Se nos ofrece una nueva oportunidad de descubrir a Mavis Gallant (1922-2014), de descubrirnos ante su talento, de descubrir a una de las mejores escritoras del siglo XX. Primero fue un libro atípico en ella, titulado aquí Los sucesos de mayo. París, 1968, publicado por Alba en 2008. Nacida en Montreal, Gallant, tras un brevísimo y casi juvenil matrimonio en tiempos de guerra, se instaló en París con lo puesto, en 1950, y allí se hizo escritora y vivió hasta su muerte. El aldabonazo para el lector español llegó en 2009, cuando Lumen publicó Los cuentos, una selección de treinta y cinco historias breves entre las más de cien que Gallant publicó, junto a los más grandes del género, en The New Yorker desde 1951. Con los cuentos, entre nosotros, ya se sabe, unas veces bastan para esclarecer definitivamente a un autor, y otras veces, las más, necesitan del refuerzo de sus novelas. Gallant sólo escribió dos, y Agua verde, cielo verde (1959) no nos llegó hasta la traducción de Impedimenta de hace un par de años. Conocemos mucho mejor a Margaret Atwood y Alice Munro, escritoras canadienses nacidas en los años 30, y ambas se consideran en deuda con Gallant.
Con traducción y prólogo de Inés Garland, la editorial bonaerense Eterna Cadencia nos ofrece ahora Los cuentos de Linnet Muir. Parece ser que estas historias (seis), escritas en la segunda mitad de los años 70, fueron recogidas juntas por primera vez, junto a otros relatos, en Home Truths (1981), una de las varias colecciones de cuentos de Mavis Gallant.
En el primer cuento (Voces perdidas en la nieve), Linnet es una niña pequeña, atónita y mosqueada con las disfunciones de su familia, y en el último cuento (Variantes del exilio), que arranca en el tercer verano de la II Guerra Mundial, es una joven casada en trance de perder a su marido e iniciar una nueva vida.
Que sí, que no. Linnet Muir es y no es un “alter ego” de Mavis Gallant. Con los testimonios de la escritora -o a pesar de ellos-, se ha terminado por establecer que Los cuentos de Linnet Muir conforman el relato más autobiográfico de la escritora canadiense, con la consabida precisión de que los hechos y los personajes contemplados no son el reflejo literal y exacto de su vida, pero recogen trazos inequívocos y más que abundantes de su biografía y de su personalidad.
Gallant tuvo unos padres desastrosos. Su padre murió cuando ella tenía diez años, y no fue informada hasta mucho después de su fallecimiento. Su madre se volvió a casar y se desentendió completamente de ella. La niña llevó encima un peregrinaje por internados de todo tipo (monjas incluidas) hasta completar el récord de diecisiete colegios antes de terminar sus estudios. Trabajó como periodista en un periódico de Montreal. Su matrimonio fue efímero, como hemos dicho, y todo ello, bajo distintas variables, queda consignado en Los cuentos de Linnet Muir.
Lo que vale desde el primer momento es la mirada, esa mirada crítica, disconforme, sarcástica o indiferente, curtida en las primeras anomalías familiares que se describen en el primer relato. Comprendemos que la mirada de esa niña, su modo de encarar las inconveniencias, las adversidades y, desde el principio, su represiva educación, su manera de calar perfectamente las carencias, dobleces y trapisondas de los personajes que la rodean, es (será) la mirada de la escritora, forjada en la dificultad de su propia supervivencia. Esa mirada (la de la escritora) es una mezcla de inclemencia, desenfado, ironía, rebeldía y, eventualmente, sutil compasión. La narradora no se toma las cosas a la tremenda, puede ser despiadada pero sin cebarse haciendo sangre, recurre al desdén y al humor antes que a la dureza destructiva. Literariamente, se traduce en una escritura de deslumbrante precisión e inteligencia, capaz de producir las reflexiones y los pensamientos más agudos, capaz de crear las situaciones más hilarantes y los personajes secundarios más ricos y matizados, siempre como con una retranca que pone distancia dramática, pero que, a la vez, fulmina con furia interior desde lejos. Y eso vale también para reflejar el conjunto de la sociedad canadiense, de franceses e ingleses, de católicos y protestantes, sus comportamientos sociales y sus también colisionantes sentimientos religiosos y políticos. Es muy zumbona, Gallant, con el complejo tejido social canadiense. Y, desde el desamparo y la soledad, lo que se termina por describir es, como en algunas novelas, el itinerario de un aprendizaje, de un crecimiento, de la creación de la fibra, la coraza y las armas que es preciso tener -que una mujer tiene- para afrontar y enfrentar la vida, el mundo y los hombres y reconocer quién es y quién ha de ser desde su radical independencia.
Aquí hay una proclamación: “Y entonces esa mañana de junio y el viaje por las calles vacías de esos tiempos de guerra todavía suenan en mi mente como un redoble de tambores. Mi vida era mi propia revolución, los tiranos depuestos, la constitución arrancada de manos reticentes; era, yo sola, la muchedumbre liberada incendiando el palacio; yo era las banderas, los árboles, los carteles en las ventanas, los trenes adornados con flores. Yo y nadie más que yo era los cánticos y los fuegos artificiales de 1848 que confiaba surgirían de la guerra; y, como en los poéticos primeros días de cualquier revolución, como en los primeros días de cualquier aventura amorosa, no había ni el susurro de una voz que me dijera “podrías hacer concesiones””.
Sin concesiones. Nada de hacer concesiones. Nada de ser como esas chicas que “habían nacido con un talento natural para ceder”. Nada de ceder. Ni en la vida ni en la escritura.