Miles de años comiendo hongos psicodélicos: de los rituales chamánicos a las microdosis de Silicon Valley
Naief Yehya hace un recorrido por la historia del consumo humano de las setas alucinógenas en su nuevo ensayo, 'El planeta de los hongos'.
4 julio, 2024 02:01En las colinas próximas a la que una vez fuera Tenochtitlán y ahora los conquistadores han hecho la capital del Virreinato de la Nueva España, un chamán huye dando amplias zancadas que parecen casi saltos. Su crimen son sus rituales. El Santo Oficio de la Inquisición no le perdona que, en lugar de pan, carne de Cristo, se haya atrevido a posar en la boca de sus acólitos unos hongos negros que prometen un viaje que no necesita de fe. A la Iglesia Católica no le gusta que Dios esté en una seta.
En una aldea de la península de Kamchatka cae la nieve, como siempre. Un hombre, indiferente al frío, se asoma tras un olmo al acecho de que algún invitado al ritual al que solo tienen acceso los ricos salga a orinar. La difícil de conseguir amanita muscaria que han ingerido los asistentes mantiene su efecto en el líquido excretado. En las llanuras de Siberia nada se desaprovecha, tampoco el orín alucinógeno.
Eleusis es un demo ático a apenas 20 kilómetros de Atenas. Cerca del santuario en honor a Deméter, una mujer comienza a moler los ingredientes del kykeon, un brebaje que se consume durante los Misterios Eleusinos, el rito en honor a la diosa del santuario. Menta, agua y centeno se mezclan en el mortero, pero un anómalo color negro cubre algunos granos. El cornezuelo, un hongo con características similares al LSD que infecta a las gramíneas, es la puerta de acceso al éxtasis del ritual.
El reino de los hongos, entre los que destacan los géneros amanita y psilocybe, contaron con un papel protagonista durante los rituales de multitud de pueblos de la Antigüedad por sus propiedades alucinógenas. Valorados como vía a través de la cual se accedían a nuevas realidades, eran un instrumento habitual para alcanzar un éxtasis con el que lograr revelaciones que, se asumía, podrían proceder de alguna entidad divina.
Sin embargo, con la difusión del cristianismo, primero en Europa y más tarde en el resto del mundo, este consumo se redujo a la marginalidad. La Iglesia, que necesitaba de la fe para creer en la conversión del pan y el vino en el cuerpo de Cristo, consideraba una herejía la insultantemente fácil comunión mística que se lograba con los hongos.
La libertad alucinógena quedó mermada, pero no muerta. Aún latía en los recovecos de las aldeas perdidas, como parte de esa tradición casi tribal que escapa de la cerrazón autoritaria e imperial.
Esta persecución y represión de aquellas tradiciones atávicas no fue el fin de aquellos viajes de descubrimiento. Durante el crepúsculo del siglo XIX, la expansión de horizontes neuronales mediante alucinógenos recibió un nuevo impulso a través de la lente innovadora de la química moderna, que ofreció una nueva perspectiva de aquellas fracturas de la realidad.
El narrador, ingeniero, crítico cultural y pornografógrafo Naief Yehya explora en su nuevo libro, El planeta de los hongos: una historia cultural de los hongos psicodélicos, los vínculos que el ser humano ha establecido con este reino a lo largo de los siglos.
Desde las tribus paleolíticas que recogían las especies de psilocybe de las heces de los renos hasta los emprendedores que, atrincherados en los cubículos de sus oficinas, consumen microdosis de alucinógenos con el deseo de ampliar su capacidad creadora, el mexicano recorre la historia antropológica que han protagonizado los hongos. Al mismo tiempo, ahondando también en su efecto farmacológico, ofrece una panorámica de la relación del cerebro humano con la realidad.
A partir de los años 60, nuevos chamanes enfundados en sus pantalones Levi's volvieron a sondear los horizontes de la alucinación. Desde su cuna californiana, los norteamericanos retomaron la tarea que la iglesia medieval había intentado enterrar junto a los cadáveres de los chamanes que cazaron.
Aunque en décadas anteriores ya existieron antecesores en el análisis de sustancias psicotrópicas, como el descubrimiento de la mescalina, la sustancia activa del peyote, en 1886 por el alemán Arthur Hefter, es Albert Hoffman quien es considerado como padre de la psicodelia moderna. Es conocido por ser el primero en aislar la psilocibina a partir de hongos del genero psilocybe, pero, sin embargo, fue otro compuesto lo que le convirtió en un icono de la contracultura.
Años antes de aislar la psilocibina, en 1938, comenzó a producir derivados del ácido lisérgico del ergot para tratar de obtener estimulantes circulatorios y respiratorios. La dietilamina de ácido lisérgico, o LSD-25, el vigésimoquinto compuesto que obtuvo en estas pruebas, no ofreció resultados prometedores.
Sin embargo, en 1943 tuvo la corazonada de que esta molécula albergaba algo especial, así que decidió volverla a sintetizar para hacer nuevas pruebas. En el tramo final, la absorbió por accidente a través de la piel. Sintiendo mareos y una especie de, como diría más tarde, "teatro mágico de cuentos de hadas", decidió irse a casa.
Convencido de que estos efectos eran debido al LSD-25, el 19 de abril decidió consumir él mismo el compuesto. Sintiendo de nuevo una distorsión de la realidad, decidió volver de nuevo a casa. No obstante, tuvo que utilizar su bicicleta debido a las restricciones por la guerra. Desde entonces, algunos fanáticos de la psicodelia celebran durante esa fecha aquel primer "viaje" como "el día de la bicicleta".
A partir de entonces, debido a que no se tenían claras las aplicaciones terapéuticas que podían resultar del consumo del compuesto y en un esfuerzo por encontrar una forma de emplearlo, Sandoz comenzó a distribuir dosis gratuitas. A lo largo de los años siguientes, nacieron varias corrientes de investigación dentro de la psiquiatría que apostaban por el uso del LSD como tratamiento para diferentes problemas mentales.
No obstante fue el movimiento hippie y, de forma más general, la contracultura de los años 60 los que ensalzaron el producto hasta la categoría de símbolo generacional. Con la promesa de una evasión de una realidad restrictiva y una revelación, toda una generación se lanzó al consumo de esta sustancia, liderados por figuras como el carismático e histriónico Timothy Leary.
Sin embargo, este renacer del consumo de alucinógenos fue solamente en parte una apuesta por la liberación de las fronteras mentales. Bajo la gruesa capa de maquillaje hip, las longevas arrugas de las tradiciones tribales quedaron borradas y disueltas en el equívoco progreso occidental. En lugar de una mirada respetuosa a la sabiduría del pasado, lo que se produjo fue una incorporación selectiva de estos ritos a la nueva historia, identidad y cultura estadounidense.
De la "ciberdelia" al corporativismo psicodélico
A estos años les siguieron una regulación legal del consumo y distribución de los alucinógenos a partir de los 70. Pese a ello, desde los 90 ha habido un resurgir en la ingesta de estos compuestos, esta vez desde un prisma económico neoliberal.
La hoy famosa cuna de la innovación digital Silicon Valley fue el lugar donde se gestó esta nueva forma de comprender los compuestos alucinógenos. Los pioneros de la informática y la world wide web vieron en las sustancias psicodélicas una ruta mediante la cual desaprender ideas rígidamente establecidas en la mente que impedían desarrollar perspectivas originales. Con el consumo de microdosis de LSD y productos similares lograban entender de manera espacial conceptos, a priori, ilógicos.
Con esto, nació una nueva tendencia a la hora de consumir alucinógenos, la microdosificación. Desde algunas empresas se invita y se estimula el consumo por parte de los trabajadores de dosis reducidas de LSD y otros sintéticos con el objetivo de aumentar la productividad, las ideas innovadoras y la capacidad de resolución de problemas.
De esta manera, aquel viaje al subconsciente se desprende de todos sus ropajes de sabiduría ancestral por el mero rendimiento económico. Estos nuevos exploradores de la alucinación caleidoscópica ya no desean reconocer en su interior una verdad ignota.
Al significado comunitario y espiritual que aquellas personas de Eleusis, Tenochichtlán y Kamchatka otorgaban a los alucinógenos, lo sustituye el corporativismo de una multinacional. Las percepciones alteradas de la realidad solo tienen importancia en tanto que consigan lubricar la imaginación en una forma de diversión controlada en aras de la productividad, porque, como sentencia Yehya, "queremos la droga pero no el ritual que le daba sentido".