Dependiendo de lo cinéfilo que sea usted, el nombre de nuestro músico le sonará mucho o nada. Pero, si es tan amable de acercarse, le contaré una verdad al oído (porque los encomios lo azoran con facilidad): Alberto Iglesias es uno de los mejores compositores de este país.
Y no digo ya meramente cinematográficos, que en esto poca duda hay de que se encuentra entre los tres o cuatro principales del orbe, sino pura y llanamente mejores. Parece claro que Almodóvar, Medem y Bollaín no serían tan Almodóvar, Medem y Bollaín sin la maestría de Iglesias, pero lo que no resulta tan evidente (ni admisible, según qué cenáculos) es que su exquisita obra para el Séptimo Arte (casi setenta partituras entre largos, cortos y documentales) se baste y se sobre para franquearle ese puesto de altura entre la flor y la nata de la “música seria” nacional.
Y digo esto porque la música iglesiana para la pantalla se antoja tan ‘seria’, exigente y contemporánea como cualquier obra de concierto supuestamente elevada (o acaso más, porque en la suya no encontramos el característico postureo de la música cenacular).
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Obviamente, Iglesias ni empieza ni termina en la pantalla. Sus cuatro piezas originales para Nacho Duato y la Compañía Nacional de Danza o su heteróclita producción de cámara dimensionan su talento y rubrican su compromiso con la música absoluta y la razón poética.
Pero a diferencia de otros compositores audiovisuales que, necesitando demostrar su valía artística por culpa del clásico prejuicio adquirido (“la música audiovisual es música de segunda”) pergeñaron páginas de ‘música culta’ verdaderamente infumable –es el caso de Morricone–, Iglesias ha compuesto siempre una música igualmente honesta y esforzada tanto para la pantalla como para la escena, sin hacer distingos de clase y acentuando siempre la expresividad emocional por encima de los peajes académicos.
En el ámbito estético de la música española actual, Iglesias ha logrado algo valioso: un punto de encuentro entre la música digamos dogmática y una sensibilidad ecuménica partiendo del presupuesto neoclásico que consiste en volver a la forma clara y lisa. Lo ha hecho desde la convicción de que el teatro de la vida contiene y sobrepasa a los otros y menudos teatros del arte y de que la música es una efusión del espíritu y no de la cabeza.
Este punto medio de Iglesias, esta sensatez artística, ha eludido a muchos compositores. No a Britten, por cierto; tampoco a Takemitsu o a Leonard Bernstein, quienes fueron como él autores de músicas inquisitivas pero, sobre todo, plenamente humanas. Ellos, como Iglesias, demostraron que la delicadeza y la complejidad no están a malas, sino al contrario: usadas eficazmente, se congenian para florear el pentagrama.
El nuevo y flamante (doble) disco del donostiarra, Phantom Songs/Asalto al castillo, es perfecto corolario de lo anterior. Se trata de su primer álbum de música no cinematográfica desde la edición discográfica del ballet Cautiva (Música Sin-Fin, 1992) y en él encontramos sendas piezas mayores.
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Iglesias ha acuñado el concepto de la razón oscura para explicar el funcionamiento de lo irracional en su ‘música privada’. Gran lector y poeta por derecho propio, Iglesias se deleita en el lirismo existencial de Beckett, Ashbery, Pound, Char o Wallace Stevens para liberarse de la otra, la razón apolínea, y esparcirse por el pentagrama en vuelo libre favoreciendo el diálogo y el cruce en una suerte de políptico donde todo es posible.
Todo, quizás, menos el silencio, su querido silencio, al que procura acercarse siempre que puede desde la intimidad de una música animada y transparente, ligera y profunda al tiempo, concebida como juego y como estrategia.