Doménica
El último Torrente Ballester
31 enero, 1999 01:00Para el cómputo de Doménica, pasaron varios cientos de años, seis o siete, entre el dormir y el despertar. Pero para el nuestro, pasaron sólo unos minutos; todo lo más media hora. En lo cual se ve la enorme diferencia existente entre Doménica y nosotros, y el enorme esfuerzo que teníamos que hacer para entenderla. Yo creo que no la hemos entendido nunca, pero, ¡allá penitas! Contar, lo que se dice contar, se va haciendo; lo de explicar, es más arduo y no se hace nunca. Nosotros contamos sin explicación.
Hay que seguir a Doménica. Hay que verla desperazarse después de aquel sueño que ella creía de seiscientos o setecientos años, pero que nosotros sabemos que fue, todo lo más, de media hora. Lo primero que hizo Doménica fue mirar para atrás, por la mirilla de la carroza, y entonces vio que el caballo no les seguía, porque se había olvidado de él y él entonces había desaparecido.
-Yo dejé aquí un caballo -dijo ella, y el caballo reapareció, tan blanco, tan fuerte, y tan ligado a la carroza como ella lo había dejado, muchos años atrás según su cómputo; pero de esto estamos en el secreto. Entonces, cuando estuvo bien segura de que el caballo blanco trotaba detrás de la carroza, a la cual él mismo había atado sus correas, Doménica se dedicó a mirar hacia delante, por la ventanilla y por aquel agujero que el cochero dejaba entre el cuerpo y el brazo cargado con el látigo; pudo ver su futuro, un futuro que abarcaba varios kilómetros de carretera en la cual no había absolutamente nadie sino la carretera sola, siempre igual a sí misma, recta y vacía hasta perderse de vista, que se perdía bastante lejos.
Entonces fue cuando el asiento en que Doménica estaba de rodillas, empezó a moverse. Doménica pensó que aquello iba mal y aun estuvo a punto de decirle al cochero que parase, que ella quería apearse. Pero no se atrevió, porque el cochero, vestido todo él de blanco, parecía muy feliz guiando la carroza y Doménica nunca se había atrevido contra la felicidad ajena, aunque ella misma ignorase lo que era la felicidad.
Se sentó, y empezó a mirar hacia un lado y hacia otro, a ver qué pasaba: fue cuando salió la cabeza de la serpiente, una cabeza con lengua bífida, y ojos amarillos, echados para atrás: una cabeza horrible que a Doménica no se lo pareció porque era la primera vez que la veía y no había a mano nada horrible a qué compararla. De manera que la contempló tranquilamente y lo único que le dijo fue esto:
-Supongo, naturalmente, que detrás de esa cabeza o debajo de ella habrá otra, pues todo lo que entra aquí parece una cosa y es otra. A mí me da igual que sea una cosa u otra, siempre y cuando me den a entender que son una sola. Con una sola, yo sé habérmelas, pero no con dos o más, que una no sabe nunca con quién está hablando.
-Por lo pronto -dijo la serpiente-, yo suelo presentarme bajo dos formas: la serpiente de cascabel, que es la que ves ahora, peligrosa sobre todo por su veneno, y la boa constrictor, que reservo para algunas ocasiones y tiene la propiedad de que no hay quien resista mis abrazos.
-Lo del abrazo no me da miedo -dijo Doménica-, porque no pienso abrazarte y porque me hallé en el choque de dos planetas, que desarrollaron más fuerza que tú, por muy boa constrictor que puedas ser, y aquí me tienes, tan campante. Pero, eso del veneno ya te lo estás quitando, porque al veneno soy sensible y no tengo ganas de que me esté doliendo todo el rato una picadura tuya. De manera que ya lo sabes: a quitarse inmediatamente el veneno y a tirarlo a la carretera, que ya habrá quien lo recoja y lo use para sí: yo sé de más de una que lo haría de buena gana, y digo haría y no hará porque no pienso ponerlas en situación de recogerlo y de hacer suyo lo que no era.
La serpiente se echó hacia afuera por una de las ventanillas de la carroza, con ánimo de quitarse el veneno y de colgarlo en la parte externa de la manecilla de abrir, por si le hacía falta. Pero lo pensó mejor. Volvió hacia dentro y le dijo a Doménica:
-Mira, si me quito el veneno dejo de ser serpiente de cascabel, y como lo de boa constrictor, dada la fuerza de tu esqueleto, no me sirve para nada, quedo en serpiente monda y lironda, que es como no quedar. Así, pues, lo mejor que podemos hacer es un trato: yo conservo mi veneno, es decir, mi personalidad de serpiente de cascabel, y me comprometo a no pincharte, o lo que es lo mismo, a no comunicarte el veneno que me sobra y me rebosa y me confiere esa personalidad. Que, por cierto, no es la que tenía: yo era un hombre bastante guapo y bastante fachendoso (Doménica imaginó entonces algo muy próximo que decretó: "esto es una nariz" y decretó después que era lo más hermoso y más apetecible del mundo. El cuerpo al que la nariz estaba pegada no despertó, de momento, sus cuidados, y lo dejó para más adelante), pero aquella bruja Ana, porque no quise casarme con ella, me convirtió en serpiente e hizo de mí lo que ves. Por eso te dije antes que debajo de mí había otro; me equivoqué, no es debajo de mí, sino dentro de mí: lo que no sé es cómo recobraré mi figura primitiva: eso sólo lo sabe la bruja Ana. La bruja Ana se ha escapado hacia adelante, y no sé dónde estará ahora.
-Y o sí lo sé: se ha casado con un rey y a lo mejor estamos en sus estados. En todo caso vamos a verla, a ver qué dice.
Doménica sacó la cabeza por la ventanilla y dijo al cochero que volviera sobre sus pasos, lo que éste hizo, dando una elegante vuelta y yendo por la carretera hacia lo ya conocido. Pronto entraron en los terrenos de aquel rey que se había casado con la bruja Ana, que era la reina; lo advirtieron en que, de pronto, se vieron rodeados de soldados que les pedían los papeles, sólo que se diferenciaban de los anteriores en que llevaban distinto uniforme. Doménica les preguntó dónde estaba el palacio de la reina, y uno se lo dijo, pero los otros insistían en pedirle los papeles. Entonces, la serpiente sacó su cabecita al lado de Doménica, los soldados escaparon todos muertos de miedo porque no estaban acostumbrados a ver aquel horror y nadie les había hablado de que existiera, y Doménica pudo guiar la carroza hasta el palacio de la reina, que era un camino cuesta arriba, y a la mitad los caballos se pararon y dijeron que no iban más adelante; como que tuvo que bajar la serpiente e ir precediéndolos: de miedo que les daba, los caballos la siguieron, y así pudieron llegar al palacio de la reina, que estaba a la puerta, tomando el sol en su versión de quinceañera. Doménica saltó de la carroza, se acercó a ella y le dijo:
-¿Me reconoces ?
-Sí. Tú eres la que pudo haber sido reina y tomar el sol como yo lo estoy tomando.
-Yo estoy tomando el sol, como tú, sin necesidad de ser reina ni ninguna de esas garambainas. Lo que te traigo ahí dentro de la carroza es un trabajito que sólo tú puedes hacer. Como que se trata de una brujería tuya que ahora, seguramente, hay que desbaratar.
Entonces, la serpiente saltó de la carroza, sin necesidad de abrir la puerta y se vino a poner a los pies de Ana, que, vestida y coronada de reina, estaba muy guapa.
-Yo soy el tío aquel -dijo la serpiente- con quien tú querías casarte hace algún tiempo, no sé si años, o minutos. Da igual lo que sea. El caso es que yo soy el tío aquel a quien tú embrujaste cuando eras una vieja fea y arrugada, ahora no lo eres, sino joven y guapa. Te cuento estas cosas para recordártelas.
-Me acuerdo perfectamente.
-Ahora vengo aquí para que me desencantes, porque quiero recobrar mi figura humana y casarme con Doménica, que me gusta tanto como tú, y está soltera. Además, yo soy un rey tan rey como el que más. Lo que pasa es que lo disimulo y ando por el mundo como un hombre corriente.
A na se quito la corona y el manto reales.
-Eso sí que no -dijo furiosa-. El rey que a mí me tocó, es un viejo verde, y si tengo ocasión de cambiarlo, pues mejor que mejor.
-De eso, ya hablaremos -dijo Doménica-. Porque tú eres guapa, no hay duda, pero yo soy más guapa que tú, y tengo derecho a un marido joven, sea o no sea rey, que eso me da lo mismo. Si no es rey, con hacerlo yo, tengo bastante.
Ana había arrojado a sus pies el manto y la corona con los que había cubierto a la serpiente; pero, cuando lo retiró, apareció un hombre macizo y tal; tenía precisamente la nariz que Doménica había imaginado, pegada a un cuerpo que podía pasar, pero que ella imaginó perfecto y al momento lo fue, e inmediatamente se acercó a ella. Pero ésta le miró bien antes de recibirlo, y sólo después de bien inspeccionado, sobre todo en la parte de la cara donde figura la nariz, le abrió los brazos y le recibió en ellos diciendo que sí, que se casarían, por mucho que se opusiese Ana, aquella bruja. Y al decir la palabra "bruja", Ana recobró el aspecto de vieja que tanto la distinguía, con lo cual, el que había estado dentro de la serpiente se refugió en los brazos de Doménica, incluso la abrazó, cosa que, de momento, a ella le pareció bien, aunque dejase para más adelante el estudiarlo, sobre todo la parte de la cara en que se situaba lo que ella tanto apetecía, como que había descubierto la felicidad, que consistía precisamente en morderle aquella prominencia, pero con gran suavidad, lo que se dice apenas rozarla con los dientes. Resulta que del examen salió aprobado aquel abrazo, y ella se decidió a devolvérselo, con lo cual Ana pudo contemplarlos abrazados el uno al otro mientras ella estaba solitaria y con aquel aspecto de vieja bruja que tanto le desfavorecía.
-Debo advertir a mi querida amiga Doménica que es condición ineludible la permanencia de ese caballero, que se llama Fernando, dentro de la piel de la serpiente para que yo mantenga mi buena figura de chica joven. La prueba está en que cuando Fernando salió de la serpiente, yo me convertí en esta vieja que aquí veis, y que desde luego, es más vieja y más fea que el rey que le ha tocado en suerte.
-Eso lo puedo arreglar yo -dijo Doménica-, baste con que te piense un poco más joven par que lo seas, porque yo tengo la buena propiedad de que las cosas que pienso se realicen inmediatamente. Ya has podido darte cuenta. Así es que yo te pienso como una dama de buen ver, de la misma generación que tu marido, pero algo más joven, y yo me quedo con ese que tú has llamado Fernando, que me da igual que se llame así o de otra manera, porque, en lo sucesivo, se llamará como yo quiera, y será lo que yo quiera, el rey como dice que es u otra cosa.
-De acuerdo -dijo la llamada Ana, un poco a regañadientes, mientras abandonaba aquella repugnante figura de vieja bruja, puntiaguda de nariz y de barbilla, y se convertía en esa otra, algo más joven que el monarca, en cuyo cuerpo y en cuya cara se veía que Doménica había andado bastante generosa. Doménica cogió de la mano al que hasta entonces se llamaba Fernando, y mientras, le decía la oído algo que no se llegó a entender del todo:
-En lo sucesivo te llamarás...
Lo metió en la carroza y juntos se fueron hacia ese lugar donde los príncipes son felices con las mujeres elegidas de su corazón y de su nariz.
No hay ni que decir que allá quedó tirada como ropa inservible la piel de la serpiente, y que la parte correspondiente de la carroza se había hinchado por sí sola y presentaba la apariencia y los hechos de un efecto confortable. Verdadero milagro. Pero de esto ya hablaremos.