Leopoldo María Panero, el genio enjaulado… en el cine
[caption id="attachment_393" width="150"] Leopoldo María Panero[/caption]
Muchos, quizá la mayoría, llegamos a la poesía de Leopoldo María Panero a través de El desencanto (1976). De todos los documentales del cine español, desde Las Hurdes. Tierra sin pan (1933) a En construcción (2001), la película en la que Jaime Chávarri analizaba con carácter entomológico las relaciones familiares de la familia Panero, brilla con una luz especial casi cuarenta años después, y esa luz emana sobre todo de un personaje que adquiere un estatuto legendario, el de un chivo expiatorio convertido en símbolo de todo aquello que la dictadura franquista había destrozado para después ocultarlo en el cajón y cerrarlo con llave. “La locura no se deduce de la palabra, sino de los gestos”, decía Leopoldo María Panero, El Loco, en la película (vean aquí un fragmento), mostrando a cámara, frenta a la cual se transformaba en un personaje esencialmente cinematográfico, que su aparente “locura” no era más que una forma de nombrar la “lucidez”, por muy destructiva que ésta pueda llegar a ser. Y la suya, desde luego, lo fue.
En uno de los momentos más memorables de la cinta, Leopoldo María Panero echa en cara a su madre, la escritora Felicidad Blanc (1913-1990), que le internara en un psiquátrico tras un “infantil intento de suicidio” y porque “fumaba grifa, que hace menos daño que un Celta”. Su militancia antifranquista le llevó a la cárcel y su consumo de drogas al frenopático, comenzando así su peregrinaje por manicomios y sanatorios a lo largo y ancho de España, de una vida de genio enjaulado, con paso prolongado por el psiquiátrico de Mondragón. Felicidad, la viuda cuya familia se desmembra tras la muerte del marido, el poeta falangista Leopoldo Panero (1909-1962), se excusa diciendo que cualquier mujer de su generación hubiera hecho lo mismo. El mal ya estaba causado.
La película se ofrece así, aunque sea accidentalmente, como una incursión en los fantasmas familiares de los Panero pero también en los fantasmas del franquismo, debido a que se empezó a rodar con Franco en vida y se estrenó justo después de su muerte. El peso de la ausencia del padre autoritario en la familia se sintió entonces como el potencial simbólico de la España que luchaba por salir de la tutela tiránica de la dictadura. La viuda y los tres hijos (Juan Luis, Leopoldo María y Michi), todos con capacidades histriónicas, protagonizan largos monólogos de carácter casi terapéutico frente al objetivo de Chávarri, siempre filmando en plano fijo, con una luz sombría, abriendo las puertas a las fricciones entre el documental y la ficción. La película pone en escena un juego de traiciones, según explicó el propio Chávarri, en el que “los miembros de la familia se traicionan a sí mismos para que luego la película les traicione a ellos”. En El desencanto termina por dibujarse una inquietante metáfora sobre las herencias psicológicas de la dictadura.
Varios años después, el hermano pequeño, Michi (1951-2004), le propuso a Chávarri realizar una segunda parte titulada El desconcierto, que al final dirigió Ricardo Franco bajo el título Después de tantos años (1994). Más oscura si cabe, indagando en los restos del naufragio, se trata de una desgarradora, laberíntica, complicadísima prolongación de la obra de Chávarri, una aventura moral y artística que desactivaba del todo la institución familiar y las secuelas de la democracia, radiografiando su descomposición y decadencia. El “encantador esquizofrénico” de Michi, el “peligroso paranoico” de Juan Luis (1942-1913), como se refería a ellos su hermano El Loco en la película de Chávarri, ya pasaron a mejor vida. Se ha ido el último de la saga, el más creativo y extremista de todos ellos, el que las páginas de la literatura recordarán como el Artaud español, el poeta maldito de las letras españolas. Hoy, quizá más que nunca, El desencanto y Después de tantos años forman una sesión doble de visión obligatoria.