Algunos años antes de que Rodolfo Walsh publicara Operación masacre y que Norman Mailer (Los ejércitos de la noche), Truman Capote (A sangre fría) Tom Wolfe (El coqueto aerodinámico...), Gay Talese (New York), Joan Didion (Lo que quiero decir) y John Gregory Dunne (El estudio), entre otros narradores, reventaran la forma de contar la realidad a través de lo que se dio en llamar Nuevo Periodismo, una reportera del New Yorker, Lillian Ross (Nueva York, 1918-2017), les ponía en bandeja a todos ellos un nuevo estilo.
Revolucionario por su compromiso con el punto de vista, nacía así un relato sobre el rodaje, en 1950, de Medalla roja al valor, película bélica de John Huston realizada a partir de una novela de Stephen Crane que recreaba algunos episodios de la Guerra Civil norteamericana.
Ross ya había experimentado con el engranaje de su nueva y pionera forma de relatar con Retrato de Hemingway (1950), así que la siguiente parada de su escalada creativa tenía que ser una experiencia integral capaz de engrasar todas sus intuiciones y al mismo tiempo dar su visión del funcionamiento de la industria de Hollywood.
Diálogos, cartas, informes...
Del trato con John Huston y los productores de la película, especialmente con Gottfried Reinhardt, da buena cuenta Ross desplegando desde la primera línea de Picture (1952) unos recursos narrativos en los que los hechos del rodaje se van trenzando con sublime virtuosismo con los perfiles y las actitudes de los protagonistas, incluyendo diálogos, cartas, informes y todo el material que encuentra a su paso.
Construye así un monumental artefacto narrativo en el que el yo de quien ejerce de testigo se filtra con tanta discreción y belleza que acabamos devorados –cuando no identificados– con las peripecias del vital y enérgico John Huston, que termina convirtiéndose en víctima de la letal dinámica comercial de la MGM, “cuyo laberinto de senderos –relata Ross– conducía inexorablemente al despacho de Louis B. Mayer”.
Un gigante del cine
Dos años dedicó la reportera a desenmascarar las prácticas de este gigante del cine, capaz, como denuncia en este referencial ejercicio periodístico, de podar e intervenir el metraje de Medalla roja al valor ante la mirada impotente (quizá cómplice) del fiel Gottfried mientras su director se encontraba en el Congo rodando ya La reina de África.
Si todo comienza con los preparativos del rodaje y la contratación de actores y extras a pie de tierra y fango, Ross termina su magistral aventura en las últimas y enmoquetadas plantas de los grandes ejecutivos, donde manda el dividendo, donde se olvidan los principios del autor, donde se planifican la distribución y exhibición y donde se oyen frases como esta: “Todas las películas están enfermas. Lo que hacemos es averiguar lo que necesitan para recuperar la salud”. El irreconocible filme del director de El halcón maltés llegaría sin mucho vigor al público en 1951 en un discreto cine de la calle 52 de Nueva York pero Lillian Ross ya tenía suficiente material para hacer historia.