Desde El árbol de la vida (2011) algo cambió drásticamente en el córtex creativo de Terrence Malick. Y desde entonces al encumbrado cineasta de La delgada línea roja (1998) –que seguirá siendo su obra maestra por los siglos de los siglos– le han salido tantos detractores como feligreses. Los primeros ven a un predicador de ínfulas mesiánicas que utiliza la pantalla como un púlpito de adoctrinamiento católico o quizá a un autor de talento descomunal que se ha convertido en una caricatura de sí mismo; los segundos quizá prefieren admirar al poeta detrás del visor, al cineasta que salta al abismo y ha creado su propia visión del cine a contracorriente de modas, modos y costumbres. Y que además nos conmueve. Lo cierto es que en la última década el mismo autor que desapareció del mapa de 1973 a 2005, periodo en el que apenas hizo cuatro filmes, ha venido realizando prácticamente una película por año, como si la tecnología digital hubiera despertado en él una incontinencia creativa acaso no menos enfermiza que el perfeccionismo que antes supuestamente le paralizaba.
Bisagra entre dos siglos
El caso de Malick (Illinois, 1943) es único en la historia del cine y merece un estudio aparte, pues su filmografía, extraordinariamente insular, es como un continente en sí misma, cuyos contagios en otros cineastas son en ocasiones tan obvios como perjudiciales y molestos. Podemos localizar en La delgada línea roja y El nuevo mundo (2005) –dos películas que a su modo actúan de bisagra no solo entre dos siglos, sino entre dos formas de abordar el relato cinematográfico– las corrientes de transición entre el cine narrativo, aunque de un lirismo memorable, de sus primeros largometrajes –Malas tierras (1973) y Días del cielo (1978)– y las dramaturgias abstractas, como flujos de imágenes comentadas, de su último período. En Vida oculta, su décimo largometraje, podemos encontrar una suma y compendio de ambos intereses. Lo que en principio la convierte en la película más interesante que ha realizado Malick desde que nos dejó mudos, para bien o para mal, con El árbol de la vida.
'Vida oculta' es el filme más interesante que ha realizado Malick desde que nos dejó mudos con 'El árbol de la vida'
Las primeras imágenes de archivo de Hitler ascendiendo al poder ya nos coloca en un territorio nuevo tratándose de Malick. Irá desplegando algunos fragmentos similares a lo largo del filme, que son de discutida eficacia, pero que al menos introducen un factor historiográfico en su ensimismada filmografía reciente. Vida oculta cuenta de hecho una historia real, la del campesino austriaco Franz Jägerstätter (August Diehl), objetor de conciencia en la II Guerra Mundial que se negó a ingresar en el ejército nazi, a jurar lealtad a Hitler o a responder a cualquier saludo fascista. Como resultado, sufrió una escalada de escarnios y trágicas consecuencias para su mujer y sus dos hijas, que en lugar de quebrarle no hicieron más que reforzar sus convicciones. Las tres horas de película concentran el viacrucis de su decisión, a caballo entre la narración de los hechos y el drama interior de este modesto héroe que no fue un político, ni un revolucionario, ni un agitador. En la línea de las criaturas malickianas dadas al martirologio (como el soldado Witt de La delgada línea roja), fue un hombre taciturno que se mantuvo fiel a sus ideales católicos hasta el final de una historia que solo podía acabar de un modo posible. Las dictaduras, lo sabemos, no tienen especial simpatía por los insumisos.
Aunque el credo católico está en la raíz de las decisiones del protagonista –que de hecho toma el ejemplo de un sacerdote martirizado por la dictadura nazi–, Vida oculta en verdad no parece interesada en introducir cuestiones morales o apelar a la ética del espectador con sermones u homilías, tal y como se le ha venido criticando a su autor por filmes como El árbol de la vida, To the Wonder (2012) o Knight of Cups (2015). En cambio, quizá como si fuera un profesor de filosofía o de teología, Malick hace uso de la historia real de Jägerstätter para catalizar algunas cuestiones de carácter introspectivo en el propio espectador. Y así, frente al desfile de reflexiones en off y de imágenes flotantes como si fueran luminarias de conciencia, éste puede preguntarse una y otra vez: ¿es aceptable provocar el sufrimiento de tu familia por mantenerte firme a unos principios éticos y humanistas?, ¿es el humanismo un compromiso individual contigo y tu familia o su obligación es de carácter social, patriótico, histórico?, ¿es posible ser consistente con la nobleza de las ideas?, ¿qué conductas son entendidas como gestos de supervivencia o como gestos de cobardía? No es adoctrinamiento lo que recibimos desde la pantalla. Más bien al contrario.
El ritmo moroso de 'Vida oculta' y la redundancia de los tramos introspectivos abren las puertas de la conciencia al espectador
Se suele utilizar como argumento de reproche en el cine que los ritmos impuestos por el cine de consumo apenas dejan espacio a la reflexión, que el espectador es absorbido por la sumisión a la tiranía narrativa. Con Malick se produce una curiosa inversión de términos: se le reprocha lo contrario. Su ritmo moroso y la innegable redundancia de los tramos introspectivos están llamados a abrir las puertas de la conciencia al espectador, hacerle partícipe de las mismas cuestiones que carcomen a sus personajes. Incluso el encuentro entre el héroe y su némesis, un juez nazi interpretado por Bruno Ganz en uno de sus últimos papeles, nos ofrece la oportunidad de entrar en la mente del villano.
La experiencia que propone Vida oculta es la de arrojarnos al fondo de una situación extrema tratada en términos humanos, en lugar de tomar el cómodo sendero de articular una serie de clichés para hacernos sentir moralmente superiores a los nazis. Las historias de héroes con principios inquebrantables, como sabemos, son carne de cañón hollywoodense al menos desde el arrollador éxito de Caballero sin espada (1939) de Frank Capra. Pero aquí lo realmente importante no es lo que ocurrió. Acaso cualquier otro director hubiera ilustrado este relato con orquestación sentimental y operaciones emocionales en busca de un saco de estatuillas doradas (la historia da para eso), pero lo que le interesa al director de Illinios es transmitirnos aquello que el héroe y su familia sienten mientras acontecía.
No podemos negarle cierta autoindulgencia a Vida oculta, máxime cuando en ningún momento de su extenso metraje el protagonista explica con detenimiento las convicciones que le llevan al martirologio –su pastor le advierte además que “el sacrificio no beneficiará a nadie”–, pero extrañamente tampoco sentimos que deba hacerlo. Una decisión de este tipo, inaceptable si se hubiera hecho, digamos, como propaganda aliada en su momento, es la que puede generar rechazos, pero también la que inscribe el filme en nuestra contemporaneidad: ¿realmente hay que explicar a estas alturas por qué no quiere sumarse a la causa nazi? La connivencia de la institución eclesiástica con los delirios del Führer, en todo caso, queda meridianamente señalada. En el tramo final, escuchamos en boca de Fani, la esposa de Franz (interpretada por Valerie Pancher), que “las respuestas llegarán a su debido tiempo”. Es en momentos como estos en los que escuchamos en verdad la voz de Malick.
Gran parte de esas respuestas están contenidas en los movimientos de los actores y la aparente banalidad en la belleza de los planos, como ocurre siempre en las películas de Malick. Vida oculta enfatiza los detalles de la existencia, el mundanal contexto que rodea a sus criaturas, su belleza inherente, como las sombras que proyectan en la pared el haz de luz solar a través de los árboles, el balanceo de las piernas de un niño dormido en los brazos del padre o los rítmicos cortes de hierba en las cosechas. Como en Días del cielo, que no deja de ser una gran película sobre el trabajo, Malick regresa una y otra vez a los rituales del campesinado, permitiendo que sean las pequeñas tareas y los esfuerzos que conllevan los que introduzcan un sentido político, de resistencia, al relato.
Si algunos se preguntan a qué responde el vertiginoso ritmo que el otrora Salinger del séptimo arte ha imprimido a su carrera en esta última década, quizá parte de la respuesta pueda estar en su próxima película. En The Last Planet, cuyo rodaje terminó el mes pasado en el desierto de Jordania, promete poner en escena varios episodios en la vida de Jesucristo. Es acaso el filme hacia el que ha ido encaminándose el cineasta con toda una serie de películas que, en cierto modo, ha realizado como si fueran cuadernos de apuntes –en algunas incluso olvidándose por completo del guion, como To the Wonder y Knight of Cups– en busca de una suerte de misticismo o espiritualidad en las imágenes. Qué duda cabe, Vida oculta también representa una escalada más, y muy significativa, en esa especie de perpetuo work in progress hacia el martirologio de su obra y, quién sabe, también del artista. Una aunténtica cuestión de fe.