El 2 de diciembre de 2019 murió Johann Baptist Metz, uno de los teólogos católicos más importantes del siglo XX. No era un simple apologista de la fe cristiana, sino un pensador de una profunda originalidad. El desinterés reinante por la teología ha provocado que la muerte de Metz pasara casi desapercibida. Solo aparecieron pequeñas notas de prensa, mencionado brevemente su trayectoria y sus obras. Es inevitable sentir tristeza cuando se repara en que Metz mantuvo un fecundo diálogo con la modernidad, sin caer en sincretismos, claudicaciones o conciliaciones imposibles. El siglo XX es el siglo de grandes pensadores que fundieron teología y filosofía desde una perspectiva crítica y honesta, sin transigir con modas ni ideologías: Karl Rahner, Karl Barth, Jürgen Moltmann, Paul Tillich, Wolfhart Pannenberg, Hans Urs von Balthasar, Pierre Teilhard de Chardin, Hans Küng, Joseph Ratzinger, Romano Guardini, Xabier Zubiri. Paradójicamente, vivimos en una época donde el desdén por la experiencia religiosa convive con el auge de una espiritualidad banal.
Se habla con fervor de karma, mindfulness, médiums, energía, auras, meditación, yoga, trantrismo, ovnis, gnosis e hipnosis, pero no se quiere saber nada de una tradición que ha inspirado las catedrales, los oratorios de Bach y Händel, la pintura de los grandes maestros del Renacimiento y el Barroco, la mística española del siglo XVI (Teresa de Ávila, Juan de la Cruz) y las fértiles divagaciones de Pascal, Kierkegaard, Unamuno o Chesterton. Cualquier gurú con ademanes histéricos convoca más atención que un filósofo cristiano. Metz no inventó fórmulas ni consuelos. Prefirió afrontar los grandes problemas de la existencia: ¿Cómo se explica el dolor del mundo? ¿Qué clase de relación mantiene Dios con la naturaleza y la historia? ¿Es legítimo adoptar un individualismo que aparta al hombre de su dimensión comunitaria? ¿Cuáles son los rasgos que definen el concepto de persona? ¿Es lícito olvidar a las víctimas de las injusticias históricas, afirmando que el tiempo fluye hacia el porvenir sin recoger la cosecha del pasado? ¿Qué clase de ética podemos postular después de la catástrofe de Auschwitz? Metz no respondió con dogmas, sino con palabras rebosantes de vida y sentido que se rebelaban contra el nihilismo y contra los ídolos surgidos de ideologías totalitarias. Su meta principal fue poner rostro a las víctimas, salvarlas del olvido y recordarnos que Dios es solidario con el sufrimiento humano. De hecho, no lo contempla desde fuera, separado del universo como el Primer Motor aristotélico, sino desde dentro, soportando en su carne toda clase de escarnios y agravios. Pascal, que lo entendió perfectamente, afirmó que Jesús estará en la Cruz hasta el final de los tiempos. Dios no consintió la infamia de Auschwitz, sino que la soportó como una víctima más. Su presencia en los crematorios no es un hecho empírico, sino la garantía de que la injusticia no es lo último y definitivo.
Conviene recordar que Jesús murió como un esclavo, no como un rey. La Cruz preserva el rostro de las víctimas, clamando por un mañana. No es un canto al dolor, sino una promesa de reparación y una exigencia ética que concierne indistintamente a todos los hombres, convocándoles a mantener viva la memoria de los inmolados por el odio, el fanatismo y la indiferencia. John Baptist Metz nació en 1928 en Auerbach, un municipio situado en el distrito de Amberg-Sulzbach, en Baviera. Durante treinta años, enseñó teología fundamental en la Universidad de Münster. Cofundador de la revista Concilium, fue ordenado presbítero en 1954. Metz cursó estudios filosóficos y teológicos en la Universidad de Innsbruck. Se doctoró en filosofía con una tesis sobre Heidegger bajo la dirección del neotomista Emeric Coreth, estrecho colaborador de Karl Rahner. El propio Rahner dirigió su tesis doctoral en teología, que se ocupó del pensamiento de Santo Tomás de Aquino.
Metz se adentró en la filosofía de Heidegger para actualizar la escolástica desde una perspectiva crítica y existencial. Leyendo al 'Doctor Angélico', llegó a la conclusión de que la escolástica imprimió un “giro antropocéntrico” en nuestra civilización frente a la “visión cosmocéntrica” de los griegos. El acento en lo humano procede del Antiguo Testamento y significó el paso de lo universal y abstracto a lo subjetivo y concreto. De este modo, el hombre adquirió una importancia capital como polo de un diálogo permanente con la trascendencia. La síntesis tomista no es la mera fusión del pensamiento griego con el mensaje cristiano, sino el umbral del mundo moderno, donde la persona ya no es un accidente, sino la esencia del cosmos y la historia. Para Metz, el desencantamiento del mundo no es una calamidad, sino una etapa en la revelación cristiana de esa realidad última a la que hemos asignado simbólicamente el nombre de Dios.
Escribe Metz: “Dios ha aceptado en su Hijo Jesucristo al mundo, con un acto definitivo y escatológico”. Dios no ejerce violencia sobre aquello que asume. No es un Moloch que se apropia de lo diferente. Tolera y respeta la alteridad, incluso cuando se opone a Él. Al crear el universo, garantizó su autonomía y permitió su expansión. La independencia del mundo avala la independencia del hombre, que es el agente de los cambios y las transformaciones acontecidas en la historia. Ese aspecto de lo real ha contribuido al auge de las ideologías, que han reemplazado a Dios por ídolos, como el Progreso, la Raza o el Proletariado. La responsabilidad de la fe es recordar la esperanza cristiana, que se opone a un mundo deshumanizado por la voluntad de poder y el sueño fáustico de la ciencia. El papel de la iglesia, en tanto “comunidad de aquellos que comparten las promesas de Dios, enunciadas y definitivamente confirmadas por Jesús”, es “contagiar esa esperanza”, criticando las interpretaciones de la vida y la historia que cierran el horizonte del porvenir, abocando al hombre al vacío y la insignificancia.
Una teología que contemple estas aspiraciones ha de ser necesariamente una “teología política”. “Teología política” no implica adhesión a ninguna ideología, sino compromiso con el bien común y una praxis orientada a la creación de sociedades libres, humanas y fraternas. Para Metz, la fe nunca puede ser una experiencia privada orientada a la salvación individual. Jesús no se quedó al margen de la historia. Su enfrentamiento con el poder político y religioso le costó la vida. Anticipándose a cualquier intento de manipulación, Metz aclara que la “teología política” jamás debería ser identificada con ningún programa político, sino con una actitud crítica y dialéctica. Su meta no es instaurar un orden social determinado, capitalista o socialista, sino actuar “como un estímulo para la libertad creadora del hombre”.
La iglesia debe movilizar el potencial salvífico del amor, sembrando confianza. La iglesia no es el gobierno eclesiástico, sino la congregación de los que creen en las promesas de Dios. No es un edificio con puertas y escaleras, sino un espacio abierto como el que utilizó Jesús en el Sermón de la Montaña. No se trata de politizar la teología, sino de teologizar la política como esfuerzo colectivo hacia un estado de paz, justicia y solidaridad. Jesús se acercó a los oprimidos, los pobres, los enfermos, los excluidos y los marginados. Compartió su suerte, aceptando ser ejecutado como un paria. Su ejemplo es incómodo para los que solo piensan en sus intereses particulares. También es irritante para los que justifican la inmolación del hombre en nombre de una presunta utopía. La historia de Jesús tampoco agrada a los cínicos ni a los nihilistas. Metz utiliza un cuento de los hermanos Grimm para ilustrar cuál debe ser el papel de la teología política. Una liebre reta a un erizo a celebrar una carrera por el campo. El erizo acepta, pero le explica que primero necesita alimentarse y cobrar fuerzas. Solo es una estratagema para reunirse con otro erizo –en el cuento, su esposa- y acordar que se esconda en la línea de meta hasta el final de la carrera. Cuando la liebre aparezca, saldrá fuera y fingirá ser su competidor. La teología tradicional actúa como ese erizo que finge moverse, pero no lo hace. La teología política se mueve y no se deja engañar. La teología tradicional no aprecia grandes diferencias entre la creación y el fin de los tiempos. No entiende que hay una historia entre esos dos momentos, donde el hombre ejerce su libertad y creatividad, sosteniéndose con la esperanza de un porvenir de dicha y equidad.
Gracias a la esperanza cristiana, la historia es legible y posee un sentido. “La mirada primigenia de Jesús no se dirige al pecado, sino al sufrimiento de los hombres”, advierte Metz. La simpatía divina implica “una mística práctica de la compasión”. La doctrina cristiana hizo un énfasis desmedido en el pecado, eclipsando la sensibilidad bíblica hacia el dolor de los demás. Se ha pasado por alto que la justicia divina es compasiva. No ilimitadamente compasiva, pero esencialmente misericordiosa. Metz niega que todo sea redimible. Si fuera así, se suprimiría la responsabilidad histórica y moral de los que concibieron Auschwitz y el Gulag, triturando millones de vidas inocentes. No es posible resignarse a las injusticias, al menos desde un punto de vista cristiano: “No existe dolor en el mundo que no nos afecte e interpele a todos”. Pensar en la muerte propia como problema fundamental no se compadece con la escatología cristiana: “La matriz de la esperanza cristiana no es el tiempo de la propia vida sino también, e ineludiblemente, el tiempo de los demás; […] la muerte de los demás mantiene despierta la inquietud del final de los tiempos en nuestros corazones”. El mensaje cristiano produce “pasados abiertos”.
Estamos felizmente vinculados a lo que quedó atrás. La anamnesis es una herencia judía que explota en el futuro, rompiendo los diques del tiempo. El totalitarismo intenta reescribir la historia, borrar el pasado, hacer desaparecer a sus víctimas en fosas comunes, destruyendo cualquier vestigio de su existencia. Metz entiende que la “teología política” incluye el cuidado de la naturaleza. Nuestra responsabilidad moral se extiende a los animales, habitualmente menospreciados y cosificados por la teología: “Espero que el antropocentrismo cristiano perciba lo antes –y más consecuentemente- posible que el mundo de los hombres no existe, para empezar, sin el mundo de los animales, y que por tanto los animales, al menos en la medida en que pertenecen al mundo de los hombres, también tienen un futuro paradisíaco”.
La “mística de los ojos abiertos” nos incita estar despiertos, a no relajarnos, a pensar en el dolor ajeno: “Nuestro amor a Dios se expresa y consuma en nuestro trato con los otros, en nuestro encuentro con ellos”. La esperanza cristiana no es una forma de relajación, sino un acto de beligerancia contra el sufrimiento y el absurdo: “Buda medita, Jesús grita”. El budismo busca la paz interior a costa de desligarse del mundo e interpreta la muerte como una liberación donde el yo se funde con una totalidad sin rostro. Por el contrario, la esperanza cristiana asegura que resucitaremos como personas, conservando nuestra peculiar composición de cuerpo y alma. Nuestra personalidad no se perderá en un todo abstracto, difuso y sin sentido. La iglesia no debe convertirse en un “pequeño rebaño” embriagado por la expectativa de la inmortalidad, sino en una comunidad abierta que invite a la alegría.
La esperanza no es un privilegio de unos pocos. Son muchas las voces que despachan la esperanza cristiana como una ilusión. ¿Por qué rezar en una época donde la física se adentra cada vez más en el universo sin encontrar ningún indicio de la existencia de Dios? ¿Es razonable perseverar en la fe? ¿No podría ser que la humanidad se resistiera a madurar, conservando el pensamiento mágico de la infancia para no perder la ficticia protección de un padre omnipotente? Para Metz, la fe no es un juego de niños, sino la expresión de “un optimismo existencial primario”, un acto de resistencia contra la desesperanza abismal, “un grito desde las profundidades”. Milan Machovec, un filósofo marxista, le preguntó en una ocasión a Metz: “¿De dónde sacáis los cristianos valor para seguir rezando después de Auschwitz?”. Metz contestó: “Nosotros podemos y debemos rezar después de Auschwitz, pues también se rezó en Auschwitz, en el infierno de Auschwitz”. La oración no inmuniza frente a la experiencia del sufrimiento, pero le quita la última palabra a los verdugos: “El lenguaje de la oración es el lenguaje de la pregunta apasionada por Dios y, por eso mismo, el lenguaje de la dolorosamente tensa expectativa de que, llegado el día, Dios pueda justificarse a sí mismo a la vista de la dolorosa y oscura historia del mundo post Christum natum”.
Metz sostiene que la autoridad de los que sufren es incuestionable. En Auschwitz, esa afirmación adquiere un valor absoluto. Debemos dar la voz a los que sufren, incluso cuando ya no estén en el mundo para recordarlo. No debemos permitir que el genocidio judío sea recordado solo en términos históricos. El sufrimiento de las víctimas debe ser recordado moralmente. Dios sufrió en Auschwitz. El primer deber de los cristianos es oír ese dolor y asumir definitivamente que una teología situada fuera de la historia carece de sentido. Se ha excusado el comportamiento de la sociedad alemana ante la Shoah, aludiendo a la tradición de obediencia inculcada desde las escuelas y los hogares. Metz opina que ese dato pone de manifiesto la necesidad de educar no en la obediencia ciega, sino en la “obediencia crítica” y la “solidaridad crítica”. El cristiano no se debe dejar llevar por la corriente. No debe ser oportunista ni complaciente. Su fe es un escándalo y está bien que sea así. “Por la esperanza me persiguen”, dijo Pablo de Tarso. “Los cristianos jamás podremos volver a antes de Auschwitz –escribe Metz-. Y, más allá de Auschwitz, no podemos ir solos, sino solamente juntos con las víctimas”. Metz apoya la creación de Israel como hogar para los judíos: “Defienden su Estado no por imperialismo sionista, sino como casa contra la muerte, como último lugar de refugio de un pueblo perseguido por siglos”.
Sin la perspectiva de la resurrección las víctimas se hunden para siempre en la injusticia de su sufrimiento irreparable. Las víctimas no sobreviven en la memoria, sino en una eternidad que ya ha comenzado y en la que son presencia viva, actual y perdurable. Si relegamos el pasado a una memoria falible, imprecisa, capaz de reconstruir, pero no de resucitar y revivir, el presente se convertirá en un absoluto no-ser, donde el pasado será pérdida irremediable y el futuro una abstracción demasiado difusa para despertar el compromiso de las generaciones actuales con las venideras. La moralidad de nuestra propia existencia exige que el tiempo se encadene como presencia e inminencia. Presencia de las víctimas, inminencia de su resurrección; responsabilidad hacia el pasado, confianza en el futuro. La esperanza cristiana trasciende lo utópico, pues no se identifica con una meta o desenlace. No es un estado de cosas, sino una pedagogía del tiempo, que apunta hacia un infinito productivo, transformador. Lejos de perderse en el pasado, lo finito prosigue su evolución en una eternidad dinámica, integradora. La esperanza se extiende hacia atrás para mostrar a esa humanidad abolida que ha ocupado el porvenir, recuperando su condición de sujeto individual y colectivo, libre al fin de su degradante cosificación. No es un proceso que se cierra, sino una posibilidad que estalla.
La “teología política” de Metz concuerda con las tesis del teólogo protestante alemán Wolfhart Pannenberg, según el cual la resurrección de Cristo fue un acontecimiento histórico que tuvo lugar en las afueras de Jerusalén, tres días después de su ejecución en el Gólgota. Según Pannenberg, Dios manifiesta “su divinidad con este lenguaje de hechos”. Se trata de “una revelación histórica que está abierta a todo el que tenga ojos para ver”. Dios puede “irrumpir en el curso de su creación e iniciar en ella acontecimientos nuevos de manera impredecible”. Dios “desbordó todo lo imaginable” cuando resucitó a Jesús de los muertos. Y lo hizo de forma objetiva, concreta, ante testigos, no de un modo simbólico o figurado: “Si la tradición de las apariciones y la tradición del sepulcro vacío surgieron de forma independiente, su carácter mutuamente complementario hace que la afirmación de la realidad de la resurrección de Jesús… aparezca como muy probable históricamente, y eso en la investigación histórica significa siempre que se ha de presuponer mientras no se demuestre lo contrario”.
Metz advierte que el cristianismo no debe ser la religión del bienestar, sino la última esperanza de los humillados y ofendidos. El seguimiento nunca es cómodo. El mensaje cristiano es una historia de salvación que choca con la perspectiva estrecha de lo inmediato. La santidad consiste en clamar contra el fatalismo que niega un futuro a los vivos y a los muertos, condenándolos al “oleaje de una evolución anónima”. La fe es una ruptura con la muerte en la historia; rescata al hombre de un destino natural indiferente. La resurrección de Jesús es un signo de esperanza que proclama la posibilidad de revertir el curso de la historia y lanzarlo en otra dirección. Su sufrimiento solidario y vicario en la Cruz fructifica en una promesa de libertad, emancipación, justicia y felicidad. El cristiano se arriesga al poner su confianza en Dios, pero solo de ese modo puede “participar en un cambio activo del mundo que sea expresión del amor divino”. La fe no es una experiencia íntima y privada, sino una “espera creativa” (Moltmann) que entra en conflicto con el devenir histórico para contribuir en la realización de las promesas escatológicas de Dios. “Nosotros somos los obreros que edifican este porvenir y no sus meros intérpretes”, escribe Metz.
Presbítero y teólogo, Metz fue más allá de la fe católica. Habló para todos, recordando la necesidad de participar en la historia, de no ser espectadores pasivos de las tragedias. Sus libros son un testimonio de solidaridad y una ventana abierta a la esperanza. Pienso que la hora de la teología no ha pasado. La crisis de la religión cristiana tal vez procede de unas expectativas equivocadas. “La religión cristiana no está ahí para contestarnos a todas las preguntas –escribió Metz-, sino para que nos resulten inolvidables algunas preguntas incontestables”.