Solo Cannes programa, en su segunda semana, dos o tres grandes estrenos al día de iconos de la Historia del cine. Ni Venecia, que pone la leña en el horno en su primer fin de semana, es capaz de llegar a dichas cotas.
Hay una idea brillante en el nuevo martillazo de Jessica Hausner a la rigidez de las instituciones “progres”: un grupo de adolescentes cenan con sus familias, por primera vez, después de largo tiempo sin probar bocado alguno. A golpe de montaje, observaremos que los atuendos de cada una de las familias, impecables, corresponden a los colores y texturas de los alimentos en su plato: los padres de Elsa irán de salchicha con puré de patatas, los de Ragna vestirán rayas rojas y blancas como el sushi y el estofado de la madre de Fred inspirará su delantal a topos marrones.
No tengo la impresión de que a Hausner le interese especialmente que descubramos este guiño. Es más, dentro de la dinámica general de una escena muy cargada de tensión, un patrón de vestuario debería ocupar un lugar meramente anecdótico en nuestra cabeza. No obstante, creo que esta decisión encapsula con una sencillez desarmante el núcleo duro ideológico de Club Zero, un film que –muy en la línea anterior del cine de Hausner (Little Joe)– sintetiza todo su aparato ideológico a cuestiones visuales y narrativas accesibles (que no faltas de gancho).
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Aquí el alumnado de un instituto privado de uniforme verde vómito se rebelará contra sus padres, guardianes agradables de una normatividad laxa y complaciente (perfectamente encarnada en la sonriente “Dolores Umbridge” a quien da vida Sidse Babett Knudsen), un bienestar que, sin embargo, les provoca ansiedad.
Así es que cuando se inaugura la optativa de Alimentación Consciente, con Mia Wasikowska por profesora, cinco alumnos van a ponerse al servicio de sus ideas “revolucionarias”. La señorita Novak (Wasikowska) defiende que pueden tomar control de sus vidas, minimizando su consumo de alimentos al máximo… Y, naturalmente, la cosa acaba mal. Hausner elabora una durísima farsa sobre los malos líderes y las fake news, aunque apenas se haga referencia de forma explícita a ellas.
También tratará de convencernos de la sencillez absoluta de su apuesta por el estilo deadpan (inexpresivo) en un universo donde todo es chillón. Sin embargo, la película reclama discreta nuestra atención: ¿cómo no acercarnos a valorar el detalle puesto en cada vestido-comida? Así, de cerca, Hausner puede empezar el espectáculo verdadero. Traigan tuppers.
El maestro finlandés Aki Kaurismäki fue Gran Premio del Jurado en Cannes por El hombre sin pasado y se le considera máximo continuador de la Modernidad de Rainer Werner Fassbinder o de Jim Jarmusch, quien dio permiso para usar un fragmento de Los muertos no mueren al cineasta y anoche lo aplaudía encantado, en la platea del Teatro Lumière. Kaurismäki, el tío-abuelo simpático del cine europeo desde que Agnès Varda nos dejara, ha presentado en Competición la cuarta entrega de la saga del proletariado: Fallen Leaves, una comedia romántica sin tapujo ni remordimiento alguno. ¡Y qué bien ha sentado!
Fallen Leaves junta a Ansa (Alma Poysti), repositora en un supermercado, con Holappa (Jussi Vatanen), un jornalero adicto al alcohol. ¿Obstáculos? Ambos son extremadamente tímidos y tienen problemas económicos: ella por sucesivos despidos, él por el alcoholismo, porque pierde el papel con el número de ella y porque lo atropella un tren.
Ansa y Holappa tendrán una historia de amor ascendente y sencilla, reverso diurno de la tortura emocional de Juha (1999), un Kaurismäki como aquí, también muy musical. Escrita a grandes trazos y sin complicaciones, poniendo énfasis en cuidarla bien en lo que a diálogos y montaje refiere, esta perla de hora y veinte minutos nos dará más alegrías que prácticamente todo el resto de gigantes en Competición.
Es sencillo sentirse en casa viendo la de Kaurismäki. Al fin y al cabo, el cineasta la ha urdido como un tapiz cinéfilo hecho a su medida, un happy place repleto de alusiones a los grandes del cine y con carteleras rebosantes de las favoritas del finlandés, desde Diario de un cura de campaña a El desprecio. El cineasta juega en casa, rodando en exactamente el mismo analógico vibrante y con la paleta de azules-amarillos que ha hecho icónico a su director de fotografía, Timo Salminen (el mismo desde que empezara a trabajar en los 60).
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Kaurismäki ha hecho nido y es tan bueno como siempre: ¿de qué quejarnos? Resulta curioso, en todo caso, ver cómo el finlandés ha ido actualizando sus películas con una buena dosis de reivindicación política y social. Como en El Havre, donde daba protagonismo a un niño migrante sin papeles, en Fallen Leaves lanza un claro mensaje antibélico e ilustra el discreto poder de la sororidad proletaria. Parece más de lo mismo, y por suerte lo es.