Jean Baudrillard afirmó que desde la caída del Muro de Berlín, la realidad se parecía a un acelerador de partículas. Los hechos, sometidos al tratamiento de los medios de comunicación de masas, se habían convertido en imágenes efímeras. La abundancia de información y su vertiginosa circulación nos había expulsado de la órbita de lo real. Ya no teníamos contacto con las cosas, sino con simulacros y representaciones. Las sombras de la caverna platónica habían abolido definitivamente la luz del mundo exterior. La fábula borgiana sobre el mapa que usurpa el territorio representado se había consumado. Ya no podíamos discriminar entre el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, lo bello y lo deforme. A partir de ahora, ya no sería posible hablar sobre el sentido de la historia o el fundamento de la moral. Silenciosa e inadvertidamente, habíamos desembocado en una rebelión contra los padres del pensamiento moderno: Descartes, Locke, Kant, incluso Marx. Las grandes palabras –verdad, libertad, justicia, racionalidad– ya solo eran conceptos vacíos, construcciones teóricas y relativas. El desencanto había reemplazado a la ilusión de un progreso indefinido. Ya no había espacio para discursos globales. Había comenzado la era de los pequeños relatos o, si se prefiere, de la posmodernidad.
Tres décadas después, podemos preguntarnos si la posmodernidad constituyó una liberación o un retroceso, una moda o un cambio histórico real, una burbuja o un hito. ¿Somos hombres y mujeres posmodernos o criaturas que aún piensan, imaginan y anhelan con las herramientas proporcionadas por la Modernidad, es decir, conforme a los principios de razón, progreso y universalidad?
La posmodernidad puso de manifiesto que la razón occidental podía ser un instrumento de dominación y represión. Existían otras formas de interpretar la realidad y otros valores. El legado de Grecia, Roma y Jerusalén no era la única voz que merecía escuchar. La Ilustración, heredera de sus logros, había creado la impresión de que era posible un ascenso progresivo hacia lo mejor. Hegel había corroborado esa teoría, explicando la Historia como la realización progresiva del Espíritu. Ese planteamiento había proporcionado a la empresa colonial los argumentos morales necesarios para justificar sus depredaciones. Más allá de Europa, solo había barbarie. Por eso era legítimo ocupar otros continentes, imponiendo la perspectiva occidental. La posmodernidad exigía el fin de esa coerción y el reconocimiento del valor de las culturas hasta entonces menospreciadas. Era el momento de iniciar la apertura al otro, celebrando –y no reprimiendo– la diferencia.
Jean François Lyotard afirmó que en un mundo con pluralidad de reglas y distintos contextos vitales no era viable ni deseable establecer valores universales. El porvenir solo podía ser “heteromorfo y heterogéneo”, con consensos locales y provisionales. Gianni Vattimo apuntó que la historia había dejado de ser una entidad unitaria. El nacimiento de Cristo ya no era el centro del devenir histórico, el acontecimiento crucial que establecía un calendario planetario. Como apuntó Walter Benjamin en sus 'Tesis sobre la filosofía de la historia', la historia oficial, una creación de las clases y las naciones dominantes, había excluido e ignorado a las culturas de otros continentes. Se presuponía que Occidente era el único modelo de civilización, sin reparar en que “el ideal europeo de humanidad es un ideal más entre otros muchos, no necesariamente peor, pero que no puede pretender, sin violencia, el derecho de ser la esencia verdadera del hombre, de todo hombre…” (“Posmodernidad, ¿una sociedad transparente?”).
Hoy podemos decir que la posmodernidad ha minado el principio de autoridad. El pasado ya no se considera una referencia, sino un discurso más con un interés relativo. Todas las culturas merecen un reconocimiento similar. Y no solo las culturas, sino también las subculturas, como el pop, el grafiti o la moda punk. En el terreno de la filosofía, el fragmento conspira contra el sistema y se cuestiona la metafísica, presuntamente uno de los inventos de la razón para someter al ser, reduciéndolo a magnitudes mensurables. Ese procedimiento ha cosificado al ser humano. La posmodernidad libera al hombre de ese trato, ofreciéndole la oportunidad de vivir como un nómada en un mundo de dialectos, donde la verdad siempre es contingente, finita y relativa. Ser conscientes de que nuestro dialecto no es la verdad absoluta nos exime de caer en el dogmatismo, imponiéndonos el diálogo y el desarraigo. El desarraigo no es una desgracia, sino la oportunidad de permanecer siempre en movimiento, elaborando nuevas ideas.
No se reparó en que ese “vagabundeo incierto”, por utilizar una expresión de Vattimo, puede dejar indefenso al hombre frente a la barbarie, inerme ante la seducción de los falsos mitos. Sin convicciones ni certezas universales, el individuo carece de argumentos que oponer a la violencia y la manipulación. Despersonalizado, se diluye poco a poco en la masa, arrastrado por una mayoría vociferante y ciega, tal como temía Elias Canetti. ¿Acaso la libertad y la justicia no son bienes universales, ideas con un valor que trasciende los consensos locales? ¿Se equivoca John Rawls cuando define la justicia como una situación donde todos deberían partir de unos derechos elementales que excluyeran las discriminaciones y garantizaran la equidad? ¿Acaso no se deberían establecer medidas globales para corregir las desventajas de los que nacen en familias o países con menos oportunidades? En un plano religioso, el relativismo de la posmodernidad priva al ser humano de ese absoluto que le permite afrontar la realidad desde la esperanza, pensando que hay un sentido objetivo en el universo.
La posmodernidad hizo retroceder el dogmatismo, pero a costa de dejar al ser humano suspendido en el vacío. Nos guste o no, somos posmodernos, pues desconfiamos de los valores universales. Sin embargo, no cesamos de pedir la universalización de los derechos humanos y la globalización de la democracia. Max Scheler afirmó que existía una jerarquía de valores que se revela como las cualidades objetivas de las cosas. El mundo físico es necesario, pues es lo que da coherencia y continuidad a la vida, pero no es menos necesario un mundo espiritual que aporta sentido. En ese mundo se hallan los valores, que nunca nos dejan indiferentes. No son meras representaciones o imágenes, sino algo que “viene a nosotros” por sí mismo.
Es una teoría similar a la expresada por Emmanuel Lévinas, según el cual Dios “viene a la idea” cada vez que confrontamos nuestra mirada con el otro y nos sentimos su rehén, asumiendo nuestra obligación de respetar su vida y auxiliarlo en circunstancias adversas. Scheler sostiene que nos diferenciamos de los animales porque más allá de lo biológico, poseemos una vida espiritual cuyo centro activo es la persona. El acto esencial del espíritu es la intuición de los valores. Aunque los valores se reflejan en las cosas, no deben confundirse con ellas. La belleza no es un cuadro de Botticelli; el bien no es un gesto de solidaridad o indulgencia. El bien y la belleza son trascendentes. Pertenecen a un reino autónomo que solo puede ser conocido por el ser humano.
Frente a las éticas formales, Scheler reivindica una ética basada en valores objetivos con un orden jerárquico propio, es decir, no fijados convencionalmente por el ser humano. En los tramos superiores de esa jerarquía, se hallan la belleza, la justicia y la verdad. Y en la cúspide, la beatitud, la paz espiritual reservada a los que contemplan a Dios, que no es una persona omnipotente, sino el Ser primordial que adquiere conciencia de sí mismo en el hombre y que este contempla como el origen de su existir.
La posmodernidad es un momento de la historia del pensamiento occidental. Conviene subrayarlo, pues –aunque cuestiona la hegemonía de la razón occidental– procede de la misma matriz que pretende abolir. Quizás fue necesaria, pero debe ser superada. La moral y la política necesitan valores universales, como las ideas de justicia, libertad y solidaridad. Sin ellas, se desemboca en la banalidad, el caos o la aberración. Sucede incluso en el arte, donde sin una idea de belleza, se paraliza la actividad creativa, como ha sucedido en gran medida en Europa.
No hay que tener miedo de reivindicar el legado de Grecia, Roma y Jerusalén. Su aportación al progreso de la humanidad ha sido fundamental: la democracia, la filosofía, la ciencia, el derecho, el arte, la ética cristiana, que abolió la ley del Talión. La Ilustración corrigió muchos de los errores de Occidente y, con perdón de Adorno y Horkheimer, constituye un disparate responsabilizarla de la rampa de Auschwitz. George Steiner sostenía que “la ciencia no piensa”. Creo que no se equivocaba. Necesitamos rearmarnos de valores, superar esta etapa de nihilismo y escepticismo, y solo podremos conseguirlo volviendo a las humanidades.
Después de la posmodernidad, debería surgir un nuevo Renacimiento, un regreso al viejo e injustamente vilipendiado humanismo, con su elogio de la razón, la claridad, el optimismo, la mujer, la espiritualidad interior y la dignidad de nuestra especie. No se atisba nada semejante, pero ya se sabe que las utopías siempre se desdibujan en la lejanía. Ojalá algún día se aclare el horizonte y dejemos de dar palos de ciego.