El filósofo alemán —prusiano, en rigor— Immanuel Kant (1724-1804) se aficionó extraordinariamente al café y daba muestras de agitada impaciencia cuando aguardaba a que le fuera servido. En una de estas ocasiones dijo: “En el otro mundo, gracias a Dios, no se toma café y, en consecuencia, no hay que esperar a que llegue”.
Este tipo de ingeniosidades, con su trasfondo informativo, trufan las páginas de Los últimos días de Immanuel Kant (1827) y, sin duda, son, junto a muchos otros ingredientes, del agrado de los lectores. Pero los filósofos contemporáneos siempre han sido reticentes, cuando no hostiles, al librito de Thomas de Quincey (1785-1859) por considerar que trivializa e, incluso, degrada la figura del gran creador del pensamiento ético y del idealismo trascendental. Así, Eugenio Trías, quien, sin citarlo, se afanaba en recomendar Kant (Acento), de Manfred Kuehn, la mejor y más completa biografía, a su juicio, para conocer la vida y la obra del pensador de Königsberg.
Firmamento, con traducción de Julia García Olmedo, vuelve a poner en circulación el libro de De Quincey, que ha gozado siempre de muy buena salud en el mercado editorial español (Júcar, Valdemar, Renacimiento…) y que, como su título indica, no es una biografía —hay apenas un insuficiente esbozo al principio—, sino el detallado relato de los últimos años de la vida del filósofo —entre 1802 y 1804, sobre todo— y, muy especialmente, de sus últimas semanas, días y horas. De Quincey, igualmente, traza un retrato de la personalidad de Kant a partir de anécdotas y pequeños hechos y da una información minuciosa de sus hábitos y costumbres en el periodo postrero de su vida.
Para ello, De Quincey se sirvió, junto a otras fuentes, del testimonio directo del clérigo y teólogo Ehregott Wasianski, discípulo, amanuense y administrador doméstico de Kant, considerado como su tercer biógrafo en orden cronológico, que publicó su libro el mismo año de la muerte del autor de Crítica de la razón pura (1781) y Crítica de la razón práctica (1786).
De Quincey sigue un procedimiento narrativo muy curioso. Reconoce su seguidismo de la obra de Wasianski en su breve introducción e, inmediatamente, dice: “…en lo sucesivo, o al menos en su mayor parte, es Wasianski quien habla”. Y, en efecto, a partir de aquí es Wasianski, en primera persona, el narrador del libro. Pero hete aquí que De Quincey introduce 27 notas, algunas muy extensas, en las que matiza, contradice o glosa lo dicho por Wasianski, notas cultas, divertidas, aceradas o, sencillamente, caprichosas en las que se explaya, venga o no a cuento, a su gusto y repartiendo mandobles en tono jocoso, especialmente a los ingleses.
Esta edición de Firmamento lleva a modo de prólogo un texto de Marcel Schwob en el que el francés advierte que De Quincey, gran amante de la poesía de Samuel Taylor Coleridge, reveló sus manías “con voluptuosidad”, tal vez porque gustaba del más amargo de los placeres, “la depreciación del ideal”. Y se pregunta: “¿O se trataba acaso del tenebroso tentáculo de vanidad que nos hace ambicionar las bajezas humanas de nuestros héroes?”.
Jorge Luis Borges, gran admirador del libro, informó que De Quincey fue un hombre tímido y cortés y, en su prólogo a Los últimos días de Immanuel Kant, dijo sobre él: “Confesó que no podía vivir sin misterio, descubrir un problema le parecía no menos importante que descubrir una explicación”.
¿Quiso De Quincey descubrir un problema en la vida de Kant o pretendió depreciarlo a costa de mostrar, si no sus bajezas, sí sus más íntimas fragilidades y debilidades humanas? Ni lo uno ni lo otro. Sencillamente, menos en el cuarto de baño, De Quincey se metió en la vida privada y doméstica de Kant y, particularmente, reveló el minuto a minuto de su decadencia física y mental hasta llegar, literalmente, a su último suspiro.
Cuenta, por boca de Wasianski que, entre ruidos roncos y estertores propios de los moribundos, Kant ingirió a cucharaditas un poco de vino y agua azucarada hasta que, casi inaudible, dijo: “Es suficiente”. Fueron sus últimas palabras, y De Quincey no se priva de subrayar su simbolismo: “es suficiente”, o sea, ya he vivido lo bastante.
El texto de De Quincey, publicado en la revista Blackwood’s Magazine el mismo año en el que dio a la imprenta Del asesinato considerado como una de las bellas artes y seis años después de Confesiones de un inglés comedor de opio (1821), es una maravilla y un deleite para sus lectores que, sintiéndose o no ofendidos por el trato dispensado a Kant —no veo motivos para ofenderse—, se estremecerán con su largo tramo final: no puede olvidarse, a mi juicio, que este libro tiene un alcance universal cuando detalla el deterioro del cuerpo y del cerebro que precede a la muerte en los últimos años y días de vida. Más allá de Kant, ese relato nos concierne a todos y a todos nos conmueve como, en mi caso, me conmovieron, en un estilo muy distinto, los capítulos finales de La muerte de Iván Ilich, de Lev Tolstói.
Antes de esas páginas sobrecogedoras, conoceremos las aficiones culinarias del filósofo, los rituales y etiquetas de sus comidas y cenas solo o en compañía de otros, sus conocimientos de meteorología, medicina y otras materias científicas, su preocupación por la salud, sus prácticas de ejercicio físico, sus problemas estomacales, la inamovible disciplina horaria de sus días de trabajo, sus temas de conversación predilectos, su gusto por las flores y los pájaros, sus hipocondrías, su actitud ante la muerte propia y ajena, la puesta en escena de sus lecturas y de su descanso nocturno, su modo de vestir y su porqué, su obsesión con la electricidad y otras obsesiones, la figura de su viejo y calamitoso criado Lampe y su ruptura con él después de toda una vida y, en fin, antes de entrar en los detalles de su inexorable proceso de acabamiento, todo un florilegio de anécdotas y manías que pueden llegar a hacernos sonreír o a congelarnos la sonrisa porque, como se malicia el mismo De Quincey al comienzo de su texto, puedan ser unas anotaciones “carentes acaso de la dignidad y la sensibilidad necesarias” a la hora de fijar el retrato de un gran hombre, dotado, además, de un carácter afable.
Un gran hombre que queda así descrito en un apretado párrafo: “…Kant había estado poco habituado a que se le contradijese; su excepcional inteligencia; la brillantez en su conversación, fundada, por un lado, en la causticidad de que era poseedor y, por otro, en la prodigiosa erudición de que estaba dotado; el aire de noble autoconfianza que la conciencia de sus ventajas imprimía a su forma de ser; la percepción general que se tenía al respecto de la rigurosa moralidad que regía su vida…, todo ello se congeniaba para conferirle una posición de superioridad sobre los demás que, en general, impedía que ninguno de sus interlocutores osara contradecirle”.
En un libro que, como habrá quedado claro, no es ni una biografía ni un estudio del pensamiento del filósofo, estas palabras citadas quizás sean las que mejor resuman el perfil o la personalidad intelectual del padre inexcusable de buena parte del pensamiento moderno, del hombre célibe y retirado que sin salir jamás de su ciudad y desde una cuna muy humilde alcanzó una perdurable influencia universal.