Día grande en la Academia de Cine. Una extraña electricidad se transmitía entre los cuerpos de los académicos y los afortunados periodistas acreditados en la abarrotada sala de cine situada en el número 3 de la madrileña calle de Zurbano. La expectación se desbordaba ante la inminente entrada en escena de Martin Scorsese, uno de los grandes maestros del cine norteamericano, que a sus 81 años sigue en la brecha: a casi nadie le ha temblado el pulso a la hora de calificar su última película, Los asesinos de la luna (2023), con la preciada etiqueta de “obra maestra”, y ya es la enésima en su abultado currículum.
En el patio de butacas esperaban expectantes importantes personalidades de nuestro cine: el anterior presidente de la Academia Mariano Barroso, los cineastas Pablo Berger, Paula Ortiz, Borja Cobeaga, Gustavo Salmerón y Fernando Colomo, las actrices Elena Anaya, Irene Escolar y Lucía Jiménez… Nadie se quería perder el encuentro con Martin Scorsese (Nueva York, 1942), ni siquiera la reina Letizia, que entraba en la sala en el último momento.
“Tenemos a la reina Letizia y al rey de la comedia y uno inevitablemente se pone nervioso”, arrancaba a decir el actual presidente de la Academia Fernando Méndez-Leite, refiriéndose a la película de Scorsese titulada El rey de la comedia (1982). Tras una breve (y quizá innecesaria) presentación, Méndez-Leite se animaba a entonar de manera algo precaria el inolvidable score que Bernard Herrmann compuso para Taxi Driver (1976), así estaban de excitados los ánimos.
Enseguida, entró el maestro acompañado por el cineasta Rodrigo Cortés, moderador del encuentro, y todos los asistentes le dedicaron una sentida y sincera ovación, agradecidos de estar en la misma sala que el hombre que les ha hecho viajar a incontables mundos cinematográficos. Tras 40 minutos de charla, en la que Scorsese se desenvolvió con el mismo vértigo y entusiasmo que transmiten sus películas, se repitió la ovación.
Es envidiable y digna de admirar la elocuencia y la energía del autor de El lobo de Wall Street a sus 81 años, aunque a veces su discurso sea interrumpido por largas digresiones. En cualquier caso, no hubo tiempo para tocar muchos temas, y Cortés, al que Scorsese le está produciendo su nuevo filme, Escape, no quiso salir de cuestiones técnicas de su obra, recorriendo aspectos como el uso del montaje o de la música.
Preguntado por el número de películas que había rodado, el director no supo confirmar si eran 27: “Sigo intentando mirar hacia adelante, sin perder de vista el pasado”. También se disculpó por no hablar en español: “Es bastante peor que mi inglés, y también que mi italiano”.
“Cada película es un universo, es un lugar aislado en el que vives durante un largo periodo de tiempo, lo que afecta también a tu vida privada”, comentaba Scorsese, al que Cortés le había cuestionado sobre los cambios que han experimentado su cine en los últimos años, adentrándose en un terreno más “silencioso y sabio”. “Durante mi carrera he explorado lo máximo que he podido la técnica. Es algo que tiene que ver con los movimientos de cámara, con ciertas maneras de editar, con ciertas estructuras de la narrativa… Hay películas en las que puedo jugar con la forma, como si fuera una pieza musical, y me resulta divertido. No quiero que la narrativa habitual restrinja lo que puedo hacer. Si lo piensas, la música es la forma más pura del arte”.
Son buenos tiempos para Scorsese, que en febrero recibirá el Oso de Oro honorífico de la Berlinale y que opta al Óscar a la mejor película y al mejor director por su reciente wéstern sobre los asesinatos cometidos por la población blanca para expoliar los pozos petrolíferos hallados en el territorio de los indios Osage (Oklahoma) a principios del siglo XX, que acumula 10 nominaciones. Sin embargo, aún hay secretos ocultos para él en esta industria.
“No sé elaborar un argumento”, asegura. “En Infiltrados, por ejemplo, lo más complicado fue el argumento. Todavía no tengo del todo claro qué es lo que pasa en la película. Hay personajes que pensaba que estaban trabajando con los gangsters, pero que quizá eran policías. Todavía no lo sé y puede que tampoco el guionista [risas]. Pero ¿por qué el público debe saberlo todo? Creo que podemos encontrar otras maneras de contar una historia”.
“Creo que a estas alturas me he despojado de la técnica”, retomaba Scorsese. “Es algo que tengo ya instalado en mi interior, por eso me interesa la filosofía de la película, de la escena o del plano, que es algo que acaba siendo importante para estructurar la narrativa. Por ejemplo, El irlandés parece una película episódica, pero realmente no lo es, porque todo conduce al momento trascendental en el que el protagonista se da cuenta de lo que tiene que hacer, de lo que se espera de él y de cómo va a tener que lidiar con ello más tarde. Al final, él está intentando encontrar la redención en sí mismo, pero no puede dormir con la puerta cerrada. Y esa es la última imagen”.
“Con CGI [imágenes generadas por ordenador], puedes ver cualquier cosa”, explica el director. “Ves las noticias o anuncios publicitarios y los planos son impresionantes. La cámara vuela por todos lados. ¿Qué podemos hacer nosotros entonces? Si la imagen ya no significa nada, entonces tenemos que reinventar la imagen. Así que vamos a arrancarlo todo, y vamos a ver qué pasa y a no imitar. Yo, por ejemplo, no puedo hacer lo que hacen los directores taiwaneses o rumanos, pero son una inspiración, me ayudan a pensar y a sentir de otra manera. Así encontré una vía hacia el silencio, especialmente en El irlandés".
Scorsese también es fundador y presidente de The Film Foundation, una organización sin ánimo de lucro dedicada a la preservación y protección de la historia cinematográfica. En 2018 recibió el Premio Princesa de Asturias de las Artes. Como explicaba Manu Yañez en este artículo, Scorsese “ha diseccionado el ADN de su nación mediante la expresión y el estudio de la violencia. Así tomó forma la furia atomizada de Toro salvaje (1980) o El lobo de Wall Street (2013), la neurosis esquizoide de El rey de la comedia (1982) o Shutter Island (2010), el preciosismo sublime y asfixiante de La edad de la inocencia (1993), o la épica sin grandeza de Gangs of New York (2002) y Los asesinos de la luna (2023)”.
El montaje tiene buena parte de culpa de su característico estilo. “Cuando tenía 20 años estaba fascinado por la edición que practicaban los cineastas soviéticos. También por la tomas largas de Max Ophüls o Jean Renoir. Pero sobre todo me interesaba la superposición de imágenes, que era algo que se veía mucho en el cine underground y avant garde de Nueva York, con cineastas como Stan Brakhage. Quizá por esta influencia, estuve años obsesionado con transiciones en las que se disuelven las imágenes, pero Otto Preminger las odiaba. Él prefería un corte directo, y tardé un tiempo en darme cuenta de la fuerza del corte directo. Con ellos hay una contención y un retroceso, y borra toda la información que no es necesaria".
A pesar de su amor por el cine clásico, Scorsese no tiene miedo a la evolución, como demuestra su opinión sobre los títulos de crédito. “Creo que es algo que se va a perder”, explica. “Me gustaban los del Hollywood clásico, con preciosa caligrafía sobre bellos escenarios. Pero eso se ha acabado. Y ¿realmente son necesarios? Ahora encima hay productores, asistente del productor, productores asociados, otros productores, productores, productores… ¿Cuándo empieza la película?".
“La ira tiene mucho que ver con las películas que ha hecho mi generación, con su creatividad”, asegura Scorsese. “Esto no quiere decir que seas desagradable con la gente, es una ira acerca de la historia del filme, del mundo, de la existencia, mezclada con el amor por las mismas cosas. Es una batalla constante. Esa ira es la que me llevó a abrir Infiltrados con las revueltas de Boston, y a partir de ahí todo se vuelve aún más loco".
También defiende la importancia del montaje para dar forma a las actuaciones de sus intérpretes. "En Taxi Driver o Malas Calles podía combinar distintas tomas de Robert De Niro de una misma escena para combinarlas en una única actuación", asegura. "Podia hacerlo porque él confiaba en mí. Otras grandes estrellas de aquella época eran conocidas por arrebartale la película al director para hacer su propio montaje. Pero él nunca hizo eso. Siempre ha confiado en mí para darle forma a su actuación. Y yo confiaba también en su instinto durante el rodaje".