La situación de Joseph Roth (1894-1939) mientras escribía Confesión de un asesino (1936) era penosa a más no poder. Murió menos de tres años después de la publicación de su novela. Él mismo decía que no estaba en sus cabales. Radicado fundamentalmente en París, en trance de divorcio de su mujer, Friedericke –esquizofrénica, varias veces internada, asesinada por los nazis en 1940–, con gravísimos problemas económicos para la mera supervivencia, severamente alcoholizado con secuelas sobre su salud, la vida de Roth se iba extinguiendo en la más absoluta desesperación.
Así queda de manifiesto, y con tintes muy dramáticos, en las frecuentes cartas cruzadas con Stefan Zweig, que Acantilado publicó en 2014 bajo el título de Ser amigo mío es funesto. Correspondencia (1927-1938). El pobre Roth pedía, urgía, reñía y mareaba sin cesar a Zweig, quien, con infinita paciencia, como un santo, aconsejaba, ayudaba e intercedía por su infortunado amigo. Roth y Zweig, según se cuenta en el libro Ostende. 1936, el verano de la amistad (Alianza), de Volker Weidermann, compartieron una temporada de relativa calma y tregua en la ciudad balnearia belga el mismo año de la aparición de la novela, que, en principio, se iba a titular El parroquiano.
En dicha correspondencia, y en relación a Confesión de un asesino, se pueden leer las siguientes palabras de Zweig a su colega: “Su novela es excelente, precisamente porque no está alargada más allá de su medida (…) Esta vez la proporción es perfecta, y lo ruso no está sólo en las figuras, sino también en el ritmo. Enhorabuena. La próxima, más”.
Lo ruso. Luego se ha dicho que Confesión de un asesino, contada en una noche –ése es el título completo de su original en alemán– es “la novela rusa” del autor de Hotel Savoy (1924) y La marcha Radetzky (1932). Zweig lo vio de inmediato, no sólo por la evidencia de los personajes y los escenarios principales de la acción, sino, incluso, por el ritmo. Y lo habría visto también, a buen seguro, digamos que por el espíritu de su temática: la historia de un lobo solitario, de un desplazado, de un presunto asesino, de un tipo (Golubtschik) que se comporta con vileza, herido por rencores relacionados con su clase social y con su identidad, acuciado (con matices) por la necesidad de confesar, de reconocer sus culpas y de expiarlas de algún modo. Un personaje, pues, muy de la literatura rusa del XIX.
La acción arranca en Tari-Bari, un restaurante ruso de París, en el que un escritor –el propio Roth o su trasunto, pues la novela contiene muchos rasgos autobiográficos– escucha durante una noche, entre vapores de aguardiente, el estremecedor relato de otro parroquiano (también ruso), un hombre misterioso y sombrío (el tal Golubtschik), hijo ilegítimo de un modesto guarda forestal, que, desde su infancia, narrará, básicamente, su afán por ser reconocido y formar parte de la casta principesca de su padre natural, la rivalidad y el odio hacia su hermanastro, su cegadora pasión por una mujer llamada Lutecia, su crimen y, entre otros jalones, su abyecta pertenencia, tiempo atrás, a la Ojrana, la policía secreta zarista. La acción, que también se desarrolla tiempo atrás en París, acoge el tránsito entre el zarismo, la Primera Guerra Mundial y la revolución soviética.
Editada ahora por Mármara, con nueva traducción de Carlos Fortea, Confesión de un asesino, como ya puede deducirse, no sólo atrae por una trama repleta de acontecimientos al hilo de la pasión y el delito –de lo privado y de lo público-político, según distingue Golubtschik–, sino que con la fluida densidad de su estilo –valga la contradicción– se expresa ese tormento, esa angustia existencial y moral propia de la literatura rusa, concretada, como el propio narrador reconoce, en una atmósfera infernal y diabólica que se extiende hasta un final devastador.
Hablando de la Gran Guerra, en la que Joseph Roth –nacido en un pueblo que hoy pertenece a Ucrania– participó, dice Golubtschik: “La muerte estuvo cerca de todos nosotros. Estábamos familiarizados con ella, lo sabéis, como con una hermana. La mayoría de nosotros la temía. Pero yo, la buscaba. La buscaba con todo mi amor y con todas mis fuerzas. La busqué en las trincheras, la busqué en los puestos avanzados, entre las alambradas y delante de ellas, en el fuego cruzado y el ataque al asalto, en el gas venenoso y en todos los lugares que queráis. Recibí distinciones, pero nunca una herida. La buena hermana muerte, sencillamente, me rehuyó. La buena hermana muerte me despreció. A mi alrededor caían mis camaradas. Yo no los lloraba en absoluto. Lamentaba el hecho de no poder morir. Había asesinado, y no podía morir. Había hecho un sacrificio a la muerte, y ella me castigaba: a mí, únicamente a mí no quería tenerme”.
La muerte está omnipresente en la novela. Más allá de la necesidad de expiación –crimen y castigo–, la llegada de esa “buena hermana muerte” bien pudiera ser un ansia de Joseph Roth en el despiadado y abismal laberinto de sus últimos años.