En los teatros públicos pasa como en el Palacio de la Moncloa, que cada nuevo inquilino lo acomoda a su capricho (a costa del contribuyente, claro). En 2015 se reabrió el Teatro de la Comedia, sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC), después de una larga y costosa rehabilitación de casi tres lustros y más de veinte millones de euros. Pero la decoración del vestíbulo no ha gustado al nuevo director de la CNTC, Lluís Homar, cuya primera innovación ha sido trocar los tonos blancos y cremas de sus paredes y zócalos de madera tallada por un rojo inglés con dorados, y sustituir la baldosa de mosaico del suelo por un vulgar pvc de color gris. Ya no están en las paredes las fotografías de sus predecesores —desde Marsillach hasta Pimenta, que recordaban que la CNTC no es flor de un día—, tampoco unas cachondas esculturas-lámpara de tamaño humano tan viejas como el teatro, que representaban a dos negros sosteniendo una llama, y que era del poco mobiliario que quedaba de su primer propietario, Silverio López Larrainza. En fin, que la entrada ha ganado en solemnidad y le vendría bien un incensario sahumando el ambiente.
Ahora vamos al patio de butacas —que sigue sin araña— y al escenario, donde se representa el primer espectáculo de la nueva temporada de la CNTC, El vergonzoso en palacio, dirigido por Natalia Menéndez. Es un célebre vodevil de Tirso de Molina concebido como un carrusel de engaños, fingimientos y equívocos, donde casi nadie es quien dice ser. Esta pieza le gustaba mucho a Adolfo Marsillach y la montó con ambiente de feria en 1989; desde entonces la Compañía no había vuelto a representarla. Es un ejemplo magnífico de juguete cómico intencionadamente barroco. Pena que esta producción sea confusa y abigarrada y que entre la escenografía, los figurantes y las danzas, no termine de comprender bien la suerte de elementos que coinciden y se nos muestran en escena.
El texto (publicado en 1621, aunque estrenado con anterioridad) ha merecido múltiples y sesudos estudios desde distintos puntos de vista. Destaca también porque la trama la sostienen dos personajes femeninos, dos damas nobles que imponen su voluntad en cuestión de amoríos. Hay otras piezas y autores del Barroco español donde la mujer rompe las jerarquías sociales con un comportamiento que hoy llamaríamos libre o liberal y que bien merecen un estudio desde la perspectiva de género, tan de moda en las universidades de hoy. Muchos se sorprenderían con estas damas de comedia del XVII; en la de El vergonzoso… Francisco Ayala contaba que su conducta fue considerada “deshonesta” para la época y ahora veremos por qué.
Magdalena (Anna Moliner) y Serafina (Lara Grube) son hermanas e hijas del portugués duque de Avero (José Luis Alcobendas), y ambas son ingeniosas, tanto como para urdir un engaño que les permita: a la primera, rechazar a un noble para casarse y atraer a Mireno/ Don Dionis (Pablo Béjart), supuestamente plebeyo y de una timidez extrema que le impide moverse con naturalidad en la esfera social y declararle su amor; a la segunda, vestirse de hombre y protagonizar un juego de identidades y una bonita escena metateatral (donde Tirso habla de teatro por su boca), que le hará caer en brazos de don Antonio (Javier Carramiñana). Las dos acabarán retozando en el lecho con sus amores, incluso antes de anunciarlo a su padre. A su alrededor, también todos los demás juegan a mentir y travestirse, como el gracioso (César Camino) o la prima doña Juana (María Besant), que aquí actúa como una maestra de ceremonias de los engaños.
La versión de Yolanda Pallín refuerza los personajes femeninos, y aunque puede que el argumento hoy nos resulte antiguo, es lo de menos, se trata de aceptar las convenciones, jugar a reírse, a ver cómo los personajes cambian de identidad y son descubiertos, a rastrear las tramas que se suceden como una caja de sorpresas. Las mejores escenas están escritas para las dos actrices: Moliner, soporta el peso de la función y resulta convincente, muy graciosa en la célebre escena en la que simula hablar en sueños sobre sus sentimientos en presencia de don Dionis; Serafina también anda resuelta en su escena clave, la del jardín en la que transmuta en hombre y se enamora de sí misma. Camino cumple bien como gracioso, mientras encuentro a Besant descontextualizada por su actualización del personaje. Sobre el vergonzoso al que da vida el joven Pablo Bejart descansa la otra línea argumental de la obra: para trepar en sociedad hay que valer y apartar la timidez.
El mamotreto de árbol que preside la producción lastra su desarrollo; además de una estética dudosa, complica el ritmo y el orden visual de la escena. El escenógrafo Alfonso Barajas ha diseñado un árbol que se desmonta en dos volúmenes (que mueven los actores) y que sirve para ambientar jardines y estancias naturales, mientras guarda también en su interior el sofá desde donde Magdalena habla en sueños. Para recrear el juego especular de la obra se recurre a recubrir foro y laterales de espejos. Y en estos tiempos tampoco podían faltar las imágenes proyectadas, algunas nos muestran mosaicos portugueses por aquello de que la acción se desarrolla en aquellas tierras, otras unos paraguas ¿en recuerdo de la producción de Marsillach?, pero ¿de verdad es necesario que nos proyecten la imagen del amado o amada cuando el personaje recita unos versos pensando en él o en ella?
Toda la obra transcurre en Carnaval, es como se explica la aparición de unos personajes que parecen sacados de un espectáculo de Comediants por su atavío, y que evidentemente refieren los disfraces del momento. Otro asunto son las danzas, que no guardan ninguna coherencia de época ni de otro tipo y parecen diseñadas para ridiculizar a los personajes. Y qué decir del coro (¿simulan aves?) que entra y sale de escena, ataviado con unas capitas verdes y despidiendo unas onomatopeyas pajariles que no logré descubrir qué función cumple como no sea despejar de trastos las escena. Afortunadamente, tanto los actores y el público contamos con el infalible texto de Tirso de Molina.