El comunicado de la muerte de Jean-Luc Godard a los 91 años de edaden Rolle, Suiza, informaba de un “suicidio asistido”, de que su única enfermedad era el agotamiento. El tiempo le había vencido y no quería seguir inscrito en la línea de los vivos. Le habían matado ya tantas veces, como cineasta, como intelectual, como artista, que al menos iba a decidir sobre su última muerte.
Inconformista y libre hasta el final, había cumplido ya mucho tiempo atrás la ambición del artista que expuso en su primer largometraje, tomando prestada la jocosa respuesta de Jean-Pierre Melville a la periodista interpretada por Jean Seberg: “Convertirme en inmortal y luego morir”.
Ciertamente se ha ido el más grande de los cineastas. Y con él, se ha ido un mundo entero. Pero también sabemos que su muerte no es definitiva. Precisamente su muerte.
En la película Soft and Hard (1985), que hizo junto a Anne-Marie Miéville (la tercera y definitiva de las “annes” en su vida y obra, pues con todas ellas trabajó hasta que el amor o el cuerpo murieron), se filmó conversando sobre sus películas en el sofá de su casa. En un momento dado, ella dice que él es capaz de hacer cine con una caja de cerillas. Es una observación difícil de olvidar. Godard encaja el elogio sin humildad ni asombro, consciente de que tiene razón. Ciertamente, el franco-suizo nunca necesitó gran cosa para armar una obra maestra.
Pensaba como piensa el cine, generando alquimias, universos y pensamientos complejos con la combinación de imágenes y sonidos, como un hechicero en la mesa de edición, pues fue con sus experimentaciones y atrevimientos en el montaje (desde el jump-cut accidental en su debut a los reveladores solipsismos de sus múltiples ensayos visuales y el tratamiento sonoro de su última etapa), que Godard realmente revolucionó el medio y se adelantó a todos sus contemporáneos y supuestos visionarios. “Mostrar y mostrarme a mí mostrando” emerge como una de las más sucintas y fundamentales formulaciones en torno a su estética cinematográfica. El gen pedagógico.
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Pareciera que cada vez que el autor de El desprecio (1965) hacía una nueva película, como comentó un crítico francés, el cine envejecía automáticamente diez años. Y esto ocurrió hasta su último filme, El libro de imágenes (2018), el testamento de un sabio que había saldado definitivas cuentas con el cine, y que siente ya el crepúsculo en su mirada pero se resiste a claudicar y cerrar los ojos.
Es una obra tomada por su voz cavernosa, como procedente de los confines de Platón, y por la que aún tienen que pasar muchos años para que sus enseñanzas sean evidentes. Sentimos en todo caso que se autorretrató en el último suspiro de aquel filme, “robándole” una secuencia vigorosa, bellísima, a El placer, la danza del amor y la muerte de un bailarín enmascarado, girando elegante y frenético sobre sí mismo hasta caer. Corte a negro.
Finalmente Godard, como el bailarín de Ophüls, se ha derrumbado. Por agotamiento. Cuando todos sus amigos y coetáneos y compañeros se habían ido ya. Ha cerrado los ojos cuando ha querido. No nos sorprende.
Tan instintivo como cerebral, fue un poeta posibilista que, cuando niño, llegó a pintar toda una exposición de cuadros en azul porque, según confesó a su hermano mayor, “solo tenía a mano un tubo de pintura azul”.
No es únicamente el genio de su clarividencia audiovisual (de narrativas rotas y búsquedas formales) lo que le distingue del resto, sino su absoluta libertad y determinación para hacer en todo momento la película que quiso hacer, sin responder a las expectativas de nadie, más bien rompiéndolas o utilizándolas en su favor. Porque su territorio de crecimiento creativo siempre fue el de las formas. Si hay dos tipos de cineastas, el que busca la forma para su contenido o el que encuentra el fondo a partir de la forma, Godard fue de los (pocos) segundos. Consideró a Hitchcock como el mayor creador de formas del arte cinematográfico… Hasta que llegó él.
['Al final de la escapada': Godard y el arte discontinuo]
Tras el estreno de Al final de la escapada ofreció una desconcertante entrevista televisiva en la que se lamentaba (incluso se avergonzaba) del éxito de su debut: “El público confía en mí. Espero decepcionarles para que no vuelvan a confiar en mí”. Resulta escalofriante la dosis de vaticinio en estas palabras, como si el rechazo visceral que provocaría el cineasta años después (y hasta su muerte) entre determinado público y crítica respondiera a un plan maestro, que encuentra en el desprecio el motor de su arte. Alérgico a las convenciones y los aplausos, su tránsito inquebrantable siempre se negoció a contracorriente, como si en las rupturas de su arte encontrara también su redención.
Demasiado peso sobre las espaldas
El colosal legado de doce largometrajes que dejó para la posteridad entre 1960 y 1967 (hasta Week-end), esculpió su leyenda en los años más laureados de su carrera, por los que ha sido agasajado y reverenciado. La enorme influencia –en artistas, en la historia, en la sociedad– que han ejercido las películas creadas en ese periodo mágico junto a Anna Karina es algo con lo que ha tenido que lidiar el resto de su vida y seguramente no ha sido fácil. Demasiado peso sobre las espaldas. Demasiada atención.
Su triunfo reside en haber sobrevivido a su leyenda, sus incontables enemigos y su talento abismal. Y hacerlo del único modo posible, renaciendo una y otra vez, mutando de piel para proteger al artista insobornable, impredecible, narcisista; al poeta, al erudito, al memorialista, al semiótico y al activista, al eterno insatisfecho, al más listo de la clase.
Y lo ha hecho en gran medida neutralizándose, aislándose, arrinconándose en la oscuridad, negándose a exponerse como un objeto de museo o un organismo en formol que ya hizo y dijo todo lo que tenía que hacer y decir. Más bien al contrario. Su desafío fue explorar sus límites. Su filmografía fue una constante negociación consigo mismo y, sobre todo, con el arte del cine, su potencial, guiándole en su pasaje a la omnipresente dimensión audiovisual del siglo XXI. El archivo YouTube parece una respuesta tardía a Godard.
Su gran proyecto artístico no quedó al margen de su propia persona, la de una vida vivida para la creación, para el trabajo (desde 1970 hasta el final su casa fue su laboratorio audiovisual), conectado con las crisis y revelaciones de su tiempo, y sobre todo sin establecer jerarquías entre sus películas, pues si algo nos enseñan los años invertidos en la espeleología del cine godardiano es que, por pequeña o devaluada o invisible que aparente ser una pieza, siempre hay que prestarle atención.
[Jean-Luc Godard, el revolucionario que elevó el cine al panteón del arte]
Resulta paradigmático en este sentido su cortometraje Puissance de la parole (1988), que realizó por encargo de France Telecom. El germen de naturaleza corporativa del vídeo en torno a las maravillas de la comunicación por satélite se convierte en sus manos, al decir de Antoine de Baecque, en el “gran filme cósmico de montaje godardiano”, que estudiosos de su obra como Nicóle Brenez o Raymond Bellour colocan a la altura de sus más reconocidas obras maestras.
Todos sabemos que el mundo no le echará en falta como se echan en falta a las figuras públicas más queridas. Tampoco a sus películas. Resulta irónico cuanto menos que su muerte haya coincidido con los masivos cortejos fúnebres de su coetánea Isabel II. El periodo isabelino coincide casi exactamente con el periodo godardiano. Y hay algo bien inquietante en ello. A quienes sedujo Godard, lo hizo a través del intelecto o del juego poético, no por su simpatía o capacidad de empatía. Realmente traicionó a todos –esposas, amantes, amigos, mentores, colaboradores, productores, espectadores, críticos, etc.– menos a sí mismo. Fue un hombre solitario cuya soledad se hizo más honda al margen del común de los mortales.
Fue el cleptómano irredento que vendía primeras ediciones de Voltaire robados a la familia para financiar sus primeros cortos, o el cineasta desquiciado por la revolución que golpeó en público a su distribuidor en el estreno londinense de Sympathy for the Devil, su película con los Rolling Stones. Fue el director sin frenos que entró en coma en un accidente de moto (su primera muerte) o el hombre profundamente deprimido tras el rodaje de Viento del Este que fue salvado in extremis del suicidio por un amigo.
En el largo crepúsculo de su vida, que arrancó en el siglo XXI, aislado en Rolle junto a su mujer y más fructífera colaboradora (queda pendiente situar en el mapa de su obra la colosal importancia de Mieville en la grandeza godardiana), fue también el grand-pere de los hijos de su tercera esposa, que adoptó como propios y que probablemente le han acompañado en su último tránsito.
Ciertamente, el relato de su extensa, inabarcable filmografía (casi 200 títulos) se ajusta a las energías de sus periodos históricos y a las formas de producción de cada película, desde la asilvestrada poética de la Nouvelle Vague concentrada en Pierrot, el loco (“Godard es arte”, escribió el poeta Aragon al verla), y con la que lideró una revolución sin precedentes, hasta la épica y la intimidad de la moviola de las monumentales Histoire(s) de cinéma en adelante, pasando por el adoctrinamiento de guerrillas del grupo maoísta Dziga Vertov, sus experimentaciones con el vídeo y la televisión en los setenta, la trilogía de lo sublime con producciones alrededor de las artes clásicas que le devolvieron a la gran pantalla en los ochenta, y las texturas y procesos del digital (incluyendo la imagen en 3D) a partir del siglo XXI.
En todos estos periodos encontró su propia forma de seguir siendo el cineasta más libre del mundo, también el más contestatario, incómodo y lúcido de todos ellos. Y el más contemporáneo. Nunca filmó el pasado. Rescató los fantasmas del pretérito con imágenes de archivo. En sus inicios veneraba a André Bazin, Fritz Lang y Bertolt Brecht, pero hubo de matarlos intelectualmente, trascenderles y encontrar su propio camino, tortuoso y zigzagueante, llevado por un cometido mayor al de hacer películas: hacer cine, que no es lo mismo, y forzar los límites de su lenguaje.
A esa misión, de naturaleza casi mesiánica (en el sentido de que se sintió “elegido” para ella), dedicó su vida. Quedan sus películas, su verdadera descendencia (nunca tuvo hijos), para atestiguarlo. Aunque muchas de ellas permanecen invisibles para los canales de distribución normativos. Una película de Godard puede al mismo tiempo ser tan densa como un ensayo filosófico y tan bella como una pintura romántica.
Rapsoda de la segunda mitad del siglo XX, cronista de sucesivos Apocalipsis (entre ellos la propia muerte del cine), uno de los temas más recurrentes de su filmografía fue la prostitución. En todas sus formas y variantes: artística, corporativa, sexual, sentimental, lingüística. En Sálvese quien pueda (la vida) ocupa su centralidad y polisemia, pues más allá del interés sociológico que siempre despertó en Godard (un anarco-moralista que confesó que fue con prostitutas como venció su timidez crónica con las mujeres), la prostitución viene a ofrecerse en su cine como evidente metáfora de la condición humana y la moral imperante en la sociedad de consumo.
Burgués, progresista, obrero
“Yo era un cineasta burgués, y después un cineasta progresista y después ya no fui cineasta, sino simplemente un obrero del cine”. Nadie como él supo autoanalizarse como artista ni explorar las profundidades y el alcance de su arte, que llegaron a ser la misma cosa. Defendió el cine como un instrumento de pensamiento original, que pudiera generar un discurso propio en sintonía o a la contra de las otras artes.
Las contradicciones del personaje, la persona y su obra –un “hijo de Marx y de la Coca-cola”, como se leería en Masculino, femenino (1966)-, sus sucesivos renacimientos y reinvenciones, responden a la complejidad de un genio visionario, omnipresente y ausente al mismo tiempo, invadido por los complejos y herencias emocionales, brutalmente generoso en su magisterio, irritante y críptico, un hijo díscolo de su tiempo convulso, una suerte de institución que siempre transitó por los espacios fronterizos, como un artificiero dispuesto a cuestionarlo todo y un irredento buscador de la armonía en el corazón del caos.
Su autorretrato filmado, JLG/JLG: Autoportrait de décembre (1994), que realizó por encargo del MoMA, arranca con un plano hermosamente sombrío, azulado: una ventana, el negativo de una fotografía de Godard de niño sobre la repisa de la chimenea, y en la pared la sombra del cineasta con su cámara. Se trata de un filme-documento realmente conmovedor, en el que el cineasta, a los 63 años, explora la tristeza en la mirada del niño que fue y se autorretrata en su casa frente a un libro de páginas en blanco aún por escribir.
Dijo que una película debería ser una utopía, pero que hacer películas no era precisamente eso, y por eso el resultado nunca estaría a la altura de lo que deseaba haber hecho. Lo sacrificó todo por alcanzar esa utopía.
[Godard, el destructor del cine que inventó John Ford, por Jaime Rosales]
Hizo películas sin abandonar su casa, como un escribiente de imágenes y sonidos. A lo largo de diez años, relató en llamaradas de abstracción la historia del cine y del siglo XX en una serie de ensayos audiovisuales en video tan importantes para el arte occidental como la magdalena de Proust o el Guernica de Picasso.
Sus reflexiones en torno al “pecado original del cine” –su ausencia en los campos de exterminio nazis– y el debate que enfrentó las aproximaciones de Lanzmann y Spielberg en torno a la imposibilidad y la inmoralidad de su representación, abrió una grieta en las teorías sobre la propia ontología de las imágenes cinematográficas.
En sus Histoire(s) du cinema concentró en un mismo plano la sonrisa de Liz Taylor en Un lugar bajo el sol y el terror de Auschwitz. El nexo, un mismo director de cine: George Stevens. Desde entonces solo pudimos ver sus películas como el canto consciente del cisne ante su desaparición, la perpetua asunción de una derrota o un fracaso de magnitud histórica.
La obra de Godard no se circunscribe a la historia del cine. Pertenece a la historia de las ideas. Dijo en 2007: “A partir del cine se puede explicar el mundo entero. Es algo que me digo desde hace siete u ocho años, y ya es válido para lo que me queda de vida”. Siguió creando durante quince años más, en conflicto con el mundo tanto como el mundo con él. Especialmente la industria del cine y el espectador común, a quien Godard había abandonado mucho antes. Antes incluso de hacer películas, como crítico de la generación Cahiers du cinema que agitó la evolución del cine, y que él siempre consideró que eran la misma cosa. Escribiendo critica ya estaba haciendo cine.
Hasta el último aliento, siguió atestiguando su absoluta fe en el cine como el último testigo de nuestra civilización. Se le podrá ignorar o incluso detestar. El mundo nunca realmente estuvo preparado para su arte: ni el cine, ni la televisión, ni los museos. Incluso el Pompidou le abandonó. Lo que no se podrá negar es que fue el mayor de los creyentes en las posibilidades de su arte para explicar lo que somos y dónde vivimos. La última palabra en su último filme fue “Esperanza”. ¿En las imágenes? ¿En la Humanidad? En ambas.
Si no lo hizo antes, ahora el cine sí que ha muerto. Simplemente porque no hay nadie a su altura para aventurarse a atrapar la complejidad y el misterio que nos rodea. Ni para alumbrarnos el camino que tomarán las imágenes del modo en que siempre lo hizo. El tiempo, razonablemente, le dio la razón casi siempre. Eisenstein-Ford-Godard. Fin del cine.
PD: Me permito este post-data a mi adiós a Godard, sin cuyo cine ni tan siquiera podría relatarme a mí mismo, con una revelación de carácter personal, pero que creo que arroja algo importante sobre el hombre detrás del cineasta.
La última (des)aparición de Godard en una película fue una sonora ausencia en último filme de su vieja amiga Agnès Varda, la cineasta de la Nouvelle Vague. No se habían visto en décadas. Ella, muy joven, casada con Jacques Demy, fotografió la boda de Godard y Anna Karina embarazada del bebé que nunca tendrían. Aquel trágico aborto puso fin a la relación del cineasta y su musa, el fin de una llamarada incombustible en la historia del cine.
En los últimos compases de Caras y lugares (2019), la cámara captura la rabia y tristeza de la envejecida Varda cuando lee el mensaje cifrado que ha dejado escrito Godard en la ventana de su casa, donde supuestamente había quedado con ella para filmar un reencuentro épico. Había echado por tierra el final de su película. Probablemente de su última película, como así de hecho fue si no contamos el filme de antología, realizado a partir de imágenes preexistentes, Varda por Agnès (2020). Dolida y confusa frente a la casa del cineasta, Agnès dice a cámara que conoce bien a Godard, que le quiere, “pero es una rata”.
Años más tarde, tuve la oportunidad de charlar largo y tendido sobre esta misteriosa escena con Rosalie Varda, hija de Agnès y productora de sus últimas películas, incluida Caras y lugares. A lo largo de mi interrogatorio, me dio a entender que el equipo de producción ya sabía que Godard no iba a aparecer, que les había dado plantón, pero no se lo dijeron a Agnès. Cuando encendieron las cámaras, ella estaba convencida de que Godard estaría ahí. No fue una decisión fácil de tomar, pero querían capturar su reacción natural, que fue llamarle “rata”.
Rosalie habló después sobre ello con su madre en varias ocasiones, porque tenía sentimientos muy encontrados respecto a la escena, aunque finalmente decidió dejarla en el montaje final. Agnès, que falleció casi dos años después de aquel rodaje, terminó por comprender lo que hizo su viejo amigo, o al menos eso creyó. “En verdad creo que fue un acto muy generoso por su parte. Y eso es lo que acabó comprendiendo mi madre. Jean-Luc sabía que, si aparecía en la última secuencia de la película, le robaría la película entera. Dejaría de ser la última película de mi madre para convertirse en la última aparición de Godard”.
Incluso ausente, ya definitivamente, el cineasta estará en todas las imágenes. El mundo entero a partir de Godard.