Alucinante es el montaje que el CNDM ha preparado en torno a esta interpretación integral de la obra de Bach. Son conciertos de por la mañana, a las doce y media. El ciclo se llama Bach Vermut y a los espectadores se les ofrece, efectivamente, un vermucito, con variedad de ricas tapas y golosinas. Preludio y tapa. En los prolegómenos del concierto, el vestíbulo de la Sala Sinfónica, habitualmente venerable y distante (y medio desierto si se trata de un recital de órgano), se vuelve castizo, toma olor a tasca y, sobre todo, se llena de gente, que es de lo que se trata. Después del concierto, en el vestíbulo de arriba, el de los tapices de Sempere, un grupo de jazz versionea a Bach durante media hora.
El éxito de la fórmula es apabullante. Dos mil personas abarrotaban el lugar y digirieron uno tras otro los preludios corales en meritorio silencio. Al final vitorearon entusiásticamente al organista y también al organero, el maestro Gerhard Grenzing, a quien Foccroulle llamó al escenario a saludar. Recuerdo bien los primeros ciclos de conciertos que se organizaron en el Auditorio, nada más instalarse el órgano, hace ahora un cuarto de siglo. Era desolador ver a los mejores organistas del momento tocar prácticamente solos, ante unas pocas docenas de espectadores. Madrid, que no es de por sí ciudad de amantes del órgano, recibió este instrumento con toda frialdad. Claro que Madrid no era tampoco amiga de cámaras ni de cuartetos. Recuerdo también la sensación de frío con que oí tocar en el viejo Teatro Real, ante cuatro gatos, al Cuarteto Alban Berg. Y sin embargo, hoy Madrid es la sede del Liceo de Cámara, uno de los ciclos de esta especialidad punteros en Europa. El Liceo y este increíble Bach Vermut son ejemplos de cómo el ingenio y la tenacidad pueden dar la vuelta a la tortilla y transformar un erial en un vergel. Lo de cámara, aún, pero lo del órgano me tiene pasmado. Nunca hubiera creído que los madrileños pudieran venir a oír música de órgano de dos mil en dos mil.