[caption id="attachment_459" width="150"] Raymond Queneau[/caption]
El multifacético Raymond Queneau (1903-1976), de origen y alma surrealistas, escribió con humor, desparpajo, inventiva verbal e insolencia obras singulares que, pese a su excepcional modernidad –o precisamente por eso- han resistido el paso del tiempo y siguen influyendo en los escritores que desean tomarse algunas de las máximas libertades posibles. Ahí están Ejercicios de estilo (1949), Zazie en el metro (1959) –llevada al cine inmediatamente por Louis Malle- o Las flores azules (1965).
En un tramo de su carrera, Queneau se emboscó tras el heterónimo de Sally Mara, presunta jovencita irlandesa cuya figurada identidad le permitiría, entre otras cosas, bromear jocosamente con la rupturista literatura de James Joyce y con la mentalidad de los irlandeses.
Blackie Books reúne en un contundente volumen las Obras completas de Sally Mara, compuestas por un Diario íntimo de la autora, la novela corta Siempre somos demasiado buenos con las mujeres y una colección de aforismos –basados en juegos y distorsiones de palabras- titulada Sally más íntima.
Me voy a referir a la novela, cuerpo central del libro, que desde el título nos trae ecos de Con las mujeres no hay manera (1948), si bien Boris Vian publicó su libro un año después. Queneau y Vian fueron amigos y en su literatura existen numerosas coincidencias.
Siempre somos demasiado buenos con las mujeres se basa, aunque no lo parezca en absoluto, en acontecimientos históricos: el levantamiento en Dublín, durante el Domingo de Pascua de 1916, de los republicanos irlandeses, que tomaron por las armas una oficina de Correos, se atrincheraron en ella y fueron bombardeados por un barco de la armada británica. No es fácil que el tono de farsa irreverente con el que Queneau aborda el mítico e histórico suceso fuera –ni sea- del agrado de los patriotas irlandeses.
Una partida de hombres armados, elementales y analfabetos en su mayoría, que se reconocen y se jalean, sin embargo, con el santo y seña de “¡Finnegans Wake!”, toman, en efecto, la dublinesa oficina de Correos de Eden Quay, se cargan precipitada y nerviosamente a su conserje y a su director y expulsan al resto de los funcionarios y ocupantes. Pero, fatalmente, la joven empleada Gertie, unionista, virgen y a punto de casarse, se refugia en el servicio de señoras. No tarda en ser descubierta, y desde ese momento pasa a ser un engorroso problema para los insurrectos, cuyo jefe dictamina que, por motivos políticos y religiosos, la muchacha debe ser tratada “con corrección”.
No será posible. La prisionera desata los lujuriosos deseos de sus secuestradores, tanto más cuando, de forma harto imprevista, la chica toma ciertas iniciativas eróticas que desquician y descontrolan, uno a uno, a sus en teoría puritanos y “correctos” guardianes.
Asistimos, con la salsa de un humor subversivo y descacharrante, a una sucesión de situaciones y diálogos hilarantes, mientras, en ritmo creciente, se desarrolla una orgía de sexo y violencia, repleta de obscenidades e irreverencias, para las que el demoledor y, a la vez, constructivo ingenio satírico de Queneau, reconocedor de todas las flaquezas de la humana condición, no duda en apoyarse en ingredientes que hoy identificamos como propios del “gore” o del porno “hardcore”.
En un momento dado, ya bastante crítico y confuso, el líder del grupo proclama: “Los hombres –dijo Mac Cormack-, cuando es cuestión de sufrir, somos unos cagones. Las mujeres, en cambio, no paran de sufrir. Hasta se podría decir que han nacido para ello”.
Lo anterior es una muestra suave de la levantisca y revulsiva incorrección política que gobierna –o desgobierna- el sulfuroso relato, estructurado, por lo demás, bajo las más precisas normas conducentes a intensificar y aumentar el interés del curso de la trama. ¿Quién está al mando del navío que hostiga a los congregados? ¡Ah! Buen golpe.