Stevenson con dos nativos y su mujer en Kiribati
"La literatura […] no es más que la sombra de una buena conversación", afirma Robert Louis Stevenson (1850-1894) al comienzo de un ensayo dedicado precisamente a los buenos conversadores. Stevenson imaginó su literatura como dirigida precisamente a esos interlocutores ideales que son capaces de hacerse cargo de una confidencia. De ahí que sus ensayos abunden en ellas, y que por ello mismo, a partir de la lectura de los mismos, el lector pueda hacerse una idea muy ajustada de qué clase de persona los escribió. En ese sentido, prácticamente todos sus ensayos son "personales y autobiográficos", como reza el subtítulo de la compilación, aunque, por supuesto, unos más que otros.Como Montaigne, el escocés sabía que el mejor campo de observación para el estudio de la humanidad es el que ofrece la propia interioridad. Si hay que comparar, por ejemplo, la diferencia entre la presunta insensatez de los jóvenes y la sabiduría de los viejos, nada mejor que aportar la lacerante confesión de que también el propio autor, que a la sazón se declaraba "conservador", fue en su propia juventud "socialista" y, por tanto, creía poseer entonces la "panacea" para resolver los males de la humanidad. Es natural cambiar de opinión con los años, pero eso no implica condenar el ímpetu e idealismo de los jóvenes, que son fruto también de la estación de la vida en la que están. Cuando escandalizaba a sus contemporáneos con sus proclamas de ateísmo, "el joven Shelley era tonto". Pero, afirma Stevenson a continuación, "es mejor ser tonto que estar muerto".
La muerte es, desde luego, una de las obsesiones que impregnan estos escritos. Es "algo sin parangón en la experiencia vital de cualquiera". Pero vivir consiste precisamente en ignorar la cita ineludible; lo que adquiere especial resonancia en labios de quien, como Stevenson, luchó toda su vida contra la enfermedad y murió antes de cumplir los cincuenta. "Muera un hombre a la edad que muera, morirá joven", afirmará en lo que viene a ser una proclamación de la necesidad de apurar la vida hasta sus límites, a sabiendas de que la actitud contraria condenaría irremisiblemente a la inacción, que es algo contra lo que se rebela este espíritu inquieto. "Las novelas" -dice también- "comienzan a emocionar (...) al común de los mortales, cuando dejan de hablar de salones, de los matices de la escala social y otras exquisiteces (...) y comienzan a hacerlo de luchas, navegación, aventuras, muerte". Es toda una toma de posición frente a la deriva intelectualizada de la novelística de su tiempo. Pero, también, una declaración a favor de la preeminencia de la acción sobre la melancolía contemplativa.
No es ésta la única confidencia literaria que nos hace Stevenson. Emocionante es el pasaje en el que cuenta cómo su padre, que acompañaba al abuelo ingeniero en un viaje de inspección de faros, se ocultó una vez en "una cesta de manzanas que había en cubierta" y asistió a la transformación de cierto marino, que hasta entonces se había mostrado siempre servicial y deferente ante sus patrones, en "un rufián vulgar y truculento al que el muchacho escuchaba admirado". Juega el autor, por supuesto, con la resonancia que en sus lectores había de tener esta exposición de la anécdota que inspiró una de las escenas culminantes de La isla del tesoro.
Y es que, desde la modestia de quien conoce sus propias debilidades y la inconsistencia misma de toda ambición, Stevenson habla a sus lectores desde la posición de quien ha sabido ganárselos para la causa del goce de la vida. Desde ese particular punto de vista, los reconviene y sermonea amablemente -como hace, por ejemplo, en la bienhumorada disertación sobre el amor y el matrimonio que tituló "Virginibus puerisque" ("A las muchachas y muchachos")- y los hace partícipes de un ritual íntimo que seguramente él mismo se tomaba con más seriedad de la que se atreve a declarar: la construcción de sentido, a partir de la convicción de que, como decía su admirado Thoreau, "hacen falta dos para decir la verdad: el que habla y el que escucha".
Robert Louis Stevenson hizo, desde luego, muy bien su parte en este diálogo que, por suerte para sus lectores, sigue abierto.