[caption id="attachment_997" width="580"] Iván Turguénev[/caption]
Un joven de treinta años, aquejado de una enfermedad terminal y presintiendo su muerte inminente, inicia la escritura de un diario, a sabiendas de que son pocos los días que le restan de vida. El texto aparece fechado entre el 21 de marzo y el 1 de abril de un indeterminado año del siglo XIX, en la nada atractiva ciudad de Ovechy Vody, en la que el casi agonizante es atendido –mal, a su entender- por una vieja y decrépita tata.
El propósito de escribir un diario da paso rápidamente a un relato autobiográfico sobre la infancia y juventud del enfermo, a lo que seguirá alguna reflexión sobre su carácter y, por fin, a la historia de su frustrante enamoramiento de Liza, una muchacha de 17 años. Las penosas vicisitudes de este lamentable amorío de tres semanas –que incluirán expectativas y giros sorpresivos capaces de interesar al lector- constituyen el grueso de la breve narración.
Con traducción de Marta Sánchez-Nieves e ilustraciones de Juan Berrio, Nórdica edita Diario de un hombre superfluo, “nouvelle” publicada por Iván Turguénev en 1850, es decir, muy al principio de su extraordinaria carrera literaria y, por tanto, antes de sus grandes obras Memorias de un cazador (1852) y, no digamos, Padres e hijos (1862).
Los antecedentes del joven Chulkaturin, como se llama el diarista, tienen que ver –prematura muerte del padre, madre odiosa- con los del mismo Turguénev que, con su habitual pesimismo, compone un cuento de equívoco corte romántico, sazonado con trazos satíricos y pullas sarcásticas que no afectan a la brillantez descriptiva y a la inteligencia psicológica de una prosa lírica, tal vez irónicamente lírica dado el amargo fondo del asunto.
Dice sobre sí mismo, muy pronto, el atribulado narrador en su diario: “Superfluo, superfluo… He encontrado la palabra perfecta. Cuanto más me interno en mí mismo, cuanto más atentamente contemplo mi vida pasada, más me convenzo de la dura verdad de la expresión. Superfluo, eso es (…) de mí no se puede decir ninguna otra cosa: superfluo, nada más. Un excedente, eso es todo”.
Dura afirmación, ciertamente, desde el lecho de muerte. ¿De cuántos de nosotros se podrá decir que hemos sido superfluos? Mejor, no saberlo. O, acaso, mejor saber qué es preciso hacer para no ser superfluo y estar en condiciones de poder hacerlo.
Chulkaturin amplía poco a poco los rasgos de su condición de hombre superfluo: siempre encontró ocupado su lugar, pues quizá lo buscaba donde no debía; tenía un exagerado amor propio; había una barrera entre sus sentimientos y sus pensamientos, y no sabía expresarlos; se encerraba en sí mismo; se bloqueaba; caía en al abatimiento, la melancolía y la inacción… Chulkaturin se pregunta: “¿quién y para qué necesita a un hombre así?”.
El “hombre superfluo” de Turguénev no fue, a la postre, tan superfluo, ya que se convirtió en un personaje arquetípico de un modo nihilista y pasivo de ser ruso y tuvo un extenso reflejo en la literatura del XIX, incluyendo otras obras del propio Turguénev. Chulkaturin lee –no por casualidad- a su amada El prisionero del Cáucaso, poema de Aleksandr Pushkin, a quien se considera introductor de la noción de “hombre superfluo” en Eugenio Oneguin (1833).