olfato para los negocios, testaferro de uno de los más importantes empresarios teatrales del momento. Y ella fue la mejor soprano de su época, la más famosa de una saga de famosos cantantes españoles: la familia García”, explica el historiador. A su cosmopolitismo, que los llevó literalmente por toda Europa durante décadas tendiendo puentes culturales por todo el continente –su red de amistades incluía a los Schumann, George Sand, Berlioz, Dickens, Wagner, Saint-Saëns, Chopin, Flaubert, Massenet, Meyerbeer, Rossini, Liszt, Delacroix, Henry James…– se sumó la imprescindible figura de Turguénev, amante de Pauline hasta su muerte, que precedió a Dostoyevski y Tolstói como el escritor ruso más conocido en Occidente y trató de acercar ambas tradiciones incansablemente.
“Siempre ha existido una fuerte tensión entre nacionalismo y cosmopolitismo que, igual que hoy en día, es impredecible”
P. Sus protagonistas son ejemplos del cosmopolitismo y mestizaje cultural alcanzado entonces. ¿Fue esta expansión lo que provocó, paradójicamente, el surgimiento de los nacionalismos durante el siglo XIX?
R. Aunque algunos de esos sentimientos, particularmente el nacionalismo patriótico, eran anteriores, es cierto que ese clima abierto y tolerante generó una reacción contraria. Reacción que también provino en su momento del mundo artístico, con Wagner como ejemplo perfecto del sentimiento de rechazo de lo germánico al ideal integrador francés. Por otro lado, una de las tesis del libro, es que estos planteamientos anticosmopolitas, como el nacionalismo político, terminaron provocando el gran estallido que fue la Primera Guerra Mundial. Antes del nuevo orden surgido tras 1914 el nacionalismo no era una fuerza democrática y hoy en día hay partidos políticos nacionalistas en todos los países. Desde siempre ha existido una fuerte tensión entre nacionalismo y cosmopolitismo que es inagotable en la historia y que, en aquel momento, igual que hoy en día, es bastante impredecible.
Más que un destino turístico
P. De nuevo, tras décadas de fe en el paneuropeísmo, estamos hoy de nuevo en un momento de repliegue, de auge de los nacionalismos populistas. ¿Cómo puede responder la Unión Europea? ¿Hace falta promover la cultura común antes que la política común?
“Aunque atacada, la idea de una cultura europea sigue viva. Debemos recuperar la confianza en nuestra civilización”
R. El problema del nacionalismo es que disfraza como elementos culturales e identitarios cosas que no lo son. Todo se reduce al plano político y económico y se traduce en el interés por crear fronteras que la mayoría de las veces se basan en mitos e ilusiones de lo que la identidad nacional es o debería ser. Algo absurdo pero peligroso, pues creo que es un rasgo que comparten todos los países. Con el Brexit parece algo característico de Reino Unido, pero debemos tener presente que podría ocurrir en cualquier parte. En cuanto al ideal de identidad comunitaria, pienso que sí se ha promovido en las últimas décadas, pero quizá no de forma correcta. Actualmente Europa es vista desde fuera como un destino turístico para ver monumentos y arte, pero para sobrevivir tiene que ser algo más que eso o algo más que un mercado y una entidad puramente económica. Tiene que confiar en su identidad cultural, en los principios europeos, pero combinar esto con una identidad política sólida capaz de dar una respuesta conjunta a problemas como los abusos de las multinacionales extranjeras y las crisis económicas, migratorias y sanitarias.
P. Afirma que esta época fue herida de muerte en 1914 y terminó desapareciendo, pero ¿qué queda de esa Europa donde “nadie puede sentirse exiliado”, como decía Burke?
R. Ya en los años 40 Stefan Zweig escribió en El mundo de ayer que la idea de una cultura europea era la más alta ilusión, algo que probablemente fuera inalcanzable. Es cierto que ese mundo ya no existe, pero tantos años después esa idea de una cultura europea común sigue ahí y yo la siento con vida propia cuando viajo por Madrid, París y Berlín o la veo encarnada en gente como el recientemente fallecido George Steiner. Debemos recuperar la confianza en lo que es ser europeo y en nuestra idea de civilización, coger los viejos ideales de tolerancia y humanidad y adaptarlos al mundo contemporáneo dándoles un a nueva vida. Esa es la clave para mantener una identidad cultural europea que todavía no ha muerto.