Cuba no está sólo en Cuba. Se ha ido dispersando de tal manera que muy bien pudiera estar en cualquier parte. Así se entiende en Mapa soñado, una obra de Antonio Eligio Fernández que compone un mapamundi con innumerables siluetas de la isla. Nos habla de esa obra Iván de la Nuez en Cubantropía (Periférica): “La isla, en ese mapa, está en todas partes y, por esa misma razón, no está en ninguna”. Los textos que De la Nuez recopila en su libro a modo de autobiografía intelectual muestran su capacidad para aislar lo simbólico, transformar hechos cotidianos en significativos detalles de un tapiz que se ha disparado en muchas direcciones y donde se ha abandonado el maximalismo que hablaba ampulosamente con mayúsculas.
En 1989 el futuro había cambiado, y mientras se inauguraba la Era Global, Cuba empezaba un periodo de adaptación. Varios artistas decidieron organizar un partido de beisbol. El cartel que anunciaba la performance gritaba: EL ARTE JOVEN SE DEDICA AL BEISBOL. En Cuba, nos explica Iván de la Nuez, cuando alguien dice “vamos a hablar de pelota” lo que está diciendo es “no hablemos de política”. “Aquel juego de beisbol fue una acción para enfatizar que ya no había nada que hacer con la política existente”. Interesado por igual en la observación política y en la crítica de arte, De la Nuez posee un olfato excelente para medir las derivas sociales. Así yergue una “teoría del reguetón” porque “sea lo que sea lo que pasa hoy en Cuba –transición, reforma, capitalismo de Estado, perfeccionamiento del socialismo, whatever– no se entiende sin el reguetón”.
De la Nuez ya se definía como “poscomunista” en su El mapa de sal, entendiendo por tal a aquel que “utiliza la energía crítica empleada en el antiguo sistema para actuar de manera crítica ante la actual apoteosis del capitalismo”. Y de manera muy perspicaz observa que la derrota del comunismo significó también la caída del liberalismo y por tanto también de la democracia: el populismo ganando batallas parece darle la razón cuando, a través de Cuba, mira el mundo.
Cuba es un país con una considerable proporción de exiliados y con una alta proporción de artistas e intelectuales en el destierro
En Cuba se ha perdido el centro: no sólo el de la isla, también el del exilio. “Cuba es un país con una considerable proporción de exiliados y con una alta proporción de artistas e intelectuales en el destierro. De modo que, digan lo que digan los ideólogos paleoculturales que subordinan la cultura cubana a aquella que está producida exclusivamente en la isla, los cubanos han cancelado el contrato entre cultura nacional –sea esto lo que sea– y territorio". En el exilio o el destierro están Antonio José Ponte, autor de La lengua suelta de Fermín Gabor (Renacimiento) y Abilio Estévez, que junta estampas en Testimonios de la orgía (Sloper).
Estévez retrata –en el mejor texto de la recopilación– a Virgilio Piñera en el infierno, nos presenta a Reinaldo Arenas en una excelente imagen alucinada, regresa a su infancia y la mete en una gota de ámbar. Cuba es un ajiaco: una mezcla de viandas y vegetales que simboliza la formación de una sociedad mestiza. Y el libro, de prosa cuidada y ritmo sincopado, tiene algo de eso, de mezcla de recuerdos vívidos e indagaciones de lector, de confidencia imponente y reivindicación de algunos maestros.
Estévez sale, aunque poco y bien parado, en La lengua suelta, un tomo de más de setecientas páginas de las cuales las últimas doscientas treinta se dedican al dramatis personae en el que A. J. Ponte amplía información sobre los personajes del libro –todos reales, por inverosímiles que parezcan–. “La lengua suelta” era una serie que, con la autoría de Fermín Gabor, se fue publicando en la revista La Habana Elegante. Las crónicas retrataban, de manera hilarante, con un estilo extraordinariamente rico, trufado de apuntes memorables, el mundo cultural de Cuba. Tuvieron suficiente impacto como para que alguna voz del oficialismo saliera a combatirlas, sin demasiada suerte. Fermín Gabor, seguramente porque no tenía nada que perder, no se detenía ante ninguno de los temores que pudiera acuciar a un cronista habanero.
Pero su conocimiento de primera mano de lo que acontecía en despachos y saraos de la cultura oficial debió hacer temblar a más de uno. Gabor se ocupa de unos años en los que el oficialismo trata de recuperar lo que antes le repugnara: la rehabilitación de Lezama y Piñera debía completarse con la de Cabrera Infante, porque “la cultura cubana es una sola”, según repetían. “Pero lo decían para hacer de ella un partido único como el Partido Comunista de Cuba”, apunta.
Cuba está en todas partes, tan paradójica que soportará encantada que uno de sus grandes libros se ría de esas penosas élites
El retrato, que podría recordarnos a La novela de un literato de Cansinos, es inmisericorde y carcajeante: es uno de los libros más divertidos que uno ha leído en su vida. Y ni siquiera hay que temer por el “color local”: el estilo de las crónicas, su fuerza paródica, su humor inquebrantable, las libera y puede uno prescindir de saber quién es un tal Arango o un tal Fornet. Desde luego abundan las caras conocidas: Arrufat, Senel Paz, García Márquez, Cintio Vitier y Fina García Marruz, Norberto Fuentes, Zoe Valdés, Pablo Milanés, Silvio Rodríguez… El libro comienza con el viaje de la expedición cubana a la Feria de Guadalajara. Como atendiendo al consejo de John Ford que pedía que una película empezara como caballo entrando en chatarrería y de ahí siguiera hacia arriba todo lo que pudiera, Gabor tira hacia arriba después de su primera crónica y empieza a analizar números de La Gaceta de Cuba.
A contar cómo el Gobierno envió heraldos para convencer a Cabrera Infante de que permitiera una edición cubana de Tres tristes tigres, cosa a la que jamás cedió, a retratar a fantasmas, listos, antiguos represaliados que aspiran a vivir en un palacio y hacen chistes terribles sobre represaliados, ministros que suspiran porque Carmen Balcells los represente, escritores que no escriben aunque ganan todos los premios, y otros que ante su insignificancia como escritores inventan cómo fueron perseguidos…
La carcajada está asegurada, sí, pero también es cierto que el tapiz confeccionado por Ponte no puede ser más deprimente. Como con el libro de Cansinos, haríamos mal en quedarnos en su fachada: es mucho más que mera crónica literaria. Es un minucioso retrato de una élite podrida, incapacitada para emitir el menor entusiasmo que no suene a hueco, detenida en su propia, inconsolable, impotencia, conformada con ambiciones necias. Quizá, más allá de la excepcionalidad cubana, a ninguna cultura le vendría mal una andanada tan colosal como la que propone este libro. Pero para hacerla no es suficiente ni rencor o afán de justicia: es indispensable el talento de Ponte.
Al fin y al cabo, como dice De la Nuez en Cubantropía, Cuba está en todas partes, y quizá su destino es ser tan paradójica que soportará encantada que uno de sus grandes libros sea, precisamente, uno dedicado a reírse extraordinariamente de la viciada atmósfera de esas penosas élites.