Emma Stone y Ryan Gosling en La ciudad de las estrellas

El sueño de Damien Chazelle era recuperar la grandiosidad del musical clásico y su capacidad para hacernos soñar en tiempos oscuros. Con La ciudad de las estrellas, premiada en Venecia, el oscarizado director de Whiplash comparte su sueño con unos excelentes Ryan Gosling y Emma Stone. ¿Es solo un ejercicio de nostalgia? ¿O hay algo más?

Ni Emma Stone ni Ryan Gosling cantan como profesionales, las coreografías de La ciudad de las estrellas están concebidas para sus limitados movimientos, las canciones destilan un dulzor tan chic y empalagoso como los sueños frustrados de sus protagonistas… ¿pero debería importarnos? En cierto modo, uno de los anhelos de este musical es recuperar la grandeza de un género que simplemente, desde hace muchos años, ya no existe para la industria del cine de masas (y que se estila casi exclusivamente en la animación), así que siempre podemos encontrar una justificación narrativa en la nostalgia por tiempos pasados y en la redención de Hollywood por el crimen que cometió Rob Marshall (Chicago, 2002) con Bob Fosse. Es una forma, como otra cualquiera, de acercarse a esta película: si la perfección y el espectáculo del musical clásico ya no caben en nuestro mundo, ¿por qué debemos esperar eso?



Hasta sus protagonistas, perpetuos soñadores, son conscientes de eso. Pero ni Mia, aspirante a actriz, ni Sebastian, pianista de jazz en busca de la pureza creativa, pierden la esperanza. Suponemos que el espectador tampoco debe hacerlo. Cuando sus pasiones se cruzan, y el uno se convierte en el correlato del otro, no podremos negar que hay algo en marcha entre la pareja de intérpretes, que la cursilería de los cuentos de hadas también puede sofisticarse cuando la pareja de baile conquista la utopía de la cinegenia. El número musical de arranque es casi como si los actores de Week End (1967, Jean-Luc Godard) salieran de sus coches para cantar y bailar encima de ellos, mientras la cámara zigzaguea por los vehículos y los cuerpos en un plano-secuencia de duración épica y costuras digitales. Después de este seductor arranque, que nos deslumbra con el cromatismo apastelado de Jacques Demy, ya apenas queda confiar, por más que nos cueste, en la habilidad del director Damien Chazelle para extraer petróleo (o glamour o pasión o hechizo) de donde no lo hay. Las glorias del musical siempre confiaron en la puesta en escena.



Nos seduce la innegable capacidad del filme para reordenar la melancolía hacia el género y hacerla danzar en el presente

Chazelle, por si no lo recuerdan, es el responsable de la oscarizada Whiplash, una película en teoría sobre el jazz que es, para este cronista, la antítesis del jazz. Una película enfurecida capaz de cumplir su propósito: enfurecer al espectador. Y todo a base de golpes de montaje que hacía de las imágenes una cadena solipsista violentada por el ruido y la furia. La ciudad de las estrellas, al parecer, también cumple sobradamente su propósito: hacernos soñar. Manohla Dargis reconoce en The New York Times que se rindió a sus encantos no una, sino dos veces: "Me di cuenta de que esto es lo que se sentía viendo a Fred Astaire y Ginger Rogers durante la Gran Depresión". El ejercicio de hipótetica retrospección lleva aparajeda la idea de que nuestra gran depresión también necesita el sueño (clásico) de Hollywood, ahora que la postmodernidad ha zanjado cuentas, y efectivamente hay en la película algo de reencuentro con el musical del hombre común encarnado por Gene Kelly.



No son todas las amplificaciones y resonancias del clasicismo hollywoodense lo que nos embarga, en todo caso, sean las de Ha nacido una estrella, Melodías de Broadway, Cita en San Luis, Siempre hace bien tiempo o Rebelde sin causa. Tampoco son los préstamos tomados de Los paraguas de Cherburgo y, sobre todo, de Las señoritas de Rochefort -cuyos personajes protagonistas dieron título al primer largometraje de Chazelle, Guy and Madeline on a Park Bench (2009)- el principal atractivo de la estética nostálgica del filme, donde fantasía y realismo funcionan como fértil oxímoron (el número musical del planetario roza la genialidad). Más bien, aquello que nos seduce hasta convencernos de que esto no es un mero pastiche y de que, una vez más, "Mozart no es una cuestión de gusto" (por tomar prestada la famosa conclusión de Pauline Kael para trascender el gusto personal en la valoración de una expresión artística), es la innegable capacidad de La ciudad de las estrellas para reordenar toda esa melancolía y hacerla danzar en el presente, en una ciudad artifical que canaliza un sentimiento de nostalgia pero no se apropia de la película, siempre viva, siempre hablándonos del hoy y del ahora, siempre en tensión entre la euforia y la tristeza. La música de Justin Hurwitz y las letras de Benj Pasek y Justin Paul resultan tan determinantes en ello como el magnífico trabajo de ambos actores, que no sabrán cantar y bailar como profesionales, pero que sin duda han entendido por qué no hace falta. (Y en todo caso Gosling sí toca el piano).



Una imagen de la película de Damien Chazelle

Es de hecho esa tensión entre el pasado y el presente lo que determina gran parte de los éxitos y fracasos de los amantes protagonistas y, por extensión, del filme. Sobre todo se negocian en el recorrido artístico de Sebastian, a debate entre permanecer fiel a la integridad y las raíces del jazz o en traicionar sus principios por las exigencias del mercado.



El sendero familiar

La disyuntiva es recurrente en el género, acaso en cualquier retrato del nacimiento de una estrella (o de dos, como es el caso), y por tanto no desaparece la sensación de que estamos caminando por un sendero familiar. La película nos sorprende porque nos hace olvidar que el idealismo pertenece a tiempos sin memoria. El doble fondo del aparente happy end, que invierte ¡Qué bello es vivir! al imaginar qué hubiera sucedido, efectivamente, si la vida fuera bella y el amor triunfara, entregan un tramo final memorable. Pero La ciudad de las estrellas es, por encima de todo, una película sobre el precio a pagar por esos sueños, sobre los sacrificios personales que se esconden detrás de cada plegaria atendida.



De modo que podremos bailar de puntillas sobre el cadáver del musical clásico como lo hacen el indolente Gosling y la etérea Stone. Su drama romántico no es un pretexto para vender bandas sonoras, como sí lo era Moulin Rouge, sino que realmente nos alcanza. Y la decisión de privilegiar la autenticidad de las voces sobre la excelencia interpretativa de las canciones (aunque Stone extrae oro del tema Audition) no responde, como en Los miserables, a una estrategia formal. Son los frutos de la insolencia que toda operación vintage necesita en nuestros días de descreimiento. Al menos en el cine, se vive como se sueña.



@carlosreviriego