Es un mundo de fantasía. Neil Jordan, el irlandés que irrumpió en los años ochenta del siglo pasado reinventando el noir con títulos de culto como Danny Boy (1982), Mona Lisa (1986) o Juego de lágrimas (1992), antes de comenzar el rodaje de Marlowe hizo ver a todo el equipo de su película Blade Runner (1982), de Ridley Scott.
Esa era la atmósfera, la estética y el ambiente que quería para su personal versión del mítico detective privado creado por Raymond Chandler en las páginas de los pulps. No una reconstrucción arqueológica del Los Angeles de la época. No una aproximación cinéfila al film noir, sino un fresco ensoñador del espacio, mitológico tanto como arquitectónico, mental tanto o más que físico, del universo del cine negro y la literatura criminal de los años treinta y cuarenta, con sus arquetipos tan inmortales como a menudo también inmorales o, al menos, ambiguos y amorales.
Partiendo de la novela La rubia de ojos negros, publicada en 2014 por el escritor irlandés John Banville con su seudónimo habitual para el crimen literario de Benjamin Black, suerte de secuela de El largo adiós de Chandler, Jordan ha dado nueva vida a la imagen onírica que los lectores y espectadores amantes del género tenemos grabada en nuestro imaginario, individual y colectivo.
Un paisaje de luces y sombras que se debate entre el glamur y la sordidez. De clubes de campo y mansiones millonarias que esconden tugurios clandestinos, alcohol, drogas y sexo perverso. De estrellas estrelladas, mujeres poderosas y malvadas, traficantes de sueños y otras sustancias ilegales. Moviéndose con cierto amaneramiento artificial y artificioso por un Los Angeles y un Hollywood erigidos en la costa catalana por un director irlandés, adaptando la novela de otro irlandés, basada en un personaje netamente americano, creado por un inglés.
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La fantasía definitiva del vetusto amante europeo de la novela negra estadounidense, habitada, para colmo, por un fastuoso elenco entre la madurez y la tercera edad: Liam Neeson, como un más que maduro Marlowe, en la estela del Mitchum que interpretara el personaje en los setenta, y Diane Kruger como la nada juvenil femme fatale Clare Cavendish, a la que hace sombra una, digámoslo sin rubor, anciana Jessica Lange como su devoradora madre, Dorothy Quincannon, trasunto de Gloria Swanson que irradia un aura de erotismo gerontofílico altamente perturbador.
Al veterano villano Danny Huston y el siempre agradecido Alan Cumming, versión dandi de Capone, pone agradable contrapunto un atractivo François Arnaud como Nico Peterson, único actor con menos de cuarenta años en el reparto principal. Sin duda, Marlowe da una nueva dimensión al concepto crepuscular típico del neonoir.
Sin estridencias, Jordan recrea con elegancia, color y atmósfera rica en matices y sonidos nostálgicos la cualidad mágica del género. Los ires y venires del detective honesto y golpeado, literal y metafóricamente, por la vida. Los sospechosos múltiples, las retorcidas intrigas a las que es mejor no aplicar la navaja de Ockham. Los diálogos ingeniosos, los escenarios decadentes, un ritmo plácido, irónico y elegíaco de jazz lounge, con breves estallidos de violencia simple, directa y creíble, en las antípodas de la acción sin límites ni limitaciones del thriller actual, alejado también todo de los pretenciosos alardes autorales de Tarantino.
Quizá por ello, Marlowe no lo tiene fácil. Da la impresión de que el Hollywood de las plataformas digitales y los blockbusters no es país para viejos. Al menos, no para viejos detectives con sombrero borsalino y zapatos de cocodrilo, rodeados de mujeres poderosas, sí, pero quizá no exactamente del tipo “ángeles de luz” y madres ejemplares. ¿Podrá sobrevivir el duro sabueso de antaño, cínico y resabiado, a menudo misógino y alcohólico, al nuevo milenio?
Detectives privados de razón
Marlowe nos recuerda el breve pero intenso cine retro de los años setenta, que resucitó con fotografía preciosista, flou, escenarios de época, mucho saxo y bastante sexo, el film noir con sus personajes clásicos, bajo la sombra alargada del Chinatown (1974) de Polanski. Quizá tampoco sea casual que el filme de Jordan haya llegado casi al mismo tiempo que Babylon (2022).
Una respuesta nostálgica al hecho de que tanto en literatura como más aún en las pantallas, el arquetipo del detective más o menos duro, más o menos romántico, más o menos amoral pero con principios, había sido prácticamente desterrado por el policía. El realismo asociado al género negro había abandonado hacía tiempo a los sabuesos de la pulp fiction —que a su vez habían jubilado antes a puñetazos y tiro limpio a los elegantes detectives de salón herederos de Sherlock Holmes—, para entrar de lleno en el melting pot de las comisarías abarrotadas de sospechosos, patrulleros, inspectores, detectives de homicidios, polis corruptos, prostitutas, forenses, fiscales y abogados.
El detective solitario, con o sin licencia, quedaba abocado a la extinción o, peor aún, a ocuparse de sus propios y verdaderos asuntos: sórdidos adulterios y delitos menores, la triste realidad de su profesión. La única solución era y sigue siendo, sobre todo en la pantalla, esa nostalgia retro que permite, como en el caso del wéstern, recuperar su mítica en pleno esplendor o, más a menudo, en su postrer brillo crepuscular, sin duda melancólico pero todavía heroico. Y la comedia, por supuesto, que nunca anduvo muy lejos del género (pensemos en Howard Hawks).
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La carrera del propio Philip Marlowe es todo un ejemplo. Tras sus apariciones en plena eclosión de lo que los franceses bautizaran como film noir, cuando fuera interpretado por Dick Powell en Historia de un detective (1944) de Dmytryk; por Bogart en El sueño eterno (1946) de Hawks; Robert Montgomery en la arriesgada La dama del lago (1946), dirigida por el propio Montgomery, y por George Montgomery en la injustamente olvidada El doblón Brasher (1947), sería resucitado por el Nuevo Hollywood bajo el signo de la comedia, más o menos soterrada, en Marlowe, detective
muy privado (1969) de Paul Bogart, y en la más autoral Un largo adiós (1973) de Altman. O en el plano nostálgico con Adiós, muñeca (1975) de Dick Richards, con un talludo Robert Mitchum que volvería a interpretar el personaje en Detective privado (1978) de Michael Winner, que trasladaba detective y trama a los años setenta en Inglaterra, con resultados irregulares pero fascinantes.
Mientras Marlowe y sus colegas sufrían este proceso de revisión y desmitificación propio del Nuevo Hollywood, que daba igual tratamiento al wéstern y la aventura clásica, las pantallas de cine y televisión se llenaban con los renovados héroes y antihéroes del género criminal moderno: el Bullitt de Steve McQueen, el Harry Callahan de Clint Eastwood, el Popeye Doyle de French Connection (1971), el Serpico de Al Pacino, los catódicos Starsky & Hutch, Colombo, Kojak o Baretta…
El police procedural, inspirado por el “procedimiento policial” en la investigación de un crimen, se adueñaba de las calles primero de San Francisco, Nueva York o Los Ángeles y después del mundo entero, de Londres y París a Tokio, Berlín, Oslo o Barcelona. Como rezaba el capítulo de una vieja historia de la novela policial: “El policía desbanca al detective”.
Actualmente, el género procedimental —que, por cierto, suena condenadamente mal— domina y predomina desde el nordic noir hasta las series británicas más tradicionales y tradicionalistas como Los asesinatos de Midsomer, pasando por la fiebre forense desatada por CSI o por sagas de corrupción policial como The Shield y The Wire. Con la masiva inclusión, por supuesto, de incontables inspectoras, abogadas, jefas forenses, criminólogas y mujeres policía de todo pelaje y condición, lejanas descendientes de la televisiva Sgt. Pepper Anderson interpretada por Angie Dickinson en los setenta.
En todo este panorama azul, plagado de siglas y cifras imposibles (CSI, NYPD Blue, CSI NY, NCIS, FBI, 24, 9-1-1, Hawai 5-0, JAG, M.I.T., SWAT...), de equipos de investigación, comisarías de distrito, grupos forenses y fuerzas especiales… ¿Quedará algún sitio para el lobo solitario, para ese tipo duro al que, precisamente, miran con desconfianza policías, abogados y fiscales?
Últimas miradas
Si algo nos está enseñando el siglo XXI es que nada duerme mucho tiempo el sueño eterno, si puede producir el más mínimo beneficio económico o incluso sentimental. El detective privado de la serie negra, de la tradición hard boiled y el film noir, sigue vivo. Al menos, eso parece.
En un momento en el que hasta el misterio clásico policíaco, el tradicional whodunit (“¿quién lo hizo?”), ha vuelto a las pantallas gracias a éxitos como las dos entregas de Puñales por la espalda o las recientes comedias de Netflix Misterio a bordo y Criminales a la vista, con Adam Sandler y Jennifer Aniston como émulos modernos de los Nick y Nora Charles de Dashiell Hammett, también hay espacio para su contrapartida irónica, sucia y violenta: el detective noir. El sabueso duro de roer, ese cínico “huelebraguetas” que esconde en el fondo de su corazoncito al último caballero
andante moderno. No en vano Marlowe estuvo a punto de ser bautizado por Chandler como Mallory, apellido del legendario autor británico de La muerte de Arturo.
Las estrategias para mantener con vida a este personaje escapado de otro tiempo son las mismas o muy parecidas a las que ya vimos se utilizaron con éxito a finales del siglo pasado. Sobre todo, el humor, como en Desaparecido en Venice Beach (2017) de Mark Cullen, uno de los últimos trabajos destacables de Bruce Willis, al rescate de su perrete secuestrado; The Big Take (Justin Daly, 2018), con los veteranos Dan Hedaya y Robert Forster; Confiesa, Fletch (Greg Mottola, 2022), nueva aproximación al personaje creado por Gregory McDonald, más fiel a su original literario; Spenser: Confidencial (Peter Berg, 2020), nueva aproximación al personaje creado por Robert B. Parker, menos fiel a su original literario; o La última mirada (Tim Kirby, 2021), adaptación de una novela de Howard Michael Gould capaz de poner al día con ingenio e ironía la genuina tradición noir de Los Ángeles, con Charlie Hunnam como Charlie Waldo, un detective que intenta inútilmente mantener su actitud zen en medio de Hollywood, junto a un irresistible Mel Gibson.
Pero también la ejemplificada por la propia Marlowe. Es decir: el retro con ambientación de época, que no solo aporta nostalgia, sino que justifica también que personajes y situaciones prescindan de los códigos morales políticamente correctos actuales, así como de los artilugios tecnológicos (móviles, ordenadores, internet, redes sociales...) que tanto lastran una vieja y buena investigación a base de interrogatorios, tragos de whisky, pistas falsas, palizas y tiroteos.
Si Neil Jordan se mueve cómodamente en su propia versión de los años cuarenta de Chandler, el independiente Tom Konkle concibe un irregular pero divertido homenaje a la misma época, al film noir y a la literatura hard boiled con su curiosa Trouble Is My Business (2018). Por su parte, Edward Norton, director, productor, co-guionista y protagonista de Huérfanos de Brooklyn (2019) según novela de Jonathan Lethem, con su singular detective afectado por el síndrome de Tourette, retrata una década de los cincuenta oscura y turbia, como si del negativo de la era de Doris Day y el technicolor se tratara.
Por otro lado, aunque su protagonista sea un detective de la policía y no
un investigador privado, no podemos dejar de citar Hotel Noir (2012) de Sebastian Gutierrez, ambientada también en los cincuenta, cuyo nombre lo dice todo.
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A menudo, humor y nostalgia se dan la mano. Los locos años setenta son evocados hasta el delirio lisérgico por Paul Thomas Anderson en Puro vicio (2014), según la novela más o menos paródica de Thomas Pynchon, y puro vicio para el amante del neonoir setentero angelino es Dos buenos tipos (2016), con Russell Crowe y Ryan Gosling en un registro cómico impagable, gracias al talante siempre netamente pulp del gran Shane Black, creador de otros clásicos del género como Kiss Kiss, Bang Bang (2005) o el guion de El último boy scout (1991).
No quiere esto decir que no haya también algunos loables intentos de traer el detective privado al siglo XXI… más o menos. El siempre infravalorado Russell Mulcahy fundió estilos, escenarios y épocas en su divertido vehículo de acción El infierno de Malone (2009), puro cómic noir con un Thomas Jane que hubiera hecho las delicias de Mickey Spillane, junto a nuestra rubia internacional Elsa Pataky. Y precisamente nuestro galán internacional, Antonio Banderas, es a su vez el detective protagonista de la no menos fantasiosa La partícula de Dios (2010), de Tony Krantz, que juega en la misma liga de un retro atemporal, posmoderno y de tebeo.
Todo lo contrario que la oscura y tristona Caminando entre las tumbas (2014) de Scott Frank, con el ex alcohólico sabueso Matt Scudder creado por Lawrence Block. Una versión más fiel del personaje literario original a la que le falta, sin embargo, la energía de Ocho millones de maneras de morir (1986), la película de Hal Ashby sobre el mismo personaje. No debería sorprendernos descubrir que Matt Scudder es ahora, en el filme de Frank, Liam Neeson. El nuevo Marlowe de Jordan.
Fantasía en noir mayor
Lo cierto es que, unas más que otras, pero prácticamente todas en general, las historias de detective privado que siguen llegando a las pantallas de cine y televisión del nuevo siglo muestran una tendencia común cada vez más obvia hacia la fantasía, el camp (voluntario o no) y la mitología, que se acentúa cuando el personaje salta al futuro, a la sombra de Blade Runner.
Al menos, a un supuesto futuro que se nos antoja también ya igualmente retro-futuro descarado, nostálgico y cybernoir, en títulos como Anon (2018) de Andrew Niccol, Mute (2018) de Duncan Jones o Reminiscencia (2021) de Lisa Joy, cuyos protagonistas se mueven en una aldea global virtual, fluorescente, ultra tecnológica y digital, pero se visten, comportan y actúan como sus lejanos antepasados procedentes de las amarillentas páginas de Black Mask y de las añejas películas en blanco y negro de los años cuarenta.
Hoy, el universo del detective noir, melancólico y crepuscular, con su trinchera gris y sombrero borsalino, envuelto en las brumas de un pasado inalcanzable tanto como en las de un futuro improbable, es un escenario onírico, más próximo quizás al Mundo de Oz o el País de Nunca Jamás que a las calles de la gran ciudad que lo vieron nacer y crecer, para arrojar el jarrón veneciano desde la gran mansión rural de Agatha Christie al sucio callejón trasero del infierno urbano.
Marlowe de Neil Jordan es, en verdad, tan fantástica y tan auténtica al tiempo como puedan serlo En compañía de lobos (1984) o Entrevista con el vampiro (1994). Porque el destino de todo gran arte realista del presente, en tanto que arte verdadero, es convertirse en el sueño, el mito y la leyenda del mañana.