Han pasado ya 124 años desde que Fritz Lang naciera en Viena hijo de un destacado arquitecto de la época y una madre judía convertida al catolicismo, religión que profesaba con un fervor inversamente proporcional al desinterés del futuro maestro. Judío por herencia, Lang es uno de esos hombres cuyos orígenes le suscitaban un supino desinterés hasta que no tuvo mas remedio que lidiar con ellos cuando los nazis subieron al poder. De todos modos, en un gesto que reconoce su grandeza, el cineasta huyó de Berlín despavorido pocas horas después de que el siniestro Goebbels le ofreciera dirigir los estudios de la UFA en 1933 haciéndole un favor inmenso al cine americano que nunca hubiera sido el mismo sin el talento de este director conocido por ser el máximo exponente del expresionismo y sin lugar a dudas uno de los grandes artistas de cualquier esfera en el siglo XX.
La filmografía de Lang se divide en dos partes, sus años en Alemania, donde puso los cimientos del cine moderno con una serie de películas mudas que hoy siguen brillando por sus espectaculares hallazgos visuales y en Hollywood, donde su universo de sombras y claroscuros encontró en el cine negro su mejor guante. El cine del maestro propone una exploración del Mal y está profundamente condicionado por dos elementos, la aparición de la "masa" como hecho sociológico y el horror de los totalitarismos que tuvo que sufrir en carne propia con su exilio y la muerte de millones de compatriotas y amigos. En este sentido, toda la obra de Lang es una defensa acérrima del individuo frente a los demás, del ser humano enfrentado a la masa como encarnación de un mal que Lang entiende como todo aquello que no nos permite ser felices, de toda imposición que busca lo homogéneo por encima de lo diverso y lo verdaderamente humano.
Porque Lang nos propone, una y otra vez, la distancia entre lo reconocible y humano de una sola persona contra la monstruosidad de la masa como ente abstracto totalitario y deshumanizador. Decía Stalin que la muerte de un hombre es una tragedia y la de cientos una estadística, y su cine nos recuerda lo que vale cada una de las vidas. En su época alemana, lo vemos con claridad en sus dos películas más famosas de la época, Metrópolis (1927) y M, el vampiro de Dusseldorf (1931), película hablada que fue la penúltima que rodó en Alemania. En Metropolis, metáfora sobre las diferencias sociales y de plena actualidad en estos tiempos de hoy, Lang nos propone la historia de un movimiento de liberación obrero que acaba devorado por otra injusticia cuando olvida la lección de que el ser humano nunca puede perder su identidad individual para formar parte de otra "mayor", ya sea la sociedad, el movimiento obrero o la nación.
Engañados por sus explotadores y cegados por el discurso de un robot ideado por éstos que se oculta en el papel de revolucionaria, los obreros de Metropolis se acaban convirtiendo en turba perdiendo su alma por el camino convirtiendo una causa justa en una furia destructora. Ahí esta esa "sociedad" que actúa como una máquina furiosa contra el verdadero interés de los hombres y acaba destruyendo todo lo justo y hermoso que alguna vez pudo poseer. La famosa escena en la que el robot arde entre el entusiasmo de una masa que solo entonces se da cuenta del engaño al que ha sido sometida corre paralela a ese siniestro juicio al que es sometido M, el vampiro de Dusseldorf por sus vecinos cuando es descubierto. En ambas ocasiones, Lang nos recuerda con asombrosa lucidez cómo un mal puede convertirse en otro peor, la horripilante facilidad con la que se desmoronan los cimientos de la civilización.
En su fecunda etapa estadounidense, Lang continuó explicándonos ese combate a muerte entre el individuo y la sociedad. El cine de Lang es trágico en el sentido amplio de la palabra en cuanto el hombre debe enfrentarse a fuerzas que lo superan y están fuera de su control y épico en cuanto nos conmueve la valentía y fuerza de esos hombres que a pesar de todo siguen luchando y creyendo que algún día podrán vencer. Lo vemos de forma muy clara en Furia (1936) primer filme que dirigió en Estados Unidos y donde vuelve a reflexionar sobre la conversión de la masa en turba. Trata sobre un hombre (Spencer Tracy) encarcelado injustamente sospechoso del secuestro de una niña y linchado de forma indiscriminada por una población enloquecida. Tracy sobrevive y se restablece el orden, y en el juicio a los linchadores asistimos a una fenomenal e inolvidable defensa de los derechos del individuo.
La extraordinaria Solo se vive una vez (1937) nos cuenta una historia similar aunque con final más trágico. Fritz Lang no creía demasiado, o nada, en la bondad de los extraños y sí mucho en la fuerza del amor. Aquí vemos a un ex delincuente (Henry Fonda) que trata de reconstruir su vida después de salir de la cárcel empujado por el amor de su novia. La sociedad lo rechaza, nadie le da trabajo, todo le aboca a regresar a su antigua vida. Autor profundamente crítico con la sociedad y muy valiente (cuánto se les echa de menos) Lang arremete contra los prejuicios de la época para retratar a una sociedad hipócrita, injusta y malvada que se envuelve en un halo de virtud y de buenas apariencias. La imagen distorsionada de Fonda detrás de un ventanuco mientras es visitado en la cárcel por su amada sirve como perfecta metáfora de sus héroes, esos hombres desesperados ante fuerzas que los superan y condenan. Esa imagen condensa el destino trágico del hombre.
Lang vivió su vida en una época de guerras, ideologías duras y bloques. La paranoia de la guerra fría y la II guerra mundial es uno de los temas fundamentales de su obra. Con frecuencia, sus héroes andan desorientados en un mundo muy distinto al de ahora, donde con todas sus dificultades todo es más sólido y más estable, sin estar muy seguros del terreno que pisan o cuáles son las reglas. Lo vemos en El ministerio del miedo (1944), defensa avant la lettre de la eutanasia en la que un hombre perfectamente sano sale del manicomnio en el que ha sido encerrado por ayudar a su doliente mujer a morir para vivir una rocambolesca historia de espías y traiciones en la que como es habitual en sus personajes debe luchar tanto por su inocencia como para que no se le considere un loco.
Los verdugos también mueren (1943) es uno de los primeros retratos de la maldad infinita de los nazis y un sentido homenaje al heroísmo de la resistencia. En la película, los alemanes asesinan a diario a miembros destacados de la sociedad hasta que el asesino no se entregue. Aquí el debate entre lo real, la muerte física de personas, y lo simbólico, la entrega del asesino como acto de rendición, arroja conclusiones distintas con lo cual nos viene a decir el cineasta que hay ocasiones en las que la excepción confirma la regla.
El deseo es otra de sus claves. Es un deseo menos manifiesto y explícito que en las culturas latinas pero no por ello menos intenso. Los personajes de Lang tienen vísceras y entrañas y sus acciones se suelen mover mucho más por impulsos irracionales relacionados con el corazón (y la entrepierna). En su obra maestra Perversidad (1945) Edward G. Robinson, un hombre con talento y sensibilidad, sucumbe ante los encantos de una mujer vulgar arrastrándose a la perdición. En La casa del río (1950) vemos a uno de esos villanos que le gustaban: mezquinos, hipócritas, taimados, codiciosos... los malos de Lang nunca tienen glamour ni encanto, son siempre repugnantes porque no hay que olvidar que es un director ante todo moralista. Vemos a un escritor sin éxito que aprovecha una circunstancia monstruosa para darse a conocer, aquí su deseo es la vanidad. Retrato de la frustración sexual (como en M o en Perversidad, Lang cree que ese es el origen de todo crimen) y de la eterna lucha entre el bien y el mal es una película magnífica. Queda también claro en la película con la que cierra su filmografía, La tumba india, donde un majarajá indio se convierte en un monstruo después de ser rechazado. Como Nietzsche, el rencor y la frustración son los orígenes del mal.
No se puede terminar sin glosar los muchos hallazgos visuales de Lang. El tópico quiere que Lang es el "maestro de la sombra" y lo es pero de las sombras que acechan al ser humano. La cámara "sensible" de Lang crea planos "expresivos" en el sentido profundo de la palabra en la que como los maestros clásicos de la pintura la composición de los encuadres es también reveladora del contenido moral de lo que nos quiere contar. Al contrario de lo que sucede con otros directores "estetas" que muchas veces crean planos de excesiva rigidez en los que los actores se convierten en objetos meramente ornamentales, Lang sitúa las emociones de sus personajes en primer plano y sus extraordinarias composiciones tienen como finalidad ponerlas de manifiesto para situarlas como lo principal de la película. Nunca busca deslumbrar ni crear planos bonitos como Antonioni, maestro inigualable de la fotografía y la escenografía, sus planos transmiten toda la verdad de lo que vemos en pantalla.
Debe ser recordado sin duda como uno de los más refinados creadores audiovisuales y sobre todo como un gran humanista que no cejó nunca en su empeño de defensa del uno frente a todos, de la diferencia y las segundas oportunidades, de la civilización como comprensión profunda de que cada vida vale lo mismo para cada uno como para nosotros la nuestra. Solo se vive una vez dice una de sus más famosas películas, su cine nos recuerda el valor de cada una de esas vidas ajenas que él hizo que sintiéramos como propias. Merece todos los honores, más que grande es enorme.