Atlas de islas remotas
Isla de Juan Fernández (Chile), una de las que figuras en el Atlas de islas remotas
Hay un hermoso proverbio chino (que más de uno ha atribuido a Borges) que asegura que Dios inventó al gato para que el hombre pudiera acariciar al tigre. Poseer al tigre en el gato es sin duda el privilegio de la cartografía, la escala de los mapas -por apropiarme de un título de Belén Gopegui- es la medida del ojo del dios y no hay hombre que pueda evitar jugar un poco a ser dios al contemplar un mapa. La tautología soñada por Borges de un mapa tan detallado como la realidad, un mapa escala 1/1 evita lo que en realidad es el centro oscuro, la antimateria de la cartografía; la ilusión de la posesión. ¿Quién no cree poseer lo que mira al mirar un mapa?Judith Schalansky (Greifswald, Alemania, 1980), la autora de este fantástico divertimento, desde luego no puede y me cuesta creer que haya un solo escritor en este mundo que no contemple este libro con cierta envidia de la ocurrencia: elaborar un mapa de islas remotas, a las que nunca se ha ido y a las que nunca se irá, investigarlas y viajar mentalmente a ellas con esa información y -por supuesto- con ayuda de un mapa. Hay que añadir que aunque Judith Schalansky está en este caso a la altura de su ocurrencia, en buena parte del libro uno habría deseado secreta y perversamente que se le hubiese ocurrido antes a un Perec, a un Calvino, a un Manganelli para que le añadiera a todo el rigor y la astucia narrativa, el disparador atómico de una fantasía de primer orden. Schalansky tiene todas las virtudes de una escritora talentosa, cerebral y contenida y esas tres cualidades, unidas a una edición de una calidad realmente extraordinaria, le dan a este volumen un alma muy particular que contiene por igual la frialdad de los mapas y su misterio.
Schalansky ha elegido sus islas, como no podía ser de otra forma, aleatoriamente, pero casi todas tienen algo en común, como indica el título son casi todas verdaderamente remotas y casi todas están inhóspitas, apenas hay islas célebres y las que hay son a título de inventario (Iwo Jima, Santa Helena, Pascua) la mayoría de ellas responden a nombres tan poéticos como Soledad, Socorro, la Isla del Oso, Posesión, Taongi, etc. Y, por supuesto, existen. Por si no fuera poco, anejo a cada texto los editores ofrecen el mapa. La autora se refiere en su prólogo a la fascinación del viaje infantil sobre los mapas y hace una referencia de pasada a un globo terráqueo "táctil" que tuvo oportunidad de tocar en la biblioteca estatal de Berlín, donde el mundo se hizo de pronto "obscenamente tangible". Reto a cualquiera a que mire este libro sin recuperar algo de esa fascinación infantil y de esa sensación de que el peñón más remoto de la tierra se vuelve de pronto, como por arte de magia, increíblemente real.
Schalansky ha tenido el buen gusto de no privar al lector de hacer su propio viaje personal a través de esos mapas isleños. Donde cualquier escritor mediocre nos habría hecho tragar su propia fantasía sobre tal bahía o tal cabo, la astucia de Schalansky se manifiesta precisamente en rodear el misterio con algo palpable, algo sólido, una historia. Y hay que decir que aunque algunas pasen sin pena ni gloria (es lo que tiene lo remoto; que a veces no da para más una vez atravesada su propia lejanía, de ahí el ejemplificador nombre de una de ellas: Decepción) hay algunas realmente memorables y cercanas a un relato de Joseph Conrad, como la de la isla de san Pablo, en el océano Índico, habitada en 1871 por dos náufragos, uno que se hacía llamar el Gobernador y otro que hacía las funciones de súbdito. El súbdito no paraba de referirse al otro náufrago como "un hombre bueno, muy muy bueno" mientras que el Gobernador describía a su subordinado como "un hombre malísimo, malo, requetemalo". Valga como botón de muestra. O también la que relata sobre la isla de Rapa Iti, en el océano Pacífico, tan perfecta y redonda como un cuento de Borges.