[caption id="attachment_326" width="560"]

José Lezama Lima[/caption]

“Sólo lo difícil es estimulante”, escribió Lezama Lima en su ensayo La expresión americana (1957). La muerte puede interpretarse como el triunfo del tiempo sobre el anhelo de vida del ser humano, único ser finito que fantasea con la inmortalidad. Heidegger define al hombre como ser-para-la-muerte, pero Lezama Lima considera que la esencia del ser humano, su destino último, no es morir y disolverse en el no-ser, sino resucitar. Dicho de otro modo: el hombre es un-ser-para-la-resurrección. Para Lezama Lima, la muerte es fructífera, pero sólo podemos apreciar su fecundidad o carnalidad –ambos términos son intercambiables- mediante la metáfora o la imagen. “La imagen –sostiene en una entrevista con Armando Álvarez Bravo- es la realidad del mundo” (Órbita de Lezama Lima. La Habana, Ed. Unión, 1966). Lezama Lima aplica ese principio en sus cuentos, desplazando la trama a un segundo término. En “El patio morado”, dos jóvenes realizan pequeñas incursiones en el patio de un palacio episcopal, con dos enormes jaulas donde viven varias alondras y un loro. No tienen un propósito claro. Sólo desean contemplar a las aves, atrapadas por un tedio infinito. Un portero observa a los muchachos, sin objetar nada. El patio es un lugar maravilloso, un espacio que sirve de cobijo a infinidad de metáforas. Las plumas del loro producen “un vicioso deslumbramiento” y crepitan con “babilónicas llamas”. Las pisadas que resuenan entre sus muros son “ondas marmóreas” de “continuidad inalterable”. Las miradas congelan “una jarra de heliotropos”. Las alondras parecen “nadar en su canto”. La luz lucha con la humedad, logrando “una matización violeta, un morado marino”. Los jóvenes que se internan en el patio sólo existen por sus ojos o por su voz. Su vivir depende de una metonimia o, más concretamente, de una sinécdoque. Lo ordinario es extraordinario; el patio palpita con “un secreto inexistente, sin principio ni fin”.

Las metáforas de Lezama Lima no son intuiciones caprichosas, sino elementos de una rigurosa poética que postula la unidad del mundo. Las ondas son marmóreas porque su movimiento nunca se interrumpe. El universo es como el ser de Parménides: ilimitado y eterno, una circunferencia perfecta que reúne lo disperso en una secuencia sin fin. Los sentidos son vasos comunicantes que vinculan lo material con lo incorpóreo. Podemos nadar en las notas porque el ser es una danza perpetua. “El patio morado” podría interpretarse como una oda panteística-católica, que celebra el orden del cosmos. No hay pasos perdidos o extraviados, sino pasos ocultos, cuyo eco no se extingue jamás. El problema es que ese fenómeno resulta imperceptible para el escéptico, cuya pobre racionalidad reduce el mundo a lo inmediato y concreto, negando la apertura infinita del tiempo.

La muerte de Rosa Lima afectó terriblemente a Lezama, que se hundió en una profunda melancolía. Durante un tiempo, dejó de leer y escribir. Se encerró en sí mismo y su salud se resintió. Algunos pensaron que nunca se repondría. Por entonces, el poeta había cumplido los cincuenta y cuatro años, y su madre había sido hasta entonces su principal apoyo afectivo e intelectual. Lezama Lima logró recuperarse del golpe por medio de su peculiar catolicismo, que interpreta el ser como “una posibilidad infinita”, cuyo fulgor se encarna en la imagen. La posibilidad infinita es “una causalidad prodigiosa” que vence a la muerte mediante la resurrección. Lezama Lima cita a San Pablo (“La caridad todo lo cree”) y a Nicolás de Cusa (“Lo máximo se entiende incomprensiblemente”) para justificar su fe, una vivencia inseparable de su poética. Lezama Lima cree en “un incondicionado poético” que pulveriza los dogmas del empirismo. Cristo resucitó porque “es imposible”. Lo imposible es la gramática oculta del cosmos. Un hombre que pulsa el interruptor de la luz en su casa de La Habana puede originar una cascada en Ontario. Ese extraño fenómeno es cierto porque es increíble. El poeta cubano recoge el famoso aforismo de Tertuliano (“Creo porque es absurdo”) para explicar que lo primordial y originario es un a priori, no un dato empírico. Podemos negar a Dios, podemos afirmar que la expectativa de la resurrección es ridícula, pero esa actitud sólo nos lleva a la desesperación de Sísifo, encadenado a una rutina inútil. La razón es estéril, miope, impotente. El absurdo del que habla Tertuliano es lo maravilloso, lo poético, lo inaudito, lo superreal o sobrerreal, la superabundancia, lo que está en el principio como fundamento y origen.

Lezama Lima opuso a la pérdida de su madre un “paradiso” poético que ya está en sus cinco cuentos. “El juego de las decapitaciones”, su relato más ambicioso, narra el idilio entre el mago Wang Lu y la Emperatriz, que soportará la previsible oposición del Emperador y el ansia de poder de El Real, un bandido del norte. Lezama Lima no escoge China como escenario exótico, sino como fuente milenaria del saber. El mago, que “codiciada una piedra de imanes siberianos” y “un zorro azul”, guarda en el compartimento secreto de un baúl un ejemplar del Tao Te King. El Tao Te King, compuesto entre el final del siglo IV a. C. y el comienzo del siglo III a. C., no es un título que admita una traducción literal, pues lo literal esconde o deforma el sentido, particularmente en el campo de la transliteración. Según Lezama Lima, la traducción más adecuada no sería El libro del recto camino, sino El libro de lo increado creador. Se trata de una obra que pertenece al “gran período en que la evidencia de lo bello es inmediato”. Del mismo modo, Lao-Tse no debe traducirse como “viejo maestro”, sino como “viejo-sabio-niño”, que es la noción elaborada por la tradición china para definir la naturaleza del poeta. La conjunción de esos términos antagónicos sólo puede formularse en el contexto de la “posibilidad infinita”, que reúne presente, pasado y futuro en una eternidad, cuya faz podemos vislumbrar en lo maravilloso poético. Lo maravilloso poético irrumpe en “El juego de las decapitaciones” en forma de imágenes imposibles y, por tanto, intemporales y obstinadamente reales: “una cigüeña de seda”, “una cascada de perlas”, “nidos de fuego”. Esas imágenes, que no se corresponden con ningún dato de experiencia, no son simples metáforas, sino prodigios inspirados por lo “increado creador”, o sea, Dios. Y Dios es un niño, un anciano, un maestro, un poeta, un creador increado.

“Para un final presto” narra el imaginario suicido colectivo de trescientos treinta y tres jóvenes estoicos, discípulos de Galópanes de Numidia. Su comportamiento es insólito, pues “se espera la muerte, no se va hacia la muerte, no se prolonga el paseo hasta la muerte”. Al igual que “Cangrejos, golondrinas”, el último cuento de la serie, la posibilidad de una trama se dinamita con filigranas verbales, metáforas inesperadas y apuntes filosóficos salpicados de humor e ironía. En “Cangrejos, golondrinas”, un herrero intenta saldar una deuda con un filólogo. A partir de un planteamiento argumental mínimo, se cede todo el protagonismo al lenguaje, que se interroga sobre su función comunicativa y simbólica. Los estoicos flirtean con la muerte, aceptando su reinado como una ley del cosmos, donde todo es necesario y responde a una razón suficiente. No atisban ninguna clase de esperanza, salvo la ataraxia, que es un simple bálsamo de las pasiones o un frágil cayado concebido para tolerar el peso de la finitud. El filólogo, el herrero y otros personajes se pasean por la cuerda floja de los malentendidos, escenificando el conflicto básico de la condición humana: su búsqueda del otro, su anhelo de fraternidad, y su paradójica incapacidad para culminar ese deseo. Escribe Lezama Lima: “De pronto, cuando llega el cangrejo, dijo el herrero tiritando, me veo obligado a retroceder y no puedo tocarte. Cuando tú luchas con esas contradicciones que te han sido impuestas, me asomo y veo que lo que me transparentaba se borra, que es necesario reencontrarlo después de un paréntesis peligroso”. ¿Por qué fracasa el hombre? Por ser insaciable, por querer usurpar el lugar de los dioses, por no aceptar límites y caer en el delirio fáustico de la voluntad de poder.

El cangrejo es otro de los animales emblemáticos del universo de Lezama Lima. No sólo por su condición de artrópodo, sino por su exoesqueleto, que se desprende en cada muda, abriendo un pequeño espacio de tiempo para la reproducción. El poeta también necesita despojarse de su yo –que es su exoesqueleto- para zambullirse en el ello y liberar su compulsión sexual, que no es un mero instinto de supervivencia, sino afán de conocimiento. Conocimiento de uno mismo. Conocimiento del otro y del universo, donde nada acontece de forma aislada. Conocimiento de Dios, que es la posibilidad de lo imposible. Una bandada de golondrinas no podría borrar las nubes, sin la mediación de lo divino. Cualquier ente es intercambiable por otro, cuando irrumpe la metáfora y teje una analogía. Y la metáfora no es una figura literaria, sino el idioma de lo sobrenatural.

Después de leer Paradiso, Octavio Paz escribió a Lezama Lima, señalando el principal logro de la novela: “Es el punto lento del vértice que gira en torno a ese punto intocable que está entre la creación y la destrucción del lenguaje, ese punto que es el corazón, el núcleo del idioma…”. Ese “punto intocable” ya está en los cuentos de Lezama Lima, cinco piezas a las que puede atribuirse el poder transformador e iluminador que Paz advirtió en la única y revolucionaria novela del poeta cubano: “Paradiso han transformado el mundo de los símbolos preexistentes inventariando el pasado, alterando la historia y hasta la ortografía de la lengua española”. Los cinco relatos apenas suman noventa páginas en la edición de Montesinos, con una bella ilustración de Javier Aceytuno en la cubierta que muestra a un samurái con un alfanje ensangrentado, avanzando con su armadura por un paisaje de monte bajo, con matorrales manchados de rojo carmesí y un árbol desnudo. Es una obra aparentemente menor en la producción literaria de Lezama Lima, pero que despliega su poética en toda su riqueza y complejidad. No me refiero sólo a las claves estéticas, sino a una visión de lo real que hunde sus raíces en lo teológico. No sé si Javier Aceytuno reparó en que su dibujo armaba a un samurái con una espada inventada en las regiones “bárbaras” del Islam, pero creo que no le habría molestado a Lezama Lima, pues su interpretación del cosmos bebía de todas las fuentes, fundiendo distintas tradiciones con el tamiz de un catolicismo heterodoxo.

Los cuentos de Lezama Lima incumplen las exigencias narrativas del género porque su objetivo no es contar algo, sino plasmar imágenes. Las imágenes no son invenciones del poeta, sino prodigios que salen a nuestro encuentro: “La expresión de Heidegger salir al encuentro –escribe Lezama Lima-, sólo puede tener sentido acompañado de otra, nos viene a buscar: la instantaneidad coincidente de ambas expresiones es la imago”. Aunque el caos acecha sin descanso, al final prevalece la poesía, que se adentra en lo eterno, liberando al hombre del yugo de la muerte. Por utilizar una expresión de María Zambrano, la extinción de la vida humana es “una muerte aurora”. O, de acuerdo con las palabras del propio Lezama Lima, “la metáfora suprema” es la resurrección. La poesía es el lenguaje del Dios que renueva todas las presencias, espantando lo demoníaco, es decir, la nada, el no-ser. El paraíso poético es el Verbo encarnado, la sustancia que subsiste y derrota a “lo saturniano”. La transfiguración de Cristo implica la superación definitiva del concepto grecorromano de metamorfosis, pues asigna una continuidad al hombre como cuerpo y alma, preservándolo de la destrucción. Lezama Lima se adelantó a las previsibles objeciones de la razón científica, invocando la enigmática sentencia de Edipo: “Ah, oscuridad, mi luz”. Sólo desde esa oscuridad luminosa y paradójica podemos entender el mundo de Lezama Lima, que resplandece en estos cinco cuentos como la imagen de la araña o el cangrejo, animales platónicos cuyo paradójico existir consiste en abrirnos los ojos a la llamada del espíritu, cada vez más imperceptible en un mundo enemistado con lo sobrenatural.

 

Bibliografía:

Lezama Lima, José: Juego de las decapitaciones. Prólogo de José Ángel Valente (Barcelona, Montesinos, 1982).

Lezama Lima, Paradiso. Edición de Eloísa Lezama Lima Álvarez. Madrid, Cátedra, 1980.

Varios autores, Lezama Lima Prosa, Edición de Cristina Vizcaíno. Madrid, Fundamentos, 1984.

Varios autores, Lezama Lima. Edición de Eugenio Suárez-Galbán. Madrid, Taurus, 1977.

Yurkievich, Saúl: La confabulación con la palabra. Madrid, Taurus, 1978.

 

- Lee aquí la primera entrega: José Lezama Lima (I)