Miralles, autor y activista teatral
“Yo no quiero gustar, quiero herir”, dicen que respondía Alberto Miralles (Elche, 1940-Madrid, 2004) cuando le preguntaban qué le llevó a escribir teatro. No sé si lo consiguió, pero sí que este “levantino con olor a pólvora”, como lo definió el lunes pasado su colega José Luis Miranda en el homenaje que se le tributó en Madrid a los diez años de su fallecimiento, fue uno de los activistas más entretenidos que ha tenido el teatro español desde los años 70.
Yo encontré en Miralles a un interlocutor extraordinario cuando me encargaron coordinar las páginas de Teatro de El Cultural: siempre entraba al trapo, disfrutaba con el debate y defendía las ideas con una vehemencia a veces hiriente, que subsanaba con su humor y agarrándose a argumentos poco trillados. Escribía teatro y de teatro. Hablaba con ironía de cómo el arte y la cultura habían sucumbido al mercantilismo; de que había que dejar de subvencionar a los autores muertos (los clásicos) para evitar que murieran los vivos; de que el arte tenía que propiciar la rebeldía... No es casualidad que esta faceta de infatigable conversador la recordaran todos los que participaron en el homenaje el pasado lunes: Miranda, el productor y anfitrión Enrique Cornejo, la subidrectora general de teatro, Cristina Santolaria, el dramaturgo Jesús Campos.
En este sentido, él protagonizó una de los enfrentamientos más sonados que se dieron durante la Transición, cuando se enfrentó al crítico Eduardo Haro Tecglen. Este último, en un artículo, defendió la defunción de todo el teatro antifranquista, argumentando que un nuevo escenario político exigía una renovación dramática. Miralles contestó con otro artículo titulado Es la guerra, más madera!, en el que decía de forma contundente: “El nuevo teatro español ha muerto, mueran sus asesinos”.
La generación de Alberto (llamada Nuevo Teatro Español) estuvo muy politizada, como correspondía a la época, pero lo peor llegó tras el franquismo, cuando muchos autores quedaron aturdidos, sin saber muy bien qué rumbo seguir y viendo que las expectativas que se habían creado, no iban a producirse. Así lo vio Miralles:: “Los partidos políticos, durante la clandestinidad, habían pedido al teatro crítica, lucidez y desmitificación. Después, en pugna con el poder, querían evitar la provocación a la ultraderecha por miedo a los tanques, y así el teatro tuvo que perder la agresividad que tanto ayudó a la lucha antifranquista”.
Sí, Miralles fue un hombre crítico con el poder, y en especial con el socialismo que se instauró en 1981, pero eso no impidió que fuera asesor en el Centro Dramático Nacional (CDN) y en el Ministerio de Cultura. Fue uno de los fundadores de la Asociación de Autores de Teatro (AAT), que llegó a presidir y que precisamente saldó su deuda con este homenaje que le rindió en el teatro Muñoz Seca. Hasta este teatro se acercaron el pasado lunes autores como Ignacio del Moral, Fermín Cabal, Jerónimo López Mozo, Carmen Resino, Alfonso Vallejo o Jesús Campos. Me llamó la atención que, con la excepción de Pedro Víllora, casi todos los presentes eran más o menos de su generación, los que comenzaron a estrenar en la década de los 70. Esta ausencia de autores más jóvenes me hizo pensar en cómo son las relaciones intergeneracionales que mantienen nuestros dramaturgos, ¿existen? ¿Cómo se preserva y transmite una tradición teatral?.
En el homenaje, su querida amiga la periodista Maria José Ragué recordó los orígenes de Miralles en el teatro independiente de Barcelona, donde creó el grupo Cátaro en la década de los 60 y con el que se inició como director y dramaturgo. Pero en 1975 se trasladó a Madrid, trabajó con Marsillach como ayudante de dirección en la célebre Marat-Sade (episodio que fue obviado en el homenaje, supongo que por lo mal que terminaron), impartió clases y escribió mucho: teatro, ensayos y artículos periodísticos (una faceta que también han perdido los dramaturgos más jóvenes). Y ganó muchos premios, entre ellos el Nacional de Literatura Dramática que se le concedió en 2005 a título póstumo.
En total, dejó más de 40 obras de teatro, de las que estrenó la mitad, siete ensayos y otros textos de narrativa. En el homenaje un grupo de actores (entre los que estaban Manuel Galiana, Miguel Rellán, María José Alfonso, Pepa Sarsa, Antonio Canal, Víctor Agramunt y Eva Higueras) leyeron fragmentos de algunas de sus obras más destacadas. De su teatro breve, que él llamaba punzaduras para dejar clara su intención, María José Alfonso defendió Dorita Mayalde, cocinera. Se trata de una miniatura exquisita sobre una mujer que aprende cocina para vengarse de un marido infiel y que podría figurar como un precedente de tantas comedias televisivas. Y también leyó la fantástica Céfiro agreste de olímpicos embatesa, en la que con un retórico y engalanado lenguaje que imita al de Calderón, Miralles critica el predominio de los clásicos sobre los autores contemporáneos y se pregunta por el devenir del teatro.
También se recordaron dos de sus piezas más célebres, Comisaría especial para mujeres y Hay motín, compañeras, que en tono de denuncia, dedicó a la mujer y a su situación de desigualdad en la sociedad. Fue también uno de los primeros autores en armarse de valor y escribir sobre ETA, en Los amantes del demonio, pieza jamás estrenada. Y también le inspiraron los poderes fácticos, como en El último dragón del Mediterráneo, cuyo protagonista viene ser una especie de alter ego del fundador de la Banca March. Un autor interesado por un arte que “hiriera” al público no podía dejar de escribir sobre el “gran tema español”, me refiero a la Guerra Civil. El volcán de la pena escupe llanto está considerada como una de sus mejores piezas.