Uno de los últimos términos en encontrar acomodo en los videojuegos es el de slow gaming, probablemente por contagio de otras disciplinas o actividades como puede ser la gastronomía. ¿A qué hace referencia? A grandes rasgos, a un tipo de juegos que se alejan de los patrones de competitividad, desafío, tensión y compromiso que pueblan las experiencias más intensas. Y no es nada nuevo, por mucho que los autoproclamados gurús siguan insistiendo en su adanismo recalcitrante.
Tenemos ejemplos en abundancia desperdigados por toda la historia del medio: de Myst (1993) a Flower (2009) pasando por Animal Crossing (2001), Stardew Valley (2016) o Dear Esther (2012). Los juegos han ido evolucionando y explorando nuevas formas de asueto, desligándose de los parámetros tradicionales para abrir nuevos caminos que ahonden en facetas contemplativas y reflexivas. ¿En qué se distingue Season: A letter to the future de todos los que vinieron con anterioridad?
Una joven deja la casa de su madre y su pueblo natal para emprender un último viaje en bicicleta. En su morral, una cámara de fotos, un micrófono para grabar sonidos ambientales y un diario donde realizar dibujos y preservar los recuerdos de un lugar, una gente y un tiempo que serán ineludiblemente disipados por el final de la estación.
Sus pedaleos le llevan hasta el valle de Tieng, un bucólico enclave entre las montañas que ha sido evacuado ante la inminente ruptura de una presa. En el último día del valle, unos pocos rezagados apuran las horas: una vieja artista, una viuda y su hijo, un representante de la comunidad y un monje descreído.
['Tetris', un thriller apasionante ambientado en los estertores de la Unión Soviética]
Todos tienen algo de valor que transmitir a las futuras generaciones, un pacto a través de los siglos entre los vivos y los muertos que cristaliza en una cultura. Y como vaso comunicante, la joven documentalista, cuyos designios se extienden más allá de los límites de la memoria.
Season: A letter to the future está fuertemente inspirado en la tradición de la literatura de viajes. Nuestra introvertida protagonista realiza un viaje con la devoción de un peregrino, de un cronista místico. Un oficio religioso de suma importancia muy alejado del consumismo de masas que asola la concepción contemporánea de turismo. La manera en la que se acerca a los parajes y los habitantes del valle de Tieng no puede ser definido de otra forma que no sea reverencial.
Es un pequeño mundo cargado de espiritualidad, que rezuma una poética innegable, entre el renacentismo pastoril y el barroco existencialista. Un enclave repleto de secretos, donde se puede escuchar los susurros de los muertos entre las ráfagas de viento que bajan de las cumbres y el trinar de unos pájaros expectantes ante el cataclismo impostergable.
Un lugar fuera del tiempo y del espacio, que no obedece a los esquemas concretos de ninguna cultura mundial pero que marida con sabiduría tradiciones tanto occidentales como orientales, contento con lanzar preguntas al aire que quizá no tengan respuesta.
El juego de los canadienses Scavenger Studio no hace las cosas fáciles al jugador en un primer momento, con una secuencia demasiado extensa donde la madre de la protagonista elabora un talismán de protección a partir de importantes objetos
biográficos. Pero una vez nos montamos en la bicicleta, el ritmo interno del juego se impone con determinación.
Utilizando la resistencia de los gatillos hápticos del DualSense, pedaleamos a través de unos parajes evocadores que maravillan con su sensibilidad impresionista. Una dirección artística a medio camino entre Gauguin y Cézanne que bascula conforme pasan las horas y la posición del sol en el firmamento va cambiando, acentuando los reflejos en el agua y las sombras en los caminos de los bosques.
Apenas hay conceptos propiamente lúdicos aquí más allá de un cierto coleccionismo de estampas y ambientes para nuestro diario. Todo está ordenado hacia un mismo punto cardinal: la contemplación. A pesar de sus reducidas dimensiones, el valle está densamente poblado con imágenes poderosas: estatuas de dioses del olvido, soldados en un sopor eterno en el aparcamiento de una gasolinera que permanecen incorruptibles a pesar de los años, instalaciones artísticas a partir de chatarra…
Cada imagen y cada sonido viene acompañada de una consideración poética, una píldora de reflexión y apreciación por una tierra a punto de sufrir un cambio de estación, una transformación cataclísmica.
Season: A letter to the future habla de muchas cosas al mismo tiempo. Algunas son evidentes mientras otras solo se intuyen. ¿Es acaso fundamental relacionar la perdición ineludible con el cambio climático? ¿La evacuación forzosa de los habitantes del entorno rural para ocupar minúsculos apartamentos en colmenas grises a críticas aceradas a la esclavitud de sistemas económicos crueles? ¿La pérdida de la memoria a la traición a nuestros predecesores, a las costumbres que configuran nuestra identidad? ¿El vínculo con la tierra como insoslayable componente identitario?
Si hay algo realmente meritorio en el juego es su reticencia a proveer de respuestas unívocas, ejerciendo de prisma caleidoscópico sobre el que proyectar el contenido de nuestros propios corazones. Como todo buen viaje que se precie, lo emprendemos pensando en las maravillas de las que seremos testigos para terminarlo con una exégesis personal, un descubrimiento íntimo que nos cambia de forma irremediable.