En un rincón tranquilo (Nocturna) es un relato tristísimo, triste de verdad. Su protagonista es un pobre niño, Paul, lloriqueante y asustado, hijo único y solitario de un acomodado bancario, que, en el curso del verano de 1914, descubre, durante sus vacaciones campestres en una villa, cosas graves respecto a su cuadriculado padre y a su muy querida madre, mientras intenta superar sus carencias de carácter, su debilidad. Ello pasa por intentar crecerse y crecer para conquistar a Nandl, una niña que le gusta –pero que está sometida al dictado de Lulu, un farruco muchacho que lo humilla a él-, y por acreditar, en conexión con lo anterior, un valor del que en principio carece y que intentará reforzar –para demostrar a la niña y a sí mismo que puede ser valiente- con ocasión del estallido de la Gran Guerra, de la Primera Guerra Mundial. Dejo en nebulosa el argumento, con lo dicho anteriormente, para no desvelar en detalle los graves sucesos narrados en la novela, que, por lo demás, y aunque pueda alcanzar eficacia dentro de los parámetros del melodrama, tiene su principal atractivo, para un buen lector, en la excelencia de su escritura.
Eduard von Keyserling (1855-1918) fue un escritor alemán, de familia noble, que practicó un culto y expresivo decadentismo impresionista, entre dos siglos, a medias exaltado por la celebración de ciertos goces y gozos, a medias acechado por un temperamento enfermizo y sombrío. Un tipo que hoy es de otra época y que quizás ya lo fuera mientras vivió y escribió, antes de que la ceguera y la sífilis acabaran con su vida, reflejada en retratos en los que aparece con un aspecto mórbido, acuoso y en fase de extinción.
La editorial Nocturna, con alguna más, viene empeñándose en su resurrección, y a ella le debo dos libros que mucho me gustaron: Un ardiente verano (1904) y Princesas (1917). Keyserling escribía novelas breves –las que más me agradan-, y, aparte de documentar el fin de tantas cosas – sobre todo, las propias de su clase aristocrática- con atmósferas viciadas y melancólicas, tenía una maestría absoluta a la hora de describir la sensualidad colorista de la naturaleza y de adentrarse en los pensamientos recónditos y en los movimientos del alma de sus atribulados personajes. Lo uno y lo otro se refleja en sus libros en pasajes memorables.
Paul, ese niño que no sabe “jugar a la eternidad” -¿y quién sabe jugar a eso?-, escucha a su madre hablar de ella y de su dicha: “y ya no existirá el tormento de comprender demasiado tarde”.
No comprender –la vida, el mundo, a los otros, a nosotros mismos- es algo que, eventualmente, nos procura desdicha y sufrimiento. No a todos, claro, sino a los que nos empeñamos en comprender. Pero, frente a no comprender nunca o casi nunca, está muy bien visto ese apunte sutil y preciso de Keyserling: “el tormento de comprender demasiado tarde”. O sea, cuando ya no podemos volver atrás para aplicar lo comprendido y vivir de otra manera y cuando –“demasiado tarde”- queda poco por vivir y lo que queda tiene un aire, un argumento distinto. Somos otros, y todo es otra cosa.