Los eventos de las últimas 24 horas demuestran que, para bien y para mal, el festival francés aguanta las sacudidas como un verde tallo de bambú. Ayer por la mañana, El País publicaba una carta abierta en la que Víctor Erice explicaba que la razón de su ausencia en la Croisette se debía al largo ghosting al que Thierry Frémaux y su equipo sometieron Cerrar los ojos, una vez se hubo establecido el estreno mundial en mayo.
Erice ha aprovechado para denunciar como falsas las declaraciones de Frémaux, quien dijo no haber incluido la película en la Sección Oficial competitiva porque el montaje final se entregó demasiado tarde.
A todo esto, al final de la jornada, el certamen emitía un comunicado oficial expresando su sorpresa ante la actitud de Erice: “El festival de Cannes es el primer sorprendido de las consideraciones hechas en torno a la selección de la película”, agregando que “desde el principio, el diálogo fue permanente entre Thierry Frémaux (...) con el productor español y el distribuidor francés, y el propio Thierry Frémaux tuvo contacto con Víctor Erice”.
El caso es grave: si el certamen francés hubiera, en efecto, asegurado un estreno mundial sin dar espacio para dialogar con Erice sobre la programación de la película, ello ilustraría un panorama de exhibición festivalera marcado por criterios de exclusivismo y de titular. Que el festival más importante del mundo siga estas lógicas, tóxicas a todo efecto, es como mínimo preocupante.
Marco Bellocchio se enfada, y mucho
Marco Bellocchio sabe que se enfada, y con razones. Desde El traidor o la miniserie Exterior noche, que la energía de su cine es arrebatada, no da espacio alguno a réplica. Al fin y al cabo, es de los pocos creadores trabajando directamente sobre la incontestable realidad criminal contemporánea en Italia.
Para Rapito (“secuestrado”) Bellocchio viaja al Vaticano de 1585, cuando el Papa dirimía con mano de hierro sobre todos los asuntos de Estado y justo empezaba a ser cuestionado por un pueblo al borde del agotamiento.
La película, escrita a cuatro manos con Susanna Nicchiarelli (experta en deconstruir gajes de la historia, como demostró en Miss Marx) sobre el caso real de un niño judío, Edgardo en la ficción (Enea Sala, Leonardo Maltese de mayor), que fue secuestrado y cristianizado por el papa Pío IX (Paolo Pierobon), gracias a un vacío burocrático.
[Aki Kaurismäki en Cannes, un sol entre tanta estrella]
La cinta seguirá primero los intentos desesperados de la familia por recuperar al niño, para luego contemplar cómo Edgardo se deshace de sus lazos y empieza una tortuosa relación con el Pontífice. A Bellocchio, el rapto de la identidad cultural de la criatura le enfada profundamente. Por ello, añade a sus habituales piruetas dramatúrgicas (a base de desplazamientos y reencuadres espectaculares), toda la fuerza musical que la música operática puede darle. Sencillo, pero arrebatador en el más literal de los sentidos.
La passion de Dodin Bouffant redescubre la erótica del estofado
A la hora y media de película, mi compañera y yo nos miramos con extrañación... Hemos asistido a la preparación, presentación y estudio de un tremendo abanico de platos franceses y aún no ha habido ningún punto de conflicto dramático en particular. ¿Por qué seguimos en la sala? Mejor dicho, ¿por qué no hemos salido a alguno de los muchos restaurantes de le Suquet?
Atractivos de la erótica foodie, nos interesa más la evolución sentimental mínima entre Eugénie (Juliette Binoche), ducha responsable de cocina en el castillo del marqués de Dodin (Benoît Magimel), quien a su vez ha podido dedicar tanto tiempo y dinero para perfeccionar su pasión por la cocina que es llamado “el Napoleón de la gastronomía francesa”.
El vietnamita Anh Hung Tran, director tras El olor de la papaya verde (nominada al Óscar y Mejor Ópera Prima en Cannes de 1993), convoca a todos los sentidos para celebrar una gastronomía que echa raíces en el cuidado extremo de procesos cotidianos. También la fotografía vivaz de Jonathan Ricquebourg, de cámara ágil y deslizante, colorea cada mancha de sol y guarda el aspecto táctil de los ingredientes, vuelve deliciosas todas sus imágenes (el anterior trabajo de Ricquebourg fue la babosa y metálica Earwig).
No habrá un solo momento sin gusto en la película, incluso cuando pasemos de un otoño dulce al invierno, y la cinta decida ser por fin la fábula trágica que anuncia tanta felicidad.
Nanni Moretti, simpático boomer comunista
Es un regular en Oficial desde que consiguió la Palma de Oro en 2001 por La habitación del hijo. Eso sí, Moretti ladra mucho (con ese vozarrón de padre que tiene) pero muerde ya muy poco. A sabiendas de ello y en un ademán por comentar su propia incapacidad, Moretti vuelve al formato que lo hizo popular: el diario de autoficción de su Querido diario.
[Martin Scorsese: “Si no asumo riesgos a esta edad, ¿qué hago: quedarme sentado en el sofá?”]
Nanni sabe que nunca volverá a subirse a una motocicleta para hablar desde las calles sobre la vida pequeña, por lo que en El sol del futuro cambia Vespa por patinete eléctrico y reconoce su propia desconexión con la realidad. Se sabe boomer quien reclama seguir religiosamente su costumbre de ver la Lola de Jacques Demy, con manta y helado de jengibre.
También Ennio, el personaje central de la película que prepara: un alter ego interpretado por Silvio Orlando, cabeza de familia alegre y comunista durante las revoluciones soviéticas de medianos de los años 50. Sufrimos porque Ennio termine siendo el pequeño déspota simpático en que el Moretti en la autoficción se ha convertido.
Dirigir una película sobre nuestros fracasos personales y políticos (y hacerlo en familia) es una excelente forma de purgarlos. Sin embargo, la película de Moretti es tan cómoda y blanda que convencerá sólo a quien busque un rincón donde descansar de los sinsabores que siguen ocurriendo, allí afuera. Refugio utópico donde todo el mundo sabe reírse de sí mismo, El sol del futuro se admite como breve panfleto político, un lugar soleado desde el que pensarnos.