Cuando le conté a un buen amigo que estaba leyendo un libro de Bret Easton Ellis, puso la misma cara que puse yo la primera vez que probé el té kombucha, y me preguntó si no era aquel tan… malo. Me imagino que a Ellis le habría encantado su reacción. El hecho de que el emisor fuese un miembro de pura cepa de la élite progre con la nevera llena de productos ecológicos carísimos seguramente habría aumentado aún más su deleite. La razón es que el blanco caricaturizado en el nuevo libro de Ellis es un millennial que toma prestadas sus opiniones culturales de tuits llenos de estereotipos de tendencia izquierdista y que –pecado de los pecados en lo que al autor concierne– confunde las diferencias estéticas con la quiebra moral.
Ellis es conocido como un chico malo desde 1985, año en que se publicó su primera novela, Menos que cero, cuando él todavía era un estudiante universitario. Por entonces, sus vicios eran ofender a la gente y grandes cantidades de cocaína. Ahora no consume drogas, y las ganas de ofender han emigrado, cómo no, a un podcast y a un hilo de Twitter. Si el nombre del autor suena de algo a los miembros de la “generación cagueta”, como ha apodado Ellis a los millennials, es probable que se deba a alguno de sus tuits, que en diversas ocasiones han alimentado titulares. Quizá recuerden aquel que hacía referencia a la directora Kathryn Bigelow, ganadora de un Óscar por En tierra hostil. Decía Ellis: “Si fuese un hombre, sería considerada un director medianamente interesante, pero como es una mujer muy sexi, está ciertamente sobrevalorada”.
Blanco –hasta el título es un detonante– ofrece un verdadero cebo para quienes se sienten microagredidos fácilmente. En él hay de todo. Diatribas sobre el síndrome del trastorno mental de Trump, la cadena MSNBC, el movimiento #MeToo y los espacios seguros. Ellis piensa que si Moonlight ganó el Óscar a la mejor película derrotando a La La Land fue porque votar a favor de ella se podía considerar una “reprimenda a Trump”. También cree que Black Lives Matter es un movimiento moralmente significativo, pero afirma que su “estética tambaleante e inmadura” es la causa de que nunca haya llegado a un público amplio. Propone que si esa “leonera millennial” hubiese imitado la imagen de los Panteras Negras, habría saltado a la fama. A los lectores no se les escapará que el autor de un libro titulado Blanco resulta que tiene una fijación particular con la cultura negra.
Ah, y por si acaso se lo están preguntando, Ellis no votó en 2016. Al respecto dice: “No solo porque vivía en la seguridad de California, sino también porque durante la campaña me di cuenta de que no era ni conservador ni liberal, ni demócrata ni republicano, y que no iba a tragarme lo que me vendía ninguno de los dos partidos”. Tras leer este particular comentario, cerré el libro. (Lo mismo hice después de leer su opinión sobre el trágico caso de Tyler Clementi, el alumno homosexual de Rutgers que se suicidó después de sufrir el acoso a través de internet de su compañero de habitación).
Una de las primeras víctimas de nuestra época conformista es la mosca cojonera intelectual. Ellis es una de ellas
Hace poco, Ellis declaraba a The Times que el suyo era “un libro para alguien que quiera tenerlo absolutamente todo de Bret Easton Ellis”. A lo mejor tiene razón, y a sus superadmiradores les encante cómo el autor se explaya página tras página sobre la adaptación de American Psycho de la novela al escenario, donde estuvo dos meses y perdió 14 millones de dólares. Pero sospecho que su editor tiene que ser uno de esos admiradores. De lo contrario, no hay manera de justificar nada menos que siete páginas sobre la crisis nerviosa de Charlie Sheen en 2011. Ellis recoge más detalles y opiniones sobre el documental de Alex Gibney sobre Frank Sinatra emitido en HBO en 2015 (tres páginas) que en los dos párrafos que dedica al encuentro con Jean-Michel Basquiat una tarde cualquiera de octubre de 1987 en el Odeon esnifando coca y hablando de la raza, una anécdota que interesaría a cualquiera que respire.
En el suplemento literario de The Times, Ellis declaraba que su libro era “el lamento de un miembro desilusionado de la Generación X”. Por mi parte, creo que leerlo esperando algo más que un constante gemido sería un derroche de energía. Esto no significa que no comparta algunas de las pesadillas de Ellis. Pienso que los escritores que boicotearon a PEN por honrar a los miembros de la plantilla de Charlie Hebdo que sobrevivieron son unos enanos morales. También pienso que es muy mala señal de en qué punto nos encontramos como cultura el hecho de que haya amistades incapaces de sobrevivir a las elecciones. De hecho, muchos de los temas que Ellis trata alegremente por encima en el monólogo interior de este volumen dedicado a despotricar proporcionarían combustible abundante para un verdadero análisis de El Gran Despertar y sus excesos. A primera vista, se diría que Ellis sería la persona ideal para escribirlo.
Un libro de Ellis fue cancelado mucho antes de que no publicar libros polémicos se convirtiese en algo habitual. Era noviembre de 1990, y la editorial Simon & Schuster preparaba la publicación de American Psycho, que cedió ante las críticas. “Los agraviados hicieron demasiado ruido”, escribe el novelista al respecto. Con esta concisa frase diagnostica el mal cultural que nos aqueja actualmente. Por entonces, la ira todavía no se había convertido en nuestra actitud dominante. Una editorial más prestigiosa se abalanzó sobre el libro en 48 horas, y American Psycho se convirtió en un éxito de ventas.
Hoy en día, las novelas de autores adultos jóvenes tachadas de política o culturalmente insensibles son destruidas incluso antes de que lleguen a las librerías. Una de las primeras víctimas de nuestra época conformista y carente de humor (el autor tiene toda la razón en esto) ha sido la mosca cojonera intelectual. Ellis es una de ellas. Sin embargo, se niega a identificarse con el papel que ha elegido. “Nunca se me ha dado bien darme cuenta de qué puede ofender a alguien”, afirma. En ese momento a uno le dan ganas de lanzar el libro al otro extremo del cuarto porque sabe que la razón por la que su autor lo ha escrito es precisamente para ofender.
Esta jugada –provocar un incendio y luego fingir sorpresa cuando la gente lo acusa a uno de ser un pirómano– es como cuando un boxeador se escurre para evitar el contragolpe, y resulta particularmente molesto cuando en el cuadrilátero hay otros muchos más motivados y con más principios. Si Ellis quiere entrar en el juego, haría bien en seguir su propio consejo: “Era hora de que todo el mundo se pusiese los pantalones de chico mayor, se tomase un trago fuerte en el bar y empezase a tener verdaderas conversaciones, porque, al fin y al cabo, solo compartíamos un país”.
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