En la tranquila indolencia del último puente, y muy lejos de querer emular el ánimo viajero de su autor, he leído, entre otros libros, el breve Venecia, de Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), que Gadir ha editado con bellas, brumosas y acuosas ilustraciones del paisajista inglés Joseph Mallord William Turner (1775-1851), también devoto de la ciudad de los canales.
Se podría discutir (o no) la pertinencia de publicar estos extractos, pues Venecia forma parte del tramo final de un libro mucho más amplio, En el país del arte, que Blasco publicó por entregas en 1896 en “El Pueblo”, periódico por él fundado, y que Evohé editó íntegro el año pasado.
El joven Blasco, que no había cumplido los treinta años, tuvo que salir por piernas de Valencia, donde desarrollaba una airada actividad republicana y antimonárquica, y decidió darse un garbeo por las principales ciudades italianas, muy pendiente de su historia y de su formidable patrimonio pictórico y arquitectónico. Lamentablemente, a su regreso, fue encarcelado durante unos meses.
Todavía no era el exitoso autor de La barraca (1898), Entre naranjos (1900) y Cañas y barro (1902), ni, mucho menos, el escritor de fama mundial que Hollywood canonizaría después llevando a la pantalla a bombo y platillo sus novelas Sangre y arena (1908) y, entre otras, Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916).
Blasco Ibáñez llegó a Venecia en tren, procedente de Florencia, y, como era de esperar, quedó inmediatamente cautivado por el “espectáculo” y el “ensueño” de la ciudad adriática. El escritor no desgrana al detalle sus pequeñas experiencias de viajero, ni habla apenas de la gente con la que se encuentra, excepción hecha de algunos apuntes sobre los inevitables gondoleros y sobre las mujeres, a las que, como es sabido, tenía gran afición.
Lo que hace Blasco, en seis capítulos, es, sobre todo, visitar los grandes enclaves venecianos –la plaza y basílica de San Marcos, el palacio de los Dogos y todo lo demás-, zambulléndose en el arte sacro, palaciego y civil y efectuando al hilo constantes incursiones en el agitado pasado de la república veneciana y en algunas de las figuras más descollantes de esa ciudad de perfume oriental, que estuvo poblada por moros y aventureros y que gozó de un esplendor artístico, económico y político en cuyo envés vivió conspiraciones, delaciones, crímenes y sangrientos y opresivos terrores sin cuento.
La prosa es sencilla, plástica y primordialmente eficaz –no olvidemos que escribía para los lectores de un periódico popular- y soporta bien una erudición apetitosa, instructiva y amable, si bien Blasco, que a veces parece estar en un tris de escribir en alejandrinos, engola el tono, lo enfatiza de puro entusiasmo, y cualquiera diría que, en lugar de redactar para ser leído, lo hace para ser escuchado, como si su texto fuera a ser locutado por una voz en “off” que acompañara a imágenes documentales.
Nos encontramos con el siguiente párrafo casi al final: “En la fúnebre soledad de este canal que tantos crímenes recuerda se siente el instintivo terror que produce un cementerio a medianoche. Parece que del fangoso fondo, envueltos en sudarios, van a surgir a flor de agua, como interminable procesión de espectros, todas las víctimas del Consejo de los Diez, agarrándose con las huesosas manos a los costados de la góndola, clavando en el extranjero la mirada fija de sus ojos amarillos y empañados y entonando como un rugido, con sus bocas llenas de pestilente barro, “Dies irae” contra la Venecia inquisitorial que los asesinó”.
¡Caramba! He aquí una terrorífica visión gótica, fantástica, un tanto a lo Poe y Lovecraft, que confirma el interés de Blasco por el lado oscuro de Venecia, el interés por dejar constancia de los excesos de los tiranos que durante tanto tiempo gobernaron esa ciudad de ensueño. Y de pesadilla.