Para calibrar ya de entrada la gravedad del asunto, esta revelación a El Cultural de Lucía Carballal (Madrid, 1984) resulta muy esclarecedora. “Me cuesta mucho escribir textos para más de cuatro intérpretes o que exijan determinados elementos escenográficos o técnicos. Hay una especie de principio de austeridad que muchos hemos interiorizado”. La autora de La resistencia y Las bárbaras, una de las voces más interesantes de la dramaturgia española actual, se siente una privilegiada porque sus éxitos, que han puesto de acuerdo a crítica y público, le han permitido gozar de un respaldo sólido tanto del sector público como privado. Pero…
Su alusión a esa alarma interna que, en el momento en que la ‘pluma’ levanta el vuelo y pierde de vista la realidad raquítica de la industria escénica española, salta como una tacañona que llama al orden al creador hace sospechar que el teatro que vemos podría ser muy diferente de haber más recursos. Parece una censura económica asimilada. Recuerda, la verdad, a la censura de la corrección política de turno, que, una vez institucionalizada, también se activa en el fuero interno de muchos autores sin necesidad de que nadie desde fuera venga a darles ‘el toque’. Si Buero debía practicar el posibilismo inteligente para mantenerse en la cartelera durante el franquismo sin renunciar a su dignidad crítica, Carballal y sus colegas hoy han de tener muy claro dónde está la frontera que separa el impulso artístico del presupuesto. Escribir, en definitiva, con el freno de mano echado. Posibilismo financiero.
Alberto Conejero, otro ‘privilegiado’ que ha puesto su peculio en juego en montajes como Paloma negra, reafirma las palabras de Carballal: “Si escribes un texto con ocho personajes y que pueda llegar a durar cuatro o cinco horas, asumes que te estás situando prácticamente fuera de casi cualquier posibilidad de llegar a un escenario, a menos que tengas el sostén de un festival o el apoyo radical de un teatro público, pero hay que escribirlas…”. Es una coyuntura que conduce a lo que él llama ‘dramaturgia de furgoneta’: “Dos o tres actores y que todo pueda viajar en un mismo vehículo”. O dando otra vuelta de tuerca, ‘de motocicleta’: ¡ahí está la floración de monólogos!
"Me cuesta mucho escribir obras con más de cuatro personajes. Es una austeridad asumida". Lucía Carballal
Ernesto Caballero, que –es un decir– se las sabe todas en este oficio (ha militado en el estrato más lumpen del sector, el teatro Uf, ha dirigido el mastodóntico CDN y ahora está al frente de la productora privada Lantia), adopta una postura pragmática en este particular: “Trabajo como un arquitecto que tiene en cuenta las dimensiones del terreno. Con el tiempo he aprendido que todo proceso de creación escénica incluye el difícil arte de la producción. Es ficticia la escisión entre artistas y productores. La tonteriíta esa del cómico que ve en el ‘empresario’ a su enemigo de clase… Por favor”. Pablo Remón, por su parte, no siente diezmado su universo estético por mor de la tiránica carestía: “Tiendo a hacer las obras con el mínimo número de actores, no por una cuestión presupuestaria sino porque pienso que, para el teatro que yo hago, ayuda”. Eso que tiene ganado.
Mi reino por más tiempo
Pero el artífice (en su doble condición de dramaturgo y regista) de una gloriosa racha en la que ha ensartado nada menos que El tratamiento, Mariachis y Doña Rosita, anotada sí lamenta una dificultad distinta, aunque también marcada por el dinero. O mejor dicho: por su ausencia. “La escritura lleva tiempo, mucho más del que parece. Y, con lo que se paga por un texto, es difícil dedicarle el que requiere. Yo ahora voy a hacer una obra con la que, afortunadamente, he podido estar muchos meses de dedicación casi exclusiva. Esto es muy inusual (también para mí; es la primera vez que me pasa) y es un privilegio”. Se refiere a la comedia Los farsantes, que estrena, bajo el auspicio del CDN de Alfredo Sanzol y Buxman Producciones, el próximo 29 de abril en el Valle-Inclán, con un formidable elenco formado por Javier Cámara, Francesco Carril, Bárbara Lennie y Nuria Mencía.
“Ese tiempo necesario para que la obra madure antes de ser expuesta es el que permite lograr la excelencia”, subraya Carballal. “Pero el pensamiento dominante es el contrario: ¿por qué dedicar más tiempo y por tanto más dinero a algo que puede hacerse más rápido e invirtiendo menos?”. La consecuencia a su juicio es la explotación y el desarme crítico de los autores: “Menos apoyo económico significa más necesidad de complacer al gran público para que sea este quien financie la obra comprándola. Y esa servidumbre es contraria a la innovación y a la posibilidad de disidencia. Innovar significa arriesgarte a no gustar, y eso se ha convertido en un lujo que no todos los creadores pueden permitirse”. Pésimo asunto.
"Con el tiempo he aprendido que todo proceso de creación requiere el arte de la producción". Ernesto Caballero
“Nuestra profesión –tercia Caballero, que estos días tiene en cartel La mujer buena de Karina Garantivá en el Quique San Francisco– padece un grave problema de autoestima y de cortoplacismo. Además, los artistas están a la intemperie laboral al carecer de sindicatos que defiendan sus intereses. Son trabajadores temporales forzados a pedir, quejarse, competir, recordar permanentemente su trayectoria… Es hasta cierto punto comprensible que alienten cierto victimismo que, efectivamente, es un lastre para la creación”. Una de las causas principales de su desamparo es la intermitencia inevitable en las relaciones que mantienen con sus empleadores, circunstancia difícil de encajar satisfactoriamente en los contratos de trabajo al uso, lo que genera un limbo de desprotección en materia de seguridad social, fiscal y laboral.
Copiemos a Francia y ya
Los redactores del Estatuto del Artista andan ultimando un molde contractual específico que ha suscitado esperanzas ya descartadas. “Yo perdí la fe cuando con veintipocos años acudí a darme de alta en autónomos y me señalaron el epígrafe 861 de la Sección 2: pintores, escultores, ceramistas, grabadores...”, recuerda con contrariada ironía Remón. Miquel Iceta anunciaba recientemente que está muy avanzado. Carballal espera que propicie el otorgamiento de derechos básicos: una jubilación digna o recibir apoyo en épocas sin trabajo… Remón, por si este reportaje llega a la mesa del ministro de Cultura, le da una idea para llevar finalmente a buen puerto el cacareado Estatuto. “Me da la sensación de que (como una vez propuso Berlanga, creo, hablando de la Ley del Cine) bastaría con coger el francés, llamar a un traductor, y copiarlo”.
La brecha público-privada
Ernesto Caballero asegura que la tradicional brecha presupuestaria entre lo público y lo privado se ha estrechado en los últimos años. Sobre todo, por achicamiento de los recursos en el primer ámbito. Su carta de presentación como director del CDN fue Doña Perfecta con catorce personajes. Tuvo que quitar dos. “La dinámica jibarizadora se ha mantenido. La precarierdad también está afectando al teatro público”, dice. No obstante, Jesús Cimarro, director de la productora Pentación sigue denunciando la diferencia de trato. “En la Comunidad de Madrid los Teatros del Canal tienen un presupuesto de unos diez millones de euros, mientras que la ayudas al sector escénico privado no llegan a los 2,5. Me parece muy bien que se apoye desde la Administración al sector público, solo faltaría, pero el contraste debería estar más equilibrado”.
Cimarro aguarda esperanzado la llegada de los fondos de la UE. “Es una oportunidad única para situarnos en el siglo XXI”. Están encaminados a la digitalización, algo que puede mejorar la factura de los montajes (luces, proyecciones…). También a la sostenibilidad y reforma estructural de los espacios. Chema Viteri, director en su día del Teatro Arriaga y hoy al frente del Calderón de Valladolid, va a aprovechar para poner bombillas LED en la bombonera pucelana.
“Esto me recuerda a lo que hizo el MOPU en los 80, que financió las obras de muchos teatros. Fue un avance fundamental. Pero me pregunto si ayuda a los artistas. Me temo que no mucho”. Él ve cómo los jóvenes con inquietudes teatrales migran en masa a Madrid. “Allí acaban poniendo cañas, pagando un dineral por una minúscula habitación y sin desarrollar su vocación”. Una tragedia generacional que le da pie a abrir otro melón: “El Estado no puede escudarse en que las competencias de cultura están transferidas a las Comunidades Autónomas. También tiene que ayudar a que estos chicos tengan oportunidades en su tierra”.