Las cartas boca arriba desde el principio. En traducción de Carmen Gauger, Pre-Textos ha publicado La princesa Brambilla (1820) con el prólogo que su autor, E.T.A. Hoffmann (1776-1822), escribiera para la primera edición de su novela. El romántico alemán, escamado con “la grave solemnidad” con la que un reseñista había tratado muy poco antes su cuento El pequeño Zaches, llamado Zinnober (1819), que sólo pretendía “procurar un entretenimiento pasajero”, advierte que “La princesa Brambilla no es un libro para personas que lo toman todo en serio y a todo dan importancia”. Por el contrario, “el lector benévolo” -como repetidamente llamará Hoffmann a su lector a lo largo del libro- ha de tener “la buena voluntad de olvidar por unas horas las cosas serias y de avenirse al juego impertinente y caprichoso de un duende quizás a veces atrevido en exceso…”. Hará bien, en efecto, el lector de La princesa Brambilla en tener en cuenta la advertencia de Hoffmann, aunque le quepa la duda de si el autor no estará bromeando con su aviso.
La cosa no acaba aquí. En su prólogo, Hoffmann nos ahorra también la mitad del trabajo y de las cavilaciones a reseñistas y lectores al indicarnos que no debemos perder de vista que en la base inspiradora de su obra están los grabados “fantásticos y caricaturescos” de Jacques Callot (1592-1635) y al mencionar los “hechos absurdos” propios de la dramaturgia del italiano Carlo Gozzi (1720-1806), su parcialmente contemporáneo. Y, en efecto, las caricaturas y abigarramientos de los dibujos y grabados de Callot no sólo están detrás de la imaginería, en general, sugerida por Hoffmann, sino que, mucho más en concreto, las 24 láminas de su obra Balli di sfessania (1622), dedicadas a personajes de la commedia dell’arte, son la fuente directa de esos mismos personajes, convocados y activos en La princesa Brambilla. Leo, igualmente, que en las primeras -y en otras ediciones- de este relato, Hoffmann -que cita a Callot en su texto- hizo imprimir ocho de esas láminas.
La commedia dell’arte, los cuentos de hadas y las fábulas teatrales -bases esenciales de La princesa Brambilla- fueron el sustento del teatro de Carlo Gozzi en su furiosa oposición al teatro más realista de Carlo Goldoni (1707-1793) y de Pietro Chiari (1712-1785), no sé si aludido en un Antonio Chiari que aparece en la novela como autor de dramas morrocotudos. La princesa Brambilla no es, exactamente, un roman à clef, pero hay en ella alusiones a personajes históricos y, sin duda, menciones y pullas al hilo de querellas y debates -lo cómico frente a lo dramático, por ejemplo- entre creadores de la época.
Esta introducción ha sido larga, lo sé -incluso lo siento-, pero el lector de estas líneas, si ha puesto atención o si opta por refrescar lo leído, ya tiene prácticamente sobre la mesa todos los ingredientes de La princesa Brambilla. ¿Y el argumento? ¡Ah, el argumento! La laberíntica, populosa y vertiginosa zarabanda de personajes es imposible de resumir, más cuando congrega historias dentro de la historia, mitos, personajes de cuentos y leyendas, los dichos de la commedia dell’arte y muchos más, todo ello agitado, acelerado y revuelto con mascaradas carnavalescas y teatrales, magias y encantamientos, trucos y escamoteos, suplantaciones, sueños y desdoblamientos, todo ello muy “marca Hoffmann”.
Pero, bueno, habrá que decir que la historia transcurre en Roma, en sus calles sobre todo (el Corso, notoriamente), palacios, teatros y casas y que es, a fin de cuentas, una historia de amores con final feliz, amores, al borde de lo imposible, entre el famoso y exagerado actor dramático Giglio Fava -apellido que recuerda a faeba, fábula- y la bella y modesta costurera Giacinta. Amores perturbados y enredados por el cruce en sus vidas -¿en sus sueños, en sus deseos, en su imaginación?- por la aparición en escena -nunca mejor dicho- de la hermosa y esquiva princesa Brambilla y de su presunto prometido, el inopinado príncipe asirio Cornelio Chiapperi. Tengo la frívola tentación de decir que todo resulta -incluidos los colores- un tanto lisérgico y de recordar la extremada afición a la bebida de Hoffmann, lo cual en modo alguno habría de servir para restar mérito a la prodigiosa imaginación del autor de Los elixires del diablo (1816) -su vertiente gótico-siniestra- o El cascanueces y el rey de los ratones (1816), quien no en balde fue también dibujante, pintor y, a no olvidar -a propósito de este “capriccio”-, músico considerable.
La literatura, la pintura, el teatro y la música (y sus fantásticas fiestas y ensoñaciones) se congregan y se multiplican, pues, en esta hiperplástica, bienhumorada y, sí, romántica historia, que rehúye la solemnidad casi tanto como el realismo -o sea, como alma que lleva el diablo- y que es una montaña rusa de giros y sorpresas, de citas veladas y referencias no tan veladas, de irrupciones, desapariciones y apariciones (mutantes). Y que no deja de tener, por más rara que ahora nos parezca la especia, un cierto toque cervantino.
Escribe Hoffmann: “…De ahí me viene quizás el valor para continuar en público el trato familiar con toda clase de figuras extravagantes y con muchísimas visiones harto estrafalarias, e incluso de invitar a las gentes más serias a unirse a esa extraña y abigarrada compañía, y tú, amadísimo lector, no podrás tomar esa audacia por insolencia sino por el excusable deseo de ponerte en la tentación de salir de la banalidad cotidiana y de procurarte diversión de un modo muy original en un terreno extraño que, sin embargo, en último término, está integrado en ese reino que, en el verdadero ser y la verdadera vida, el espíritu humano domina conforme a su libre voluntad”.
Toda una declaración de principios. Pero estas líneas no pertenecen al prólogo, sino que forman parte de las varias intervenciones en las que Hoffmann se introduce en el texto, comenta o proclama sus intenciones y juega con sus personajes, con el relato y con el lector, entre bromas y veras, con un punto gamberro. ¡Guerra a la banalidad cotidiana!