Los libros de entrevistas con grandes creadores son uno de mis géneros periodísticos -¿y literarios?- favoritos. Las entrevistas largas y en profundidad deparan la ocasión de conocer el análisis que el creador hace de su propia obra y de sus métodos de trabajo. También de sus opiniones sobre su disciplina, sus maestros y sus colegas, y siempre llevan consigo un recuento autobiográfico, un retrato de personalidad y, entre otros muchos ingredientes posibles, un repaso a su pensamiento sobre otras muchas cuestiones de interés. Si están bien hechas, obviamente, se leen con facilidad, como una especie de ensayo a dos voces o a cuatro manos.
Hay dos modelos básicos. O el diálogo de uno o más interlocutores con el artista, o la recopilación, por parte de un editor, de varias entrevistas de diversos autores con el creador. El segundo modelo, y en el campo de la literatura, tiene para mí un clásico gozoso e incontestable que es Opiniones contundentes, selección de entrevistas con Vladimir Nabokov que Taurus editó en 1977 y de la que Anagrama hizo una edición ampliada y completa en 2017. Imprescindible.
El novelista británico Ian McEwan (Aldershot, 1948) nos acompaña nada menos que desde 1980, precisamente cuando Anagrama publicó su primer libro, los relatos de Primer amor, últimos ritos. Le hemos visto crecer, madurar y convertirse, al igual que sus compañeros de camada (Barnes, Amis, Ishiguro, Kureishi y, en un arco de edades, varios otros) en un escritor importante, muy representativo de nuestra época de cambios e inseguridades. Dos generaciones y quizás un pico de lectores hemos leído ya los libros del autor de El placer del viajero (1981), El inocente (1990), Expiación (2001) o La ley del menor (2014) y estamos familiarizados con su estilo, contenidos y puntos de vista, que algunos tildan de tremendistas y provocadores, cosa de la que se lamenta McEwan –le retratan, dice, como “un psicópata literario”- en una entrevista con la profesora española Rosa González Casademont.
Esta entrevista aparece, junto a otras trece, en Conversaciones con Ian McEwan, una selección preparada por Ryan Roberts y editada por Gatopardo con traducción de María Antonia de Miquel. Parece lógico que el lector pueda sentirse atraído por las entrevistas firmadas por su amigo Martin Amis, Zadie Smith –la más personalista- o el psicólogo Steven Pinker –tan en boga ahora por En defensa de la Ilustración-, que se explaya en sus intervenciones. Lo cierto es que todas las entrevistas, con sus diferencias de voz y con una armonía esencial entre ellas, corren a cargo de especialistas solventes y bien informados.
Conversaciones con Ian McEwan reúne todos los atractivos consignados en el primer párrafo de este texto, y el escritor se explica desde una perspectiva laica y de izquierdas –moderada por los años- sobre muchos asuntos de su oficio, su obra, su vida personal, sus maestros y sus contemporáneos y las cuestiones políticas, religiosas, científicas, sociales o éticas más cruciales de nuestro tiempo, matizando la evolución que han tenido su escritura, su vida y sus opiniones. También aflora de forma significativa su afición al cine y su dedicación como guionista de películas.
Diré que por casualidad y con justicia poética leía este libro cuando el otro día tuve la ocasión de ver por televisión En la playa de Chesil (2017), de Dominic Cooke, sobre guión escrito por McEwan a partir de su propia novela (Chesil Beach, 2007), perturbadora película sobre el amor y el sexo –también se habla de ello en el libro-, interpretada por la no menos inquietante Saoirse Ronan, una de mis actrices predilectas en este momento.
En la entrevista con el escritor y periodista cultural Adam Begley –autor de una biografía sobre John Updike, uno de los novelistas favoritos de McEwan-, el autor de Ámsterdam (1998) dice: “Escribir en ordenador es más íntimo, se parece más a pensar. Si volvemos la vista atrás, la máquina de escribir parece un burdo obstáculo mecánico. Me gusta la naturaleza provisional del material no impreso que el ordenador guarda en su memoria, es como un pensamiento no expresado. Me gusta el modo en que las frases o pasajes pueden reescribirse una y otra vez, y el modo en que esa pequeña máquina recuerda todas tus notas y mensajes para ti mismo. Hasta que, cómo no, se enfurruña y se cuelga”.
Dejando aparte la última y muy cierta afirmación, me ha gustado el modo sencillo, cabal y atinado –“se parece más a pensar”- con el que Ian McEwan muestra su preferencia por el ordenador frente a la máquina de escribir. Otros escritores, quizá sinceros, dicen añorar o preferir escribir a máquina e, incluso, a mano. Todo es posible, por supuesto. También el postureo y la impostación de cierta lírica y de cierta épica antiguas asociadas a la leyenda del oficio de escribir. No sé, por esa preferencia por el ordenador, me ha parecido McEwan un tipo fiable (sin colorantes ni aditivos).