'Rifkin's Festival': la Europa de cartón piedra de Woody Allen
Una película deshilvanada y anárquica en la que nunca queda claro qué demonios nos quiere contar el director neoyorquino, como si se hubiera puesto a rodar una escena detrás de la otra por el mero hecho de que le hacen gracia
2 octubre, 2020 09:03Todos los cinéfilos españoles recibimos como una buena noticia que Woody Allen fuera a rodar una película en el Festival de San Sebastián. No es la primera experiencia del maestro neoyorquino en nuestro país ya que en 2008 rodó Vicky Cristina Barcelona, donde Javier Bardem y Penélope Cruz, que ganó un Oscar por este personaje, lideraban el cartel. Aquella película tuvo críticas mucho más despiadadas en Europa, y especialmente en España, que en Estados Unidos. A muchos no les gustó la visión del artista estadounidense sobre nuestro país al considerarla excesivamente tópica, una nación latina de artistas vividores (Bardem) y mujeres apasionadas (Cruz) en el que por las noches cantamos flamenco. Más allá de esa visión un tanto estereotipada sobre España, la realidad también es que había emoción y sensibilidad en Vicky Cristina Barcelona además de una interpretación sensacional de la propia Cruz.
No puede decirse lo mismo, y es una pena, de la poco lograda Rifkin’s Festival, el caos hecho película. Trata sobre un veterano profesor universitario de cine, Mort Rifkin (Wallace Shawn), haciendo de Woody Allen, o sea, salido, hipocondríaco y nerviosete, que acompaña a su mujer (Gina Gershon), jefa de prensa, al Festival de San Sebastián. El matrimonio está en crisis y se agudiza cuando la esposa se queda prendada de un vanguardista joven cineasta francés de rompe y rasga (Louis Garrel). Mientras Rifkin deambula por el festival, quizá porque nunca va al cine tiene tiempo de enamorarse de una seductora médico (Elena Anaya) y cavilar sobre su ruinosa vida sentimental. Hombre fantasioso, confunde la realidad con la ficción y sublima sus propias cuitas a través de escenas cinematográficas célebres de títulos emblemáticos como Jules y Jim (François Truffaut, 1969), Persona (Ingmar Bergman, 1966) o El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962). Este es un tema que Allen ya ha tratado más veces, o sea, la dificultad para enfrentarse a la vida sin convertirla en una ficción, ahí está ese tipo que fantasea con Bogart en Sueños de un seductor (Herbert Ross, 1973) o esa protagonista de La rosa púrpura del Cairo (1985) que preferiría vivir en una película a enfrentarse a su vida, mucho más gris. Para el director, el cine y el arte en general siempre han sido las únicas maneras de hacer soportables la miseria de la vida “real”.
Woody Allen ha dicho muchas veces que no entiende por qué siempre le cae el sambenito de ser el más europeo de los directores americanos porque él se siente muy americano. Quedó claro no solo en Vicky Cristina Barcelona, también en Midnight in Paris (2011), película que obtuvo un gran éxito con su mistificación del creativo y surrealista París de los años 20. La influencia de Bergman, el director favorito de Allen, con el que le gusta compararse en las entrevistas para decir que él es peor, siempre ha sido notable, ya sea en su versión seria como en Interiores (1978) o en clave de parodia-homenaje como en su obra de teatro La muerte llama (1968). En Rifkin’s Festival, lo mezcla todo sin ton ni son y el resultado es una película deshilvanada y anárquica en la que nunca queda claro qué demonios nos quiere contar, como si se hubiera puesto a rodar una escena detrás de la otra por el mero hecho de que le hacen gracia.
Con Rifkin’s Festival, Allen quiere homenajear al gran cine europeo pero también a la cinefilia. Para el director, los festivales son lugares maravillosos, espacios casi idílicos de sofisticación y belleza, en los que se habla de cine de manera apasionada “a la europea”, es decir, atendiendo a la calidad de las películas y no a su comercialidad, como en el feo Hollywood. El problema no es solo que nunca queda claro qué demonios nos quiere contar sino la acumulación de tópicos pasados de moda, ahí está un Sergi López barrigudo haciendo de pintor amante de las mujeres o el propio Garrel interpretando una caricatura absurda del “enfant terrible”. Se supone que Allen ha querido hacer un homenaje al cine de autor pero lo que vemos es una mezcla confusa entre una trama sin sentido y pequeños sketches que rememoran películas viejas muy conocidas sin que se vea la relación entre una cosa y otra. De banalidad en banalidad, al final da un poco de pena que la película de Allen sobre San Sebastián sea una solemne tontería.