Nadie podía imaginarse, en su día, lo que iba a dar de sí la mítica La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968) sobre cuya escena inicial se calca, en evidente homenaje, la introducción, antes de los títulos de crédito, de The Dead Don't Die. Tras infinitas variaciones y derivaciones del género zombie, el director de Dead Man (1995) ha sido el penúltimo en apuntarse. Y decimos penúltimo, porque Zombi Child, de Bertrand Bonello, que se verá en la Quincena de Realizadores, es una de las películas más esperadas en La Croisette.
Jim Jarmusch (Akron, Ohio,1953), por su parte, fiel a su muy identificable estilo, se aproxima al género en clave de comedia lacónica, de otra manera muy distinta al de la hooliganesca Zombies Party (Edgar Wright, 2004) o a la gamberrilla Bienvenidos a Zombieland (Ruben Fleischer, 2009), en la que el aquí presente Bill Murray se interpretaba a sí mismo y acababa zombie perdido. A pesar de tratarse de un género bruto -con decapitaciones, tan efectivas siempre (¿por qué nos hacen tanta gracia?), provocando las más sonoras carcajadas en la platea-, Jarmusch ha sabido imprimirle cierta finura y elegancia, incluso ternura, además de múltiples guiños autorreferenciales, risueños metachistes y un running gag, a costa del tema del cantante country Sturgill Simpson que da título al filme, que nos lleva de la mano a lo largo de algo más de 100 minutos deliciosamente sangrientos.
Jarmusch, un viejo lobo de Cannes que se dio a conocer mundialmente cuando Strangers than Paradise ganó la Cámara de Oro (a la Mejor Ópera Prima) en 1984, ha convocado, para su octava opción a Palma de Oro, a su troupe habitual prácticamente al completo: Ahí están, además de Murray, Chloe Sevigny (Flores rotas), Adam Driver (Patterson), Tilda Swinton (Sólo los amantes sobreviven), Iggy Pop (Gimme Danger), Tom Waits (Bajo el peso de la ley), o incluso su mujer, Sara Driver, que hace de zombie amante del buen café, además de nuevas incorporaciones como la cantante y reina de Instagram Selena Gomez, o Caleb Landry Jones, que es el dueño de una gasolinera que también dispensa memorabilia friqui.
Aunque parece claro que Jarmusch no ha pretendido darle al filme la aparente profundidad de los vampiros rockeros y filosóficos de Sólo los amantes sobreviven (2013), puede que la cinta sea algo más que un mero divertimento de lujo. Como toda buena película de zombies, viene con una evidente carga política. Steve Buscemi es, por ejemplo, un granjero amablemente racista que lleva inscrito Keep America White Again en la frente de su gorra, y tiene un perro llamado Rumsfeld. Menos obvio resulta que los muertos de Centerville, un pueblo de 738 almas, regresen a la vida para recuperar sus antiguos vicios, como el Chardonnay barato, el Xannax o incluso la wi-fi.
¡Qué memorable esa escena en la que un grupo de zombis andan buscando conectarse con sus Iphone brillando en la noche en un errático baile de linternas! Por mucho que lo intenten, no captarán la señal. Se trata de un Apocalipsis (zombie) en toda regla. El fracking practicado en los polos ha acabado por descentrar el eje rotatorio del planeta, a pesar de que el gobierno, qué cosas, lo niega todo. Es la última noche en la Tierra, y hasta los teléfonos, que hace tiempo que son más inteligentes que nosotros (como si hubiésemos delegado parte de nuestro cerebro), han muerto. Como repite una y otra vez el personaje de Driver, uno de los tres policías del pueblo, esto sólo puede acabar mal. Muy mal.
La acogida de la crítica ha sido más bien indiferente, sin aplausos. No se sabe si la falta de entusiasmo viene de que Jarmusch se negara a elevar el cine de zombies, y jugara respetando sus reglas, sin tratar de subvertirlas demasiado, o si se trata de aquella condescendencia que surge aquí cada vez que un autor de reconocido prestigio tontea con el género. Pero a nosotros nos vino a la cabeza una acertada reflexión de Fernando Savater según la cual los clichés de género, sus sustos de manual y gags inevitables, son para el aficionado como las rimas a la poesía clásica. Tienen que estar ahí para la cosa funcione. Y a la atmósfera melancólica de The Dead Don't Die, aunque sea de risa, no le falta poesía.
Es cierto que no se trata de la mejor película del director de Bajo el peso de la ley, que hay, por ejemplo, una trama de tres niños en un reformatorio que no va a ninguna parte, y que se denota cierto desinterés por llevar la película hasta sus últimas consecuencias, como por puro cansancio. Pero su absoluta falta de pretensiones, el estilazo innegable del director nacido en Ohio y la sonrisa permanente que, por momentos, muta en risas alborotadas, han sabido a gloria después de una gala, por suerte breve, en la que la organización ha vuelto a confiar como maestro de ceremonias en el cómico Edouard Baer, más bien maestro del antihumor involuntario, o intraducible.
Por suerte también, tras la presentación del Jurado y el anodino discurso de Iñárritu, presidente del mismo, ha salido Javier Bardem -con fondo musical de Gipsy Kings (sic)-, y una maravillosa Charlotte Gainsbourg (a la que veremos en Lux Æterna, de Gaspar Noé), para anunciar que esto es sólo el principio, que queda todo un festival por delante, donde las 21 películas que compiten por la Palma de Oro no son más que una pequeña parte de un evento gigantesco con muchas secciones interesantes. Al final de la semana que viene, con los infernales horarios que nos han impuesto y el creciente maltrato a la prensa, a buen seguro que The Dead Don't Die se nos antojará como la metáfora perfecta de nosotros los críticos y periodistas. Muertos vivientes, pero todavía felices de vivir en el planeta cine.