Image: La noche de los tiempos

Image: La noche de los tiempos

Letras

La noche de los tiempos

Antonio Muñoz Molina

20 noviembre, 2009 01:00

Antonio Muñoz Molina. Foto: Miguel Rajmil

Seix Barral. Barcelona, 2009. 960 páginas, 24'90 euros


Impresiona a simple vista La noche de los tiempos, un tomazo cuyas dimensiones y peso inspiran recelo. Sólo un motivo muy serio justifica semejante derroche de energías, y de facultades, según se comprueba muy pronto. Grave es, en efecto, el asunto que aborda Antonio Muñoz Molina (úbeda, 1956): las raíces de la España actual, al servicio de cuyo conocimiento pone un empeño de tal envergadura. Entra así el autor en una cuestión espinosa, la tan zarandeada memoria histórica, acerca de la cual escribió meses atrás un artículo valiente. En cierto modo, esta novela, y aunque supongo el impulso de escribirla anterior a las enconadas disputas actuales, supone un firme alegato contra los vicios -simplificaciones, flojeras sentimentales, oportunismos varios o tributo pagado a la moda- de muchas recapitulaciones últimas de aquella época seminal y les opone tanto un trabajo exigente como la profundidad de una conciencia moral estricta y conmocionada.

La noche de los tiempos trata de cómo eran los españoles y su sociedad en el tiempo de la República. No pretende Antonio Muñoz Molina documentarlo, aunque disponga de admirable, sólida y extensa información, ni hacer un ensayo sociológico o político, sino imaginarlo metiéndose dentro de la piel de un ciudadano de entonces. La capacidad de revivir la historia que tiene la ficción le aconseja contar la trama desde una primera persona anónima que se pone en el lugar del protagonista y comprende o explica su laberíntica personalidad; un yo discontinuo que, me parece, asume la voz reflexiva del propio autor. Este recurso resta frialdad o distanciamiento a la historia y añade el toque conveniente de modernidad a un relato que se desenvuelve sin el menor embarazo dentro de los cauces de una narración omnisciente que lo sabe todo de los personajes y del entorno que los oprime.

La novela sigue un hilo conductor muy sencillo: los amores de un arquitecto madrileño formado en la escuela alemana de la Bauhaus, Ignacio Abel, que en octubre de 1936 llega a Estados Unidos contratado por una universidad. Este eje individual del argumento merece un minucioso desarrollo. Entre constantes saltos temporales dictados por la memoria asociativa se reconstruye la trayectoria de Ignacio: humildes orígenes, ascenso social, ideario socialista, matrimonio a la deriva y pasión por una chica americana. Esa historia privada se imbrica en el convulso entramado colectivo del momento. El autor convierte lo particular en el soporte literario de un impresionante fresco histórico coral muy amplio: abarca el testimonio regeneracionista de un país anquilosado, las pugnas ideológicas irreconciliables, los antagonismos de clase, el sectarismo, la ceguera cainita, los instintos primitivos... Todo ello cobra plena verdad al encarnarlo en elementos fictivos, una amplia materia humana atentamente observada, y reales, personajes y sucesos históricos ciertos.

Bastante espacio sería necesario para detallar los muchos aciertos de la novela y me contentaré con apuntar algunos. Contiene magníficos personajes a través de los cuales se enseña cervantinamente la naturaleza humana: el matrimonio de Ignacio y Adela, que evoca la dramática desigualdad del Mario y la Carmen de Delibes; la familia de Adela, crisol de la España arcaica; la pareja del profesor alemán Rossman y su hija, apátridas y símbolo de los destrozos causados por comunismo y nazismo, de un hondo patetismo; el americano Van Doren, extraño y barojiano; el fiel capataz de obras, socialista ejemplar; y otros más, complejos en su pensar, sentir y actuar. También se encuentran magníficos retratos históricos: el positivo de un vitalista Negrín, español abnegado y consciente; el cálido de Moreno Villa, español superado por unas circunstancias que contempla en su digno aislamiento; el negativo de Bergamín, español intransigente. En suma, una amplia galería de tipos de época sin esquematismos reductores que, teniendo todos hondura, alcanzan en bastantes gran densidad psicológica, magistral en el caso de Ignacio, ese ser irresoluto, lastrado por complejos de culpa, culpable también por omisión o por ceguera, encarnación viva del miedo y del antihéroe, que se mueve a instancias de un egoísmo mal engastado en su ideología y que anda entre una vorágine de sucesos, viendo y no entendiendo, pariente del memorable Pierre de Guerra y paz, tan sonámbulo en el Madrid asediado como el personaje de Tolstoi contemplando la batalla de Vorodino.

Magníficas son muchas descripciones. Con intensa plasticidad se plasma el horror, la sinrazón, la vesania. Perfiles inéditos se logran en algo bien difícil por haber sido mil veces contado, el Madrid asediado, que Muñoz Molina recorre con tintas alucinatorias de la mano de un Ignacio errante. Y con vivacidad llegan las discusiones políticas.

Igualmente afortunada es la disposición formal de la novela. Diseña el autor una sabia estructura, compleja aunque no sofisticada, al servicio de un ir y venir entre las distintas líneas de la narración. Funciona con la precisión de un mecanismo de relojería, pero sin que moleste el artificio. Con esmerado trabajo compositivo y gracias a una voz asordinada que no distrae se consigue que el lector se sienta llevado y traído con un discreto movimiento pendular de unos personajes y sucesos a otros. La diversidad de las situaciones se sostiene en una auténtica polifonía de registros verbales.

No se tome como cicatería o lugar común ponerle una pega a este excelente conjunto, su excesiva longitud. Es el precio del criterio más acumulativo que selectivo del autor y de un recrearse un poco en la suerte de sus capacidades. De ahí la rémora de páginas prolijas y de algunos pasajes pegadizos aunque en sí mismos excelentes.

Algo capital debe añadirse a lo dicho, la riqueza de matices con que Muñoz Molina trama todo, la psicología, la ideología o el mismo ambiente. Equilibrio y ponderación, rigor intelectual y moral, compromiso ético propio de un humanismo progresista y coraje para ir al fondo de la vida convierten La noche de los tiempos en una magnífica novela, una grandiosa novela, referente inexcusable entre las que se asoman con lucidez libre de maniqueísmos a entender la existencia humana, no sólo española, en el inhóspito mundo contemporáneo.

ALGO PERSONAL

¿Qué le debe esta novela a Sefarad, su novela anterior?

- Quizás la invocación de un mundo que es el de las grandes crisis políticas y sociales de los años 30, y también la noción de un escenario europeo común que abarca los destinos de los personajes y las circunstancias históricas que los arrastran.

¿Cómo se transformó un libro sobre el exilio en una historia de amor fou?

- Uno no sabe en qué se va a transformar una novela cuando se pone a escribirla. La novela misma es el relato de esa transformación. Yo quería contar cómo las personas son arrastradas por la pasión amorosa en medio del arrastre causado por las pasiones políticas, la pérdida de control que ocurre en ambos casos, y que puede tener consecuencias destructivas.

- ¿Qué tendría que cambiar para que volviese a ocupar un puesto como la dirección del Cervantes de Nueva York?

- A mí hacer un servicio público me parece una tarea muy honorable, y el Cervantes es una de las pocas grandes ideas culturales que ha tenido nuestro país en las últimas décadas. Quizás es una idea demasiado brillante para las limitaciones de la administración española, y para nuestra falta congénita de capacidad de difundir en el exterior lo mejor que tenemos. El idioma y la cultura son una mina de oro de la que nadie sabe cómo sacar beneficio, y en la que las administraciones compiten entre sí para que no dé frutos.