Orlando, un pintor que no pinta debido a una doble crisis personal y creativa, al paso por su poco apreciado pueblo natal, queda varado en él debido a una avería en su coche y, de forma tan impulsiva como inexplicable, adquiere la deteriorada casa, ahora en parte habitada por una vieja loca, en la que vivió la muy querida maestra de su infancia.
A partir de este arranque, Laura Mancinelli (1933-2016) se ocupa en La casa del tiempo (1993), editada por Periférica, en evocar, primero, los años infantiles de Orlando y su relación con aquella maestra misteriosa y solitaria que tan bien y con tanto cariño lo atendía, una casa en la que, desde el principio, van sucediendo pequeños incidentes inquietantes.
Con traducción de Natalia Zarco, La casa del tiempo tiene un tono de cuento, de fábula, desplegado con un estilo muy literario y delicado que alcanza altos niveles plásticos en la descripción reiterada de las comidas, las plantas, el paisaje, las horas del día y, en suma, en el logro de una atmósfera sensorial y poética, unida al paso del tiempo, que se corresponde con un esperable ideal rural.
Sin embargo, con la presencia fantasmal de la vieja loca, con las incógnitas sobre la suerte final de la añorada maestra y con la acumulación de los mencionados pequeños sucesos perturbadores, Mancinelli parece coquetear con el tópico de la casa encantada y, en cualquier caso, es evidente que dosifica una estrategia de suspense que incentiva la atención del lector, evidenciada también en el modo en el que la escritora va cerrando sus breves capítulos, casi siempre dejando en el aire una incógnita intrigante a resolver.
Jugando a esa estrategia, Mancinelli va aclarando las incertidumbres que siembra, que a veces quedan amortizadas en un determinado momento sin que su aclaración esté a la altura de las expectativas que habían despertado. En paralelo, La casa del tiempo siempre va engrosando su sustancia literaria, hecha de sensaciones, sentimientos y pasajes que no necesariamente necesitarían de ese lado de turbación y misterio, que parece propio de otra clase de novela.
Orlando tiene un amigo, Plácido, más mayor, el cocinero y dueño de la fonda del pueblo que muy pronto se revela como alguien que puede estar en el secreto -¿qué secreto?-, que puede saber y sabe más de lo que puede decir y dice. Con Plácido se produce, sobre todo con ocasión de las comidas que prepara y que los amigos comparten, una especie de celebración de la amistad, muy en consonancia con las propiedades del lugar -un pueblecito cercano a Portofino, en el golfo de Génova-, pero ensombrecidas por la latente amenaza de lo sucedido, lo que quiera que sea que allí sucedió.
El personaje de Plácido tiene sus virtudes en la trama, pero no es la mejor su utilización instrumental por parte de Mancinelli para, en oportunas conversaciones con Orlando, ir dando información y servir, según convenga, para clarificar u oscurecer de momento ese bagaje de hechos ignotos del pasado y de la maestra que penden progresivamente sobre el presente anímico en tránsito de Orlando y sobre su repentina decisión de comprar, restaurar y vivir en la casa. Aunque también, como descubriremos, sobre el pasado y el presente de Plácido.
Otro ingrediente que Mancinelli pone en el retortero es la soledad, la crisis y el mal acomodo de Orlando, que vive en la ciudad y no ha querido antes frecuentar su pueblo, en los años precedentes al regreso al que asistimos. Cuando llegamos a tener más datos sobre la relación entre Orlando y su maestra, y también sobre el destino final de ésta, comprenderemos, sí, la importancia que la mujer tuvo en su vida y el alcance de la huella que dejó en él, pero no he acabado de ver la magnitud del desajuste vital del pintor en exclusiva relación con lo que el pueblo, la casa y la maestra pudieron significar en su día.
La casa del tiempo, aunque blandea de manos en su decisiva vertiente emocional, se lee con agrado por la calidad poética de su escritura y, desde luego, por quedar inmerso, quieras que no, en sus nebulosos misterios que se multiplican con la belleza de las estampas de lo cotidiano, con la sutileza de una esbozada historia de amor.
No sé, no he podido evitar la molesta impresión de que en La casa del tiempo hay dos novelas en una, y no me refiero, desde luego, tanto a dos argumentos en uno como a dos referentes literarios genéricos distintos que Mancinelli ha fundido táctica y estratégicamente a base de una elaboración previa muy estudiada que forzosamente agarrota el relato para sostenerlo, para obligarlo a ser lo que es. En tal sentido, los episodios de la visita del hermano y la cuñada y, luego, de una amiga de Orlando a la casa tienen también un fin instrumental -el misterio- y, por ello, no discurren libres y tienen un desenlace abrupto.
Cuando Orlando invita a su amiga a pasar unos días en la casa, escribe Mancinelli: “Era una mujer de su edad, ya no era jovencísima y, por tanto, era discreta, encantadora pero con mesura, inteligente y agradable. Preparó la mesa en el porche, a la luz del crepúsculo estival, cenarían un poco de salami, pan, verduras del huerto…Por cierto, los topos se habían ido. Misteriosamente, a saber por qué. Ni un solo montículo de tierra les servía ya de respiradero, ni había más lechugas marchitas ni apios mordisqueados. Todo prosperaba en perfecto orden. ¡Qué caprichosa es la naturaleza!
>Después, al caer la noche, encendería un par de velas colocadas en botellas viejas y pasarían así la velada, charlando, bebiendo, escuchando los grillos en silencio, disfrutando del aroma del romero…”
Ésta es la zona de luz, de mediterraneidad, de sensualidad cotidiana de la novela, y funciona con el estilo adecuado, entiendo perfectamente que con la deliberada intención de contrastar con ella la oscuridad de la conciencia, el dolor del alma, el peso muerto del pasado. No he desvelado aquí, ni mucho menos, todos los sucesos que La casa del tiempo va insertando como contratipo de esta posibilidad de vida luminosa, como cruz de una cara amable de la existencia. Quizás el lector apreciará mejor que yo esa dualidad de la novela y se sentirá involucrado en ella hasta mucho después de cuando yo empecé a sentirme incómodo con la presunción de su calculada y arquitectónica artificiosidad.