Prisioneros de un gulag en Siberia. Foto: Archivo
A una gran parte del público -el que se acerca a la historia por afición- le gusta leer los libros de historia como si fuesen novelas. Es un tópico que suele complementarse con ese otro que asegura que la realidad supera a la ficción. Una novela sustentada sobre la base de la correspondencia íntegra mantenida semanalmente durante más de ocho años entre un prisionero de un gulag y una joven moscovita en los tiempos más duros del estalinismo no superaría el filtro de verosimilitud más laxo. Y sin embargo ese es el material del que se ha servido el historiador Orlando Figes (Londres, 1959), autor mundialmente reconocido como uno de los grandes especialistas occidentales en la historia rusa, para recomponer esta fascinante historia de emociones, obstinación y adversidades.Estamos en efecto ante una obra que se lee con la misma facilidad que un relato de amor pero que, además de eso, un emotivo retrato de una relación sentimental, es también un potente estudio psicológico de caracteres y, por encima de todo ello, un impresionante fresco de la condiciones de trabajo y supervivencia en uno de los terribles campos de Siberia y un crudo retrato de la vida cotidiana en el Moscú de los años posteriores a la II Guerra Mundial.
Lev Mishchenko y Sveta Ivanova se conocieron en septiembre de 1935, cuando ambos eran estudiantes de Física en la Universidad de Moscú. Como al resto de ciudadanos soviéticos, la invasión del país por las tropas de Hitler marcó decisivamente el rumbo de sus vidas. El joven partió al frente y fue capturado en 1943 por las fuerzas germanas. Recluido en varios campos de concentración en condiciones penosísimas, su reencuentro con el ejército soviético al final de la guerra le depararía una pavorosa sorpresa, la acusación -falsa, claro- de haber actuado de espía para los alemanes (algo bastante usual en los procedimientos inquisitoriales soviéticos). En consecuencia, un tribunal militar le sentenció de modo expeditivo a diez años de trabajos forzados en Pechora, en los límites del Círculo Ártico. Lev no pudo siquiera pisar Moscú ni avisar a su familia de que seguía vivo.
Hasta el verano de 1946 no logró ponerse en contacto epistolar con su antigua novia. Empieza así un trasiego sistemático de cartas, hurtadas a la censura oficial por medio de contactos y sobornos, que se mantendrá a lo largo de ocho años. En julio de 1954 Lev puede por fin salir en libertad y, después de algunas vicisitudes menores, consigue abrazar a Sveta en Moscú, ciudad en la que finalmente contraen matrimonio en septiembre de 1955, tras un angustioso intervalo de más de una década y cuando ambos habían cumplido ya 38 años. La concatenación de circunstancias insólitas es desconcertante: que las cartas no pasaran por la censura, que se hayan podido conservar todas y que estemos hablando de una cantidad pasmosa, un número que se aproxima a las 1500. Con ese tesoro documental, que se conserva en el Memorial de Moscú, Orlando Figes ha hecho una reconstrucción impecable de las penalidades de Pechora, del pulso cotidiano del Moscú de posguerra y, naturalmente, de la lucha casi heroica de Lev y Sveta por sobreponerse al infortunio y mantener viva su relación. Figes reproduce muchos fragmentos de la correspondencia, es decir, deja hablar a los protagonistas en primera persona, pero también atiende al contexto, consiguiendo así un relato equilibrado y siempre ameno.
No quisiera terminar sin apuntar un matiz acerca de las mentalidades que puede desconcertar al lector español: las calamidades e injusticias que viven los protagonistas no les llevan a renegar del sistema soviético (ni a odiar a su líder omnipotente). Es verdad que Lev pierde sus ilusiones (¡qué menos!) pero sigue "creyendo en la fuerza progresista de la ciencia y la tecnología soviéticas" (p. 273) y hasta termina por aceptar parcialmente su culpabilidad (p. 363). Sveta, además de desfilar entusiasta ante Stalin, era naturalmente miembro del Partido, "se ofrecía como voluntaria para la campaña de las elecciones al soviet del distrito", cumplía sus obligaciones políticas con la misma dedicación que sus investigaciones y "creía en el ideal socialista del progreso gracias a la ciencia y a la tecnología" (pp. 308-9).