El traidor, de Marco Bellocchio
El castillo de naipes de la Cosa Nostra empezó a desmoronarse en los años ochenta. Dos factores fueron cruciales: la introducción del negocio mundial de la heroína y el “informador” Tomasso Buscetta, que reveló los nombres y las estructuras del poder de la mafia italiana al juez Giovanni Falconni. Se instaló en Brasil para huir de la segunda guerra de la mafia instigada por Totò Riina, en la que morirían muchos de los aliados de Buscetta, y supuso el ascenso de los Corleonesi, que condujo a la exterminación de su familia, incluidos sus dos hijos, un hermano, un yerno, un cuñado y cuatro sobrinos. También fue determinante toda la información que aportó sobre los tratos del presidente Giulio Andreotti con el hampa. Bajo el programa de protección de testigos, vivió sus últimos días en Estados Unidos. La historia de Buscetta, el traidor, nunca se había contado en el cine, aparte de una producción televisiva protagonizada por Chaz Palminteri (Falcone) y F. Murray Abraham (Buscetta).
El maestro Marco Bellocchio, como ha venido haciendo a lo largo de su amplia filmografía (en Marcha triunfal, en Buenos días, noche, en Vincere, etc.), vuelve con El traidor a poner en escena con extraordinaria eficacia y visión panorámica un capítulo esencial de la reciente historia política y social de Italia. Y lo hace desde el punto de vista antiheroico del primer arrepentido de la mafia, que dejó de comulgar con los métodos “sin honor” de la Cosa Nostra, que ya no reparaba en eliminar a niños y familias enteras como formas de vendetta. Es la historia de un superviviente que vio cómo todo su mundo se desplomaba a su alrededor. Bellocchio muestra en pantalla la contabilidad de víctimas mortales que provocan sus confesiones para que no olvidemos el montante de cadáveres que dejó en el camino. El relato se muestra especialmente interesado en hacernos ver todo la inversión, sacrificios humanos y despliegue de medios que estuvo dispuesto a asumir el Estado para desmantelar la Cosa Nostra. El traidor es la historia de un hombre con coraje, pero, Bellocchio lo deja claro, no es la historia de un héroe, sino de un asesino.
Hemos visto grandes películas en esta edición de Cannes y El traidor es desde luego una de ellas. Se trata, si queremos, de un thriller procedimental, pero también de un drama histórico y la semblanza de un personaje que desafió el sistema, es decir, una nueva variación en torno al mito de David y Goliat que tantas otras veces ha interesado a Bellocchio, el marxista de su generación que aún sigue adoptando una mirada ética desde la izquierda ideológica. La energía que recorre la película la salva del academicismo, y aún teniendo una estructura y puesta en escena más o menos “clásica”, el conjunto se destaca y distingue respecto a la dramaturgia convencional del género. El “maxijuicio” en el que fueron sentenciados cientos de miembros de la mafia es representado con un estatuto de realismo sin precedentes, una extrema minuciosidad que, como el resto de la propuesta, tiene un carácter notarial, sin forzar el dramatismo, como si fuera un informe forense. Una película más que notable.
Mektoub my love. Intermezzo, de Abdellatif Kechiche
Hace dos años, el ganador de la Palma de Oro por La vida de Adèle presentó en Venecia el cuento de verano Mektoub. My Love, donde narraba la primera parte de una trilogía en torno a los despertares y las pulsiones sexuales de un grupo de familiares y amigos de origen tunecino en la costa francesa. Abdellatif Kechiche convertía al joven fotógrafo Amin en una suerte de alter–ego enfrentado en su regreso al hogar familiar para pasar el verano en un mundo del que se siente distante, que apenas comprende. Terminaba esta primera parte con una larga secuencia en una discoteca, que funcionaba a modo de catarsis, donde el magistral juego de miradas y empleo del tiempo (real) hacía estallar todas las tensiones acumuladas durante un filme en el que prácticamente todas las secuencias participan de un único objeto: la construcción del deseo físico. La sorpresa del desenlace de aquella primera parte es que Amin, de una belleza y carácter introvertido que le convierte en el objeto de deseo de todas las miradas femeninas y de admiración de las masculinas, terminaba acompañando bajo el crepúsculo a la única de las chicas que buscaba en las relaciones algo que trasciende el sexo, acaso el amor. Extraordinario filme que pasó muy desapercibido (ni siquiera llegó a estrenarse en salas españolas), la promesa de una segunda parte era una de las apuestas de sección oficial en las que este cronista mayores expectativas tenía depositadas.
Arranca Mektoub. Intermezzo allí donde se abandonó la primera, sin apenas solución de continuidad, con una secuencia en la playa que introduce a un nuevo personaje en el grupo, la holandesa Marie. De ahí, el filme se encierra tres horas en la misma discoteca donde transcurría el final de la primera entrega. Las chicas danzan sensualmente como gogós en la barra americana, hablan de sus relaciones entre copa y copa, todos sudan y se besan y se entregan a la libido nocturna. Nunca una noche de fiesta se ha filmado con tal extrema atención al ritual del deseo, de las miradas y los gestos, otorgando un orden, una lógica, al aparente caso dionisíaco. La dimensión narrativa de la primera parte prácticamente desaparece y Kechiche dedica este Intermezzo a suspender el tiempo, forzar los límites de la representación y radicalizar su método de captura realista, y de paso inventa un nuevo tipo de plano para la gramática audiovisual, en el que los traseros femeninos ocupan el protagonismo. La complacencia es absoluta y radical, sin tener que pedir permiso, para construir una suerte de trance en la liturgia nocturna.
El autor de Cus–cús ha acabado montando una obra que lleva al límite su juego con la dilatación temporal, la captura de la sensualidad, el trabajo con el ritmo y el movimiento de los cuerpos. De algún modo lleva a la extenuación la filmación de “tranches de vie” en la estela de Maurice Pialat, para convertir el filme en una propuesta más conceptual que narrativa, determinada a llevar las teorías bazinianas del realismo cinematográfico un paso más allá de lo conquistado hasta ahora, casi como si James Benning se propusiera filmar sus planos de observación en el interior de una discoteca. La audacia y ausencia de complejos de Kechiche consigue resultados casi milagrosos que convirtieron el estreno mundial de la película en Cannes en un acontecimiento de carácter épico. En determinado momento, dos personajes se meten en el baño de la discoteca y practican un cunnilingus de quince minutos. La coreografía de los cuerpos en movimiento, el lenguaje que establecen los personajes entre sí a través del físico, es redundante hasta el punto en que ya no importa lo que nos cuenta, sino la experiencia que genera en el espectador–observador. Somos voyeurs, claro, sintiendo que los códigos del cine narrativo se han neutralizado por completo. Esta película es una hazaña, un monumento, un trabajo esencial, que con toda seguridad será ignorado por el jurado. Tampoco se estrenará. Los que estuvimos en la proyección solo podemos sentimos muy afortunados.