Los árboles, con su geometría ramificada y centrada en torno a un eje (el tronco), son fuente de vida –emisores de oxígeno y sumideros de dióxido de carbono– pero también sirven, simbólicamente, para otros fines. Los árboles genealógicos, que tanta historia y esfuerzos esconden en su seno, es uno de ellos. Pero a mí, que aprecio más ser “padre del futuro” que “hijo del pasado” (puedo intentar intervenir en el primero, pero no en el segundo), me interesa más otro tipo, al que se le puede denominar “árbol de la vida”. De estos, uno que tengo presente constantemente, un prodigio de
sencillez que al mismo tiempo está cargado de un inmenso futuro para la indagación científica, es el que dibujó Charles Darwin en uno de sus cuadernos de notas.
En la página 36 del denominado Cuaderno B, que comenzó a escribir en junio o julio de 1837, aparece un esquema que rara vez deja de ser reproducido en las obras dedicadas a Darwin: unas sencillas líneas semejando un árbol con ramas de las que brotan otras ramas secundarias: el árbol de la evolución o de la vida. Acompañan al dibujo dos palabras: I think… (Yo pienso…). Darwin fue tan consciente del poder explicativo de este gráfico que en uno de los capítulos más importantes de El origen de las especies (en el IV, titulado “Selección natural, o la supervivencia de los más adecuados”) el único dibujo que aparece es el de uno de estos árboles, uno del tipo que finalmente se denominaría “cladograma” (del griego clados, esto es, rama) y que se utiliza en la “cladística”, la rama de la biología fundada por el biólogo y entomólogo alemán Willi Hennig (1913-1976) que se ocupa de las relaciones evolutivas entre organismos. En ese capítulo Darwin escribió: “Las variedades o descendientes modificados del tronco común continuarán, en general, aumentando en número y divergiendo en caracteres”.
El árbol de la vida ha ido llenándose de ramas a lo largo del siglo y medio transcurrido desde la publicación de El origen de las especies
No sabía cuál podría ser el origen, las raíces de ese tronco, pero tenía fe en que en el futuro la ciencia iría desvelándolas, explicando la existencia en una de sus ramas de los humanos. Así, en el último capítulo de El origen de las especies manifestó: “En el futuro distante veo amplios campos para investigaciones mucho más importantes. La psicología se basará sobre nuevos cimientos, el de la necesaria adquisición gradual de cada una de las facultades y aptitudes mentales. Se proyectará luz sobre el origen del hombre y sobre su historia”. Efectivamente, el árbol de la vida ha ido desentrañándose, llenándose de más y más ramas a lo largo del siglo y medio transcurrido desde la publicación de El origen. Pionero fue el alemán Ernst Haeckel (1834-1919), destacado morfólogo y ferviente defensor de las ideas de Darwin, quien elaboró frondosos árboles de la vida, como el que incluyó en uno de sus libros, Anthropogenie (1874).
La morfología, el estudio y comparación de formas, es útil, pero en absoluto comparable al instrumento que cambió la historia de la biología: el ADN. En la década de 1990, por ejemplo, el equipo encabezado por el microbiólogo Carl Woese, se basó en la comparación entre secuencias de ARN (ácido ribonucleico) de diferentes especies para sustituir el hasta entonces dominante árbol de la vida (organizado en dos grupos, Eukaryota y Prokaryota, organismos unicelulares con o sin núcleo, respectivamente) por otro de “tres dominios”, Bacteria, Archaea y Eukarya, incluyendo este último los reinos Fungi (hongos), Animalia (animales) y Plantae (plantas). En la actualidad, el análisis comparativo del ADN genético ha desvelado, y continúa desvelando, las historias y relaciones evolutivas de todo tipo de especies, presentes o extintas, utilizándose asimismo para desentrañar las migraciones que los humanos realizaron a lo largo de la historia, un elemento básico para comprender la historia universal.
En realidad, la idea de utilizar un árbol para representar las diferentes partes de un conjunto determinado fue utilizada mucho antes de lo que he estado señalando. Data de los siglos XIII-XIV y tuvo como protagonista a Ramón Llull, un polifacético mallorquín que cultivó diversas disciplinas, la filosofía, la teología y la mística entre ellas. Su obra más conocida es, precisamente, Arbor Scientiae (Árbol de la ciencia), pero su idea de la “ciencia” incluía materias que hoy consideramos muy diferentes: botánica, biología y física, sí, pero también otras como ética, política, astrología, teología o artes. De ahí que considerase catorce árboles principales y dos auxiliares.
La idea de “árboles del arte” ha sido recuperada recientemente en una exposición de la Fundación Juan March, Genealogías del arte. O la historia del arte como arte visual, a la que ha acompañado un espléndido catálogo preparado por Manuel Fontán, José Lebrero y María Zozaya. Se expusieron en la muestra, y recoge el catálogo una numerosa variedad de árboles –“diagramas” se prefiere denominar, pero en no pocos casos la estructura de estos es nítidamente arbórea, recordando los que preparó Haeckel– que ilustran las conexiones conceptuales entre algunos movimientos artísticos. “En el diagrama”, se lee en el catálogo, “el carácter interno del pensamiento encuentra un modo de exteriorización […] se trata en esencia de establecer un orden, como en el sistema de coordenadas; ahora bien, ese orden no tiene que ser necesariamente de naturaleza espacial, también puede ser de naturaleza diferenciadora […] Lo que importa no es tanto qué hay que ver, sino cómo se comportan los conceptos entre sí, es decir, se trata de la representación directa de relaciones entre elementos concretos, de ‘demostraciones’ diagramáticas mediante las cuales las certezas cognitivas adquieren evidencia visual”.
Ciertamente esto es válido para entender las relaciones que pudieron existir entre, por ejemplo, arquitectura moderna, Bauhaus, surrealismo, dadaísmo, cubismo, expresionismo abstracto, neoimpresionismo o futurismo. Pero sirve también para visualizar los caminos que separaron las ramas del árbol de la vida que condujo de la solitaria célula procariota a las gloriosas especies de plantas, animales y demás organismos vivos, de los que formamos parte. Ese árbol es, de hecho, nuestro verdadero y más auténtico árbol genealógico.