Las obras infames de Pancho Marambio
por Alfredo Bryce Echenyque
1 noviembre, 2007 01:00Gentuza -dijo Aníbal, pensando
en Pancho-, no sabe ni saludar.
JULIO RAMóN RIBEYRO
Y por fin aterrizó en Barcelona. Atrás quedaban, en Lima, Perú, su ciudad natal, dos largos años de dudas y de consultas, primero, y luego otro par de interminables años liquidando su estudio de abogado sumamente exitoso y tratando de convencerse de que la Ciudad Condal sería una elección más fácil de concretar que Roma, Bolonia o París, las otras ciudades en las que Bienvenido Salvador Buenaventura había pensado como lugar de residencia en Europa, su gran sueño. El Viejo Continente, mucho más que los Estados Unidos o la República Argentina, había sido el principal destino de los varios viajes que hizo con sus padres y hermanos, en sus años estudiantiles, y más adelante ya por cuenta propia.
Y ahora, muertos ya sus padres y también sus dos hermanos, varones ambos, Buenaventura había heredado un patrimonio nada desdeñable, al cual se añadía el suyo propio, fruto de veinticinco largos años de un muy exitoso ejercicio del Derecho. Sus clientes sí que lo iban a extrañar, y mucho, pero esto era algo que a él le importaba poco, o, más bien, absolutamente nada, para ser sinceros. Es cierto que por un puñado de ellos sentía verdadero afecto y estima, pero ninguno de ellos lo entretenía ya, ni sus problemas lograban interesarlo como antes. Y, en cuanto a la gran mayoría de sus clientes, no eran más que una panda de majaderos y de candelejones, para decir íntegra la verdad.
"Adiós a las armas", se dijo por fin un día Bienvenido Salvador Buenaventura, poco antes de ponerle punto final a una profesión que a menudo había ejercido como un hombre armado, aunque sin perdernunca los estribos ni dar jamás de voces y conservando siempre sus excelentes maneras y unos modales ya de vieja usanza que en él eran fruto de la más esmerada educación y de su pertenencia a una familia de muy distinguida aunque ya bastante fatigada estirpe peruana. La suya era en realidad una estirpe que se extinguía, ya que su padre y su madre eran hijos únicos y ni él ni sus hermanos se casaron nunca, por muy diversos motivos, aunque sin duda alguna el principal entre estos motivos fue evitar el devastador efecto que el alcohol causó en su familia a lo largo de generaciones, tanto entre los hombres como entre las mujeres. En realidad, Bienvenido Salvador Buenaventura, a quien ya podía calificarse de solterón empedernido, por más larga y apasionada que hubiera sido su relación con una hermosísima compatriota llamada Mariana Zañartu, era por entonces la gran excepción a la regla, el único miembro de la familia que, al menos hasta entonces, se había librado de la maldición familiar. Cabe incluir aquí también, pero sólo a título de recuento, el episodio amoroso, claro que sí, con la inenarrable y pastoril arqueóloga Palmira de la Vega, la del inefable y bucólico hermano Horacio, pero éste tuvo más de farsa y de treta, ya que estuvo destinado a convencer al ya casi moribundo y muy querido hermano Andrés Felipe de que entre su hermano menor Bienvenido y Mariana Zañartu hubiese existido algo más que una amistad de futuros cuñados y no el amor que él sospechaba en sus delirios finales de alcohólico ya destrozado.
Y así, a sus cincuenta y cuatro años de edad, "el último de los Buenaventura", como solían llamarlo sus amigos, desembarcó por fin en Barcelona, dispuesto a establecerse en esta ciudad y a no hacer absolutamente nada más que disfrutar de ella y, a partir de ella, de todo el Viejo Continente. Había tenido muy buenos clientes en Cataluña, importantes hombres de negocios con grandes inversiones en el Perú, pero la verdad es que jamás trabó amistad con ninguno de ellos, y más bien sí con un pequeño grupo de cuarentones, solteros todos y a cuál más simpático, excepción hecha, eso sí, del pícaro Pancho Marambio, por más divertido e inteligente que pudiera ser, o parecer, las más de las veces. Aquella patota de cuarentones, a la que Bienvenido conoció de pura casualidad en uno de sus viajes a Europa, aprovechó luego esta circunstancia para visitar el Perú, casi en plan mochilero, ya que ninguno de ellos disponía entonces de una muy solvente cuenta bancaria. A cada uno lo atendió con sincero afecto Bienvenido, aunque al que más cariño le tuvo desde un primer momento fue a Gérard, un francés cuya vida estaba indisolublemente asociada a Barcelona y a Cataluña toda.
O sea, que lo primero que hizo Bienvenido Salvador Buenaventura al aterrizar en Barcelona, en enero de 2003, fue llamar a Gérard. Almorzaron juntos ese mismo día y su amigo francés le dijo que se dejara de tonterías, que nada de andar gastando en un hotel mientras buscaba un lugar donde instalarse, para luego traer esos muebles y enseres que por el momento esperaban muy bien empacados en un depósito del Callao, el puerto de la ciudad de Lima. Gérard lo invitaba a compartir su casa hasta que estuviera instalado del todo y, en sus ratos libres, él mismo lo acompañaría en su búsqueda del departamento que deseaba comprar lo antes posible.
-Esto empieza con muy buen pie -le dijo Bienvenido a su amigo.
-No por nada te llamas Bienvenido Salvador Buenaventura -le comentó Gérard con su endemoniado acento, una mezcla de catalán, francés y español, que ni él mismo lograba desentrañar a veces, y que además se castellanizaba, afrancesaba o catalanizaba, según quién fuera su interlocutor.
Al escuchar aquel increíble cóctel de lenguas, que sólo Gérard era capaz de hablar y entender cabalmente, Bienvenido recordó la historia de cómo éste había conocido a André, su mejor amigo desde la infancia, durante unas vacaciones montañesas con sus respectivas familias en Camprodón, un pueblo de apenas dos mil habitantes situado en los Pirineos orientales, y lugar de veraneo o de temporada de esquí de muchos barceloneses. Los pobres niños -Gérard y André- se pasaron días enteros haciendo denodados esfuerzos por entenderse en catalán o en español, antes de descubrir que los dos eran franceses.
Buscar en la prensa local avisos de departamentos en venta fue la única ocupación de Bienvenido Salvador Buenaventura durante las primeras semanas que pasó en Barcelona. Buscaba sobre todo entre aquellos pisos en que no había una agencia inmobiliaria de por medio, y no sólo porque éstos solían ser casi siempre más caros, sino también porque le resultaba insoportable la verborrea de los empleados de esas empresas mientras mostraban una vivienda en venta. Era gente pesadísima, a la cual bastaba con escuchar un instante para sospechar que gran parte de lo que decían era puro blablablá destinado a confundir al comprador y a impedirle ver lo que realmente le interesaba ver. La verdad, su llegada a Barcelona había sido tan auspiciosa y la acogida de Gérard tan llena de afecto como la de toda aquella patota de cuarentones unidos por una amistad que muy a menudo se remontaba a la infancia. Eran casi todos ya unos solterones que huían del matrimonio como de la peste, y en ello había sin duda cierto rechazo no sólo a sentar cabeza y asumir responsabilidades, sino también cierta inmadurez combinada con un afán de continuar siendo eternamente una patota de adolescentes. Comparada con esa cálida acogida y con ese afecto, la paliza diaria que significaba visitar departamentos en compañía de los más cargantes agentes inmobiliarios no tardó en hartar a Bienvenido, que, luego de tomarse unos días de reposo, optó por seguir los consejos de Gérard y prescindir de los avisos en la prensa para consagrarse únicamente a aquellos que veía por calles y plazas de Barcelona, generalmente pegados a una pared o colgando de un balcón. Y, como al cabo de unas semanas Gérard ya se sabía de paporreta qué era exactamente lo que su amigo buscaba, una tarde se le apareció con un letrero impreso en letras rojas y azules que había arrancado de la corteza de un árbol en la plaza de Tetuán.
-Esto es lo que andas buscando -le dijo con su aterrador acento-. Tiene la ventaja de que se vende de particular a particular, y creo que está muy bien ubicado para una persona como tú, a quien tanto le gusta ir a pie de un lugar a otro. Además, está situado en la parte derecha del Ensanche, que siempre te gustó, y por ahí cerca encuentras de todo, desde cines y tiendas hasta excelentes restaurantes. Y nada lejos tienes, además, un excelente mercado, aunque ya sé que tú jamás has puesto un pie en un mercado, salvo como turista.
-Pues parece que sí me conviene -le comentó Bienvenido tras haber leído detenidamente el aviso. Y al menos podré visitarlo sin que un agente inmobiliario me vuelva loco.
-Hoy ya no podemos ir, porque se visita sólo por las mañanas, pero podemos llamar y concertar una cita. Mañana, sábado, yo te puedo acompañar. Y si estás de acuerdo, le damos la voz a Pancho Marambio para que venga con nosotros y nos dé su opinión. él se ocupa de estas cosas, como sabes.
-Y de mil cosas más, por lo que recuerdo -lo interrumpió Bienvenido.
Cómo olvidar, en efecto, a este miembro de la patota de Gérard, por el que Bienvenido sintió siempre un particular afecto, y con el que siempre mantuvo una relación sumamente cordial. Con los años, sin embargo, el rechoncho Pancho Marambio se había convertido en un tipo bastante ostentoso y vulgar, al que ya sólo le faltaba pintarse con esmalte negro las uñas de las manos y de los pies, según le habían contado algunos de los amigos comunes. Y, más que en un gran mentiroso o un tipo falso, resulta que el rechoncho Pancho Marambio se había convertido en una mentira que camina, en todo un caso de falsificación humana. Bienvenido lo recordaba como un tipo bastante gordinflón y sumamente simpático y alegre, pero ahora, de regreso a Barcelona, lo que había encontrado era más bien un tipo profundamente pagado de su personita y enamorado perdido de los automóviles ostentosos.
Además, el tal Pancho Marambio se había teñido el pelo de negro retinto para ocultar unas canas que él llamaba mis mechas ingratas, sin un ápice de pudor. En realidad, el inefable Pancho se lo había teñido absolutamente todo de negro retinto. Falsos eran, pues, el color de sus cabellos, el de su bigote, y hasta el de esos pelos hirsutos que exhibía a gritos en su pecho lechoncito, dejando sus negras y entalladísimas camisas abiertas casi hasta la pancita, imposible de disimular, por lo demás, y por mucho que el impresentable se cortara casi la respiración apretujándola al máximo con una fajita que uno fácilmente imaginaba teñida de negro, cómo no. Por supuesto que las camisas negras las llevaba siempre con los puños abiertos y remangaditos, de tal manera que tintinearan a la vista del mundo entero sus mil cadenitas de plata dudosa, llenecitas de esclavas, de dijes y de mil colgajitos más, de toda una verdadera sonajera, en fin. También los pelos del pelo en pecho se los había teñido el gran Marambio de negro, y a esto se añadían unas botas retintas y con alza, ya que el tipo hasta retaco no paraba, unas botas retintas y excesivamente brillantes, además, con unas puntas bien far west y hasta con unas espuelitas Midnight cowboy, como quien no quiere la cosa, pero que por ahí se divisaban y excesivamente brillantes, por supuesto, también. La verdad, nadie sabrá nunca qué habría querido parecer, el tipo, pero lo que en primer lugar saltaba a la vista era su inconfundible pinta de fracasado proxeneta de luto, y también, cómo no, uno tenía todo el derecho del mundo de preguntarse, por ejemplo, si el culo de Pancho Marambio era suyo o era prestado. Y encima de todo, tanto tinte negro, y más bien baratieri, realmente amenazaba con chorrearse íntegro y salpicar a medio mundo, por lo que la gente tenía que tomar las precauciones del caso y medir sus distancias, especialmente los calurosos días de intenso verano o los de lluvia torrencial, de los que gracias a Dios el tipo huía como de la peste, no fuera a ser que...
El "resultado Pancho Marambio" era, pues, atroz, una verdadera enciclopedia ilustrada de lo que no se debe ser, hacer, ni parecer, ya que, además, la auténtica tintorería que llevaba encima no parecía en absoluto ser producto de un salón de belleza, sino más bien de un puesto de lustrabotas. Pero, bueno, ésta no es más que la primera parte de Pancho Marambio. Y no la peor, como se verá.
La segunda parte es que absolutamente todo lo que hacía en esta vida Pancho Marambio también era falso, desde hacía ya un buen tiempo. Porque trabajaba de arquitecto, pero sin serlo ni lo más remotamente,
ya que con las justas había terminado la primaria, cosa requeteconocida por sus amigos y ex compañeros de escuela primaria, precisamente, aunque, eso sí, había tenido el increíble cuajo de publicar nada menos que dos libros de títulos francamente inefables, sobre todo tratándose de él: El castillo y su restauración, y El palacio y su restauración. Sí, señores, tal cual, y sin jamás haber restaurado castillo ni palacio alguno, por supuesto. Y, para colmo de colmos, resultó que andaba ya muy metido en la misteriosa escritura de un tercer tomazo, de esos llenecitos de ilustraciones a mil colores y en el papel más fino, titulado nada menos que Vocabulario de la construcción y la arquitectura, cuando el arquitecto Ignacio Paricio, autor de un excelente Vocabulario de arquitectura y construcción, lo pescó con las manos en la masa, y a punto estuvo el gran forajido de Pancho Marambio de acabar entre rejas. En lo que sí había incursionado de veras, el Rey del Tinte, aunque muy fugazmente, debido a su estrepitoso fracaso comercial, era en el diseño y fabricación de unos muebles que él llamaba futuristas, para los que nunca encontró lugar ni comprador alguno, ni siquiera entre los amigos de la patota de Gérard, que preferían sentarse en el suelo de su casa u oficina, o dormir en la mismísima alfombra o moqueta, antes que tener que posar nalgas y espalda sobre la incertidumbre absoluta que generaban, por ejemplo, los resbaladizos sillones y sillas del Tintado, que, de veras, no siempre atajaban a los usuarios en su resbalón de tobogán.
Y así, tal cual, o sea, con su mejor look de angelito negro, apareció Pancho Marambio, la mañana siguiente, en el departamento que Bienvenido Salvador Buenaventura empezaba a visitar en ese mismo momento, situado en la calle Provenza, bastante cerca de Rambla Cataluña y en la parte derecha del Ensanche, una amplia zona de la ciudad construida de acuerdo a un avanzado diseño urbanístico de finales del xix. Era un departamento de techos muy altos, realmente amplio y sumamente luminoso, con acceso al techo del edificio que, según le dijeron los propietarios, nadie visitaba nunca. Al subir a verlo, Bienvenido no tardó en pensar que a ese espacio se le podría sacar muy buen provecho, pero ahora en lo que realmente se tenía que concentrar era en el departamento mismo, hasta su último detalle. Estaba pensando que habría que hacer más de un cambio, como cerrar alguna puerta inútil y derribar un par de paredes interiores, pero la gran amplitud del vestíbulo y el hecho de que los vendedores fueranuna pareja con dos hijos pequeños, niño y niña, que dormían en habitaciones separadas, lo convenció de que el espacio era más que suficiente para él y para su muy valiosa biblioteca -había eliminado, eso sí, como quien pretende borrar de un plumazo toda una larga época de su vida, hasta el último de sus libros de Derecho, antes de abandonar Lima-, para su formidable discoteca y para la excelente filmoteca que empezó a formar en los tiempos en que el terrorismo de Sendero Luminoso hizo que los peruanos abandonaran prácticamente del todo las salas de cine.
Lo malo es que, mientras Bienvenido Salvador Buenaventura trataba de observar minuciosamente cada rincón del departamento, la cháchara atroz de Pancho Marambio le impedía cada vez más concentrarse a fondo en su firme propósito de verlo todo muy detenidamente y de no precipitarse en su elección. Pues sí, era lo que él temía: en menos de lo que canta un gallo, el Tintado había descubierto en la vendedora del departamento una alma gemela, aunque en este caso embetunada tan sólo por dentro, ya que por fuera se trataba de una mujer de pelo sinceramente rubio. Pero en todo lo demás, se parecían como dos gotas de agua sucia, ambos especímenes. Ana, se llamaba la panchificada propietaria, y también para ella fue cosa de un abrir y cerrar de ojos descubrir en cuerpo y alma a quien desde ese momento se convertiría en su cómplice absoluto, sin que Gérard y Bienvenido hubiesen imaginado aún que por ahí iban los tiros, aunque sí el pobre esposo de Ana, sin duda debido a una larga y triste experiencia conyugal. Se llamaba Sergi y fue mandado a callar las tres veces que opinó, en su cuádruple calidad de padre de familia, esposo, propietario y vendedor. Bienvenido se había aliado con él momentos antes, aunque muy mala alianza la suya, sobre todo si tenemos en cuenta que Pancho Marambio hacía rato que había penetrado también en cuerpo y alma a la tal Ana, en lo que era ya un verdadero alarde de compenetración. En cambio, el gran Gérard, noble y leal como siempre, se puso de parte de Bienvenido y del oprimido y silenciado Sergi. En fin, la peor alianza que imaginarse pueda.
Bienvenido Salvador Buenaventura era un gran observador, a pesar de todo, por lo que muy rápida mente llegó a la conclusión de que, por más que fingiera lo contrario, la pareja formada por la panchificada Ana y san Sergi tenía una gran urgencia en vender su departamento. Ella misma se delató cuando dijo que al principio lo habían dejado todo en manos de una agencia inmobiliaria, pero que en vista del precio tan alto que ésta pretendía cobrar y lo mucho que tardaba en conseguir quien lo pagara, habían optado por prescindir de esa empresa y venderlo directamente entre su marido y ella, para que el asunto no se eternizara, y por más que el celestial Sergi no desempeñara papel alguno en la transacción. Pensándolo bien, y comparándolo con otros departamentos que había visitado, el precio de éste no le parecía nada mal a Bienvenido, y, además, tanto él como Gérard hacía rato que se habían dado cuenta de que la despiadada y el aureolado andaban bastante mal de dinero. Antes de retirarse, Bienvenido y Gérard le echaron una última mirada al departamento y se despidieron diciendo que lo iban a pensar durante el fin de semana, y que el lunes o martes, por la mañana o por la tarde, harían una oferta. La del alma sucia se quedó demudada al escuchar lo del lunes o martes, por la mañana o por la tarde, y Bienvenido y Gérard se hicieron un guiño cómplice antes de salir en busca del ascensor.
Como era de esperarse, el Tintado Pancho Marambio les dijo que no los acompañaría. Según él, prefería quedarse un buen rato más, mirar más atentamente cada habitación y medirlas todas, una tras otra, sumando luego las áreas comunes para comprobar que la superficie del departamento era la misma que figuraba en el cartel arrancado de un árbol que Bienvenido conservaba en un bolsillo de su saco.
-éstos se van a compenetrar como locos -le dijo Bienvenido a Gérard mientras esperaban el ascensor.
-Qué duda cabe. Y el pobre Sergi...
-Créeme que, si no fuera por él, no llamaría hasta el miércoles o jueves. O incluso dejaría pasar una semana entera, antes de dar señales de vida.
-Ojo, Bienvenido, no vaya a ser que se te escape una excelente ocasión. Es cierto que tendrás que hacer varias reformas, pero el piso es cojonudo, y el precio también lo es. Yo no me arriesgaría a perderlo,
francamente. Barcelona es una ciudad súper de moda en este momento...
-Por lo que me cuentan, Barcelona es una ciudad súper de moda desde hace ya una buena década.
-Sí, pero la demanda de pisos en venta o en alquiler sigue aumentando.
-Pues bien, entonces no dejaré pasar ni un día. Llamaré el lunes mismo, por la mañana, y ya veremos qué pasa entonces.