[caption id="attachment_565" width="237"] Xiaojing Liu, pipa (LIMBO Photo Agency)[/caption]
Ayer pasé el día rodeado de músicos chinos. Concretamente, de Pekín, porque Shangai no es lo mismo. Toda la cúpula del Conservatorio Central de Música de Pekín vino a visitar la Escuela Reina Sofía. Es un conservatorio gigantesco por número de estudiantes (¡1.500 solamente en el tramo superior!) y porque abarca todos los tramos, niveles, secciones y disciplinas imaginables, desde la psicomotricidad de jardín de infancia hasta la composición o el máximo perfeccionamiento instrumental. En música tradicional china es la cumbre de las cumbres. En música clásica europea es una de las grandes instituciones de Asia. Fue la cuna de Lang Lang y de Yuja Wang, los dos jóvenes pianistas de gran talento que han revolucionado el anquilosado universo de la clásica con sus formas novedosas de tocar y de comportarse. En muchos sentidos, los músicos chinos son el futuro, cuando no el presente. Los chinos de Pekín, de Shangai, de Hong Kong o de Taiwán, junto con sus vecinos coreanos y japoneses, llevan ya muchos años copando el palmarés de los principales concursos internacionales de música, incluidos los nuestros: el de Santander, el María Canals, el de Jaén, el Iturbi y los demás. Los puristas suelen torcer el gesto, diciendo que tienen todos una técnica fantástica, que tocan más notas por segundo que nadie, todas exactas, limpias e iguales, pero que no acaban de comprender del todo lo que están tocando. Quizá. Pero es que hay muy pocos músicos, orientales o no, que comprendan del todo lo que están tocando. En realidad no es necesario. Ni siquiera sé si es posible. La música me parece de por sí incomprensible. Crearla y tocarla como la tocan los mejores es una hazaña y disfrutarla es una experiencia inquietante, porque nos remueve de manera incontrolada el pozo de las emociones a una profundidad a la que, si no, rara vez bajamos.
Para compensar, constaté también que la música de la máxima calidad, puesto que no requiere ser comprendida (¿cuántos espectadores de una sala de conciertos europea “comprenden” el cuarteto de Brahms que están oyendo?; ¿cuántos son capaces, siquiera, de orientarse, de saber si están en el desarrollo o en la exposición, si nos hemos ido a un tono lejano o si este trocito que acaba de sonar en la viola es una variante, por inversión, del tema principal?), digo que como no requiere comprensión, la música es capaz de reunirnos con quien sea a un nivel profundísimo, por mucho que nos separen los kilómetros o los fonemas. No voy a descubrir ahora el mediterráneo de la música como lenguaje universal, pero sí quiero constatar la íntima satisfacción que sentí al oír al Cuarteto Amber —cuatro jóvenes extraordinarios que han vivido sus aún cortas vidas casi enteras Pekín y trabajan ahora en Madrid— sacándose de muy adentro el Rasumovsky 2 de Beethoven. O el choque brutal que me produjo el breve recital de pipa (especie de laúd) que dio Xiaojing Liu. ¡Qué barbaridad! ¡Qué perfección, qué limpieza y, sobre todo, qué intensidad! No había oído una expresión musical tan intensa más que a los japoneses de la música de la corte, o a algún flamenco. Miradlo aquí ( minuto 30:15) y decidme si exagero.