Concha Méndez
Poeta e impresora, Concha Méndez fue bastante más que la esposa de Manuel Altolaguirre o la novia de Buñuel. Libérrima y valiente, en su exilio en México acogió a decenas de trasterrados como María Zambrano o Luis Cernuda, que se instaló en su casa 11 años. Su nieta Paloma Ulacia recupera ahora sus Memorias habladas, memorias armadas.
“La risa y el misterio juntos era siempre ella. Se esperaba que dijese más cuando ya lo había dicho todo. Era una mujer con arrojo y también con algo de misterio que no conseguía del todo ocultar”, escribió
María Zambrano al retratar a su amiga. Desenfadada y leal,
Concha Méndez (Madrid, 1898-México DF, 1986) jamás ocultó su imaginación ni su sed de libertad. Su madre era de la aristocracia; su padre, un hijo de albañil que supo enriquecerse reformando viviendas, y ella, la mayor de los once hermanos, se hizo célebre en Madrid escandalizando a los bienpensantes, del brazo de
Maruja Mallo, como una de las
simsombrero.
Amiga de lo mejor del 27 (
Lorca,
Alberti,
Cernuda), fue novia de
Buñuel cinco años pero se escapó a Londres y Buenos Aires para viajar y escribir, “lo que más quería”.
Cuando regresó a Madrid, a principios de los años 30, Lorca le presentó a Manuel Altolaguirre, con quien se casaría en 1932, en un acto surrealista que terminó con
Juan Ramón Jiménez “aventando monedas a los niños mientras gritaba: ‘Digan conmigo: ¡Viva la poesía! ¡Viva el arte!'”
Tras la guerra civil comenzó
su triple exilio, de Francia a Cuba y México, como derrotada, como poeta y como mujer. Siguió escribiendo, editando y acogiendo en su casa a decenas de trasterrados, aunque eso no la libró de vivir aislada, sin lograr encajar del todo en el mundillo literario mexicano. Mientras, su matrimonio naufragaba. Aunque Altolaguirre aparecía y desaparecía con una nueva compañera, “todas las mañanas de todos los días venía a vernos” confesará Concha Méndez en sus memorias, antes de relatar cómo para sobrevivir llegaron incluso a montar un cine ambulante que proyectaba películas al aire libre de pueblo en pueblo.
Y así, entre versos, sueños y fantasmas, fue pasando la vida. Sólo al final, cumplidos los 80, decidió hacer palabra lo vivido y dictar sus recuerdos a su nieta Paloma Ulacia Altolaguirre, que las trascribió y que ha pasado décadas intentando reeditar en México y España
Memorias habladas, memorias armadas. Publicadas en 1990 e inencontrables desde entonces, las acaba de recuperar Renacimiento.
Fidelidad a los recuerdos
Comenta Paloma Ulacia que al revisar ahora el volumen no quiso ni pudo cambiar nada, al tratarse de un libro escrito en primera persona a partir de unas grabaciones: “Concha Méndez empezó a hablarme un día de verano (recuerdo que llovía) y terminó cuatro meses más tarde. Hubo un final donde ella habla de un pájaro. Su muerte. Por desgracia nadie puede hablar de su propia muerte”.
Nostálgica, Ulacia evoca cómo “en el predio donde crecí había dos casas; en la que está pegada al jardín vivía mi abuela, a quince metros de la nuestra. Ella cocinaba para nosotros y comíamos en el jardín, siempre con un vaso de leche, y pescado rebozado. Cuando yo tenía seis años íbamos a mudarnos de casa y recuerdo que mi abuela me llevó a despedirme de las plantas del jardín. Siento aún la forma en que me apretaba la mano para atenuar
el dolor de dejar la casa, que por ese sentimiento de orfandad se había convertido en un país para ella y para mi madre. Un territorio propio”.
Habituada a conocer de primera mano las anécdotas que Méndez desgrana en el libro,
Ulacia valora la importancia esencial que en la vida de su abuela tuvieron los poetas del 27: “Alberti fue un amigo de juventud que la estimuló con su alegría y sus poemas a emprender una carrera literaria. Fue un descubrimiento que la animó a vivir el resto de su vida. Vivir para escribir. O escribir y sentirse vivo. Cernuda se convirtió en familia. Vivió en casa de mi abuela once años, en el cuarto del segundo piso, y fue partícipe de la crianza de mis dos hermanos mayores y de la mía; mi hermana pequeña nació cinco años más tarde, a unos meses de la muerte del poeta. Cernuda fue un abuelo queridísimo; en mi caso, mi primer amor”.
Un Cernuda casi hostil
En cambio, el Cernuda del libro es solitario, esquivo, casi hostil. Lorca, en cambio, aparece amigo y cómplice, siempre poeta: “Federico recitaba expresándose con las manos; no era sólo de la voz de donde emanaba la poesía, sino de todo su cuerpo”, confirma Méndez en sus memorias.
Oscurecida por la fama de Altolaguirre (aunque, según su nieta, “ser esposa de un gran poeta es un privilegio. Bueno, no sé en el caso de Juan Ramón Jiménez.
Mi abuela quiso mucho a Altolaguirre y, como bien dice ella en un poema suyo precioso, estarán siempre unidos en el mundo de la poesía y del tiempo”), desde la primera edición de
Memorias habladas el interés por su obra no ha dejado de crecer. A fin de cuentas, fue un caso único de nuestras letras. Como le dijo a Ulacia la traductora Consuelo Berges, amiga personal desde que Concha Méndez viajara a Argentina, en sus primeros años “no escribía una poesía melosa, de lamento, sino una poesía vital, colorida, por el puro gusto de estar viva. En esto se diferenció de sus contemporáneas. Después profundizó con honestidad en el dolor.
La modernidad está en su lenguaje. En cuanto a su labor editorial, hay que mencionar las revistas
Héroe y
Caballo verde para la poesía (en Madrid),
1616 (en Londres) y
La verónica (en La Habana), siendo estas revistas el espacio del gran romance que hubo entre ella y mi abuelo”.
No es la única reivindicación de la nieta, que destaca cómo el
sinsombrerismo es una postura tomada de este libro, en el que “muy acertada y divertida, nos recuerda que el matrimonio no es todo”. Más de 20 años después de su muerte, su vitalidad restalla en sus memorias, armadas de nostalgia, poesía y encanto.
@nmazancot