Edith Stein escribió: “Quien busca la verdad, sea o no consciente de ello, busca a Dios”. No es una simple frase, sino la inspiración que guió los pasos de Santa Benedicta de la Cruz, judía de nacimiento, extraordinaria pensadora y mártir católica asesinada en Auschwitz el 9 de agosto de 1942. Atea desde su juventud, feminista radical, brillante discípula de Husserl y Max Scheler, Edith Stein decidió ordenarse carmelita en 1921, tras leer en una noche el Libro de la Vida de Santa Teresa de Jesús: “Cuando cerré el libro, me dije: esta es la verdad”. ¿Qué hay en las páginas del Libro de la Vida? ¿Dónde reside su fuerza, su capacidad de inspirar actos excepcionales? Borges definió a los clásicos como libros a los que nos aproximamos “con previo fervor y con una misteriosa lealtad”, pero yo añadiría: clásicos son los libros que transforman nuestras vidas. Su intensidad les permite trascender el tiempo y mantenerse vivos, casi como encarnaciones del espíritu. No son obras perfectas, sino raros milagros que nos exigen un riguroso ejercicio de comprensión e introspección. Toda la obra de Santa Teresa de Jesús se ajusta a esas características. Edith Stein, con una rigurosa formación filosófica, científica y literaria, buscó incansablemente la verdad, pero no experimentó la convicción de haberla hallado hasta que el Libro de la Vida le enseñó el camino del amor. Dios no se revela a la razón, sino al corazón y lo hace mediante la Cruz, verdadero principio de sabiduría y única fuente de dicha inagotable.
Este año se celebra el quinto centenario del nacimiento Teresa de Cepeda y Ahumada (Ávila, 1515-Alba de Tormes, 1582). Algunos consideran que la reformadora del Carmelo es uno de los símbolos más emblemáticos del nacionalcatolicismo, pero Joseph Pérez ha señalado que la izquierda republicana admiraba a Santa Teresa de Jesús por su espiritualidad sincera, su valerosa iniciativa en una época de estricta hegemonía masculina y su calidad como escritora (Teresa de Ávila y la España de su tiempo, 2007). Es un juicio que comparte Rosa Rossi, que atribuye mucha importancia a su condición de nieta de un judío converso, Juan Sánchez, condenado por la Inquisición de Toledo a llevar durante siete viernes el sambenito por “herejía y apostasía”. Santa Teresa no aceptaba el tratamiento de doña y estableció la igualdad entre todas las carmelitas descalzas, menospreciando la honra y la hidalguía como criterios de excelencia. En ese sentido, apunta Rossi, seguía las enseñanzas de San Juan de Ávila, según el cual la limpieza de sangre no era una concepción cristiana (Teresa de Ávila. Biografía de una escritora, 1983). Otros historiadores (Teófanes Egido y el mismo Joseph Pérez) consideran que se ha exagerado el peso de la herencia judeoconversa, tal vez por influencia de Américo Castro, que explica la identidad la nación española como el crisol de tres culturas. Pérez aventura que Santa Teresa ni siquiera conoció las raíces judeoconversas de su familia. Su hipótesis refleja la tendencia a rebajar el peso del erasmismo en la exaltación de la vida interior como vía de acceso a Dios promovida por los franciscanos desde los tiempos del Cardenal Cisneros.
Santa Teresa de Jesús no era una alumbrada. Su experiencia mística debe entenderse como un encuentro con Dios basado en la amistad, el diálogo, la palabra y la concentración. Se trata de un encuentro afectivo, que exige un ejercicio de depuración, donde el pensamiento prescinde de todo para quedarse a solas con Dios. La mística teresiana se expresa en el Libro de la Vida con la metáfora del hortelano que riega un huerto. Puede hacerlo sacando agua de un pozo con un cubo, empleando una noria, cavando unos surcos o esperando la lluvia del cielo. El último método equivale al encuentro con Dios, donde la unión se consuma como un don. En Las Moradas o Castillo Interior (1577), se describe un simbólico itinerario por siete estancias. En la última, “queda el alma –digo el espíritu de esta alma- hecho una cosa con Dios”. Si bien la Inquisición estudió y retuvo el manuscrito del Libro de la Vida, no halló nada herético y consintió su publicación en 1588. Fray Luis de León se encargó de la edición, escogiendo como título Los libros de la madre Teresa, pues la obra incluía Las Moradas y Camino de perfección (1564-1567).
Santa Teresa de Jesús practicó la oración mental y la mortificación interior. La penitencia física le parecía mucho menos importante que asfixiar el orgullo y la vanidad. La voz interior que guía su ascesis espiritual se parece al daimon socrático y no a un hipotético cuadro de histeria. La voz que escucha en su interior no es una alucinación auditiva, pues la psicosis afecta seriamente al desarrollo de una vida normal. Tampoco es una vivencia imaginaria, pues la carmelita se adentra en lo sobrenatural, es decir, en lo que se halla más allá de la experiencia. En realidad, se crea o no, Santa Teresa habla con Dios y percibe su presencia como algo vivo e intensamente real. Se ha dicho que el famoso episodio de la transverberación recreado en el Libro de la Vida es un simple infarto de miocardio, pero en un infarto el dolor es un agudo síntoma de malestar, no algo capaz de inspirar la famosa frase de la santa y doctora de la Iglesia: “Me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios”. Las explicaciones científicas son endebles como hipótesis, pues las patologías físicas y mentales son incompatibles con una existencia caracterizada por una actividad frenética y una fértil creatividad, particularmente en una época con una medicina rudimentaria.
Lo histórico y lo teológico no debe oscurecer el mérito de Santa Teresa de Jesús como escritora. Se ha hablado de sencillez, pureza, espontaneidad y elegancia, pero también de rudeza, casticismo y “estilo ermitaño”, humilde y deliberadamente descuidado (Menéndez Pidal). Se ha dicho que su prosa refleja el lenguaje familiar de la Castilla de la segunda mitad del siglo XVI. Américo Castro destaca el espíritu de introspección, que ya está presente en las Confesiones de San Agustín y que reaparece como nota dominante en los escritores europeos del XIX. Azorín escribe: “La Vida de santa Teresa es el libro más hondo, más denso, más penetrante que existe en ninguna literatura europea; a su lado, los más agudos análisis del yo- un Stendhal, un Benjamin Constant- son niños inexpertos”. Azorín no puede evitar la perspectiva noventayochista: “…todo en esas páginas, sin formas del mundo exterior, sin color, sin exterioridades, todo puro, denso, escueto, es de un dramatismo, de un interés, de una ansiedad trágicos”. Eugenio d’Ors añade un matiz importante: “Como Quevedo, como Fernando de Rojas, como Góngora, da la impresión de estar creando en cada momento el lenguaje en que se expresa”. Blanca de los Ríos considera que la carmelita, lejos de limitarse a reproducir el lenguaje coloquial de las personas instruidas de ciudades como Segovia, Ávila, Córdoba o Salamanca, aportó al castellano la forma y el genio de una verdadera literatura nacional: “Su decir está pegado a las entrañas étnicas, al concepto de nuestra nacionalidad; su fusión de misticismo y realismo fue la causa eficiente de nuestro gran arte nacional (el de Cervantes y el de Tirso de Molina); ella inspiró a los que lo crearon y sigue inspirando a los que lo resucitan; ella es para nosotros devoción y bandera”.
Si alguien quiere acercase a Santa Teresa de Jesús, debe empezar por el Libro de la Vida. Eso no significa que constituya la cima de su obra (de hecho, la madurez estilística no cristaliza hasta Las Moradas o Castillo interior), pero sí el umbral de una experiencia que puede cambiar nuestra vida o, al menos, alterar nuestro modo de contemplar las cosas. Circulan muchas ediciones, pero me permitiré destacar tres. En 1979, Dámaso Chicharro, catedrático de Literatura Española, realizó un magnífico trabajo que publicó Cátedra en su colección de Letras Hispánicas. Es una edición rigurosa, clarificadora y didáctica, que facilita la lectura, sin eludir escollos. Va por la decimosexta edición y ha soportado envidiablemente la prueba del tiempo. Si el lector quiere una lectura más fluida, puede recurrir a la edición de Elisenda Lobato García, que publicó Lumen en 2006. No es menos rigurosa, pero las notas están más cerca de la sensibilidad contemporánea. A finales de 2014, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores publicó la edición de la Real Academia Española, que añade un nuevo título a su Biblioteca Clásica. Incluye notas, índices y un completísimo apéndice, con estudios biográficos, históricos, literarios, científicos y teológicos. No se le puede plantear ninguna objeción, pero está claro que no existe una edición definitiva, pues los textos clásicos son obras con una vida propia e inagotable.
Eso sí, yo no puedo evitar sentir predilección por las obras completas en piel, con papel biblia, guardas ilustradas y cortes decorados de la Editorial Aguilar, que incluyen todos los libros de la santa y su epistolario. Solo pueden adquirirse en librerías de libro antiguo. Yo heredé de mi padre una edición de 1945, con la efigie de la carmelita repujada en el lomo y su firma grabada en la cubierta con letras de oro. Conservo el libro con profunda gratitud, pues me reveló que Dios no es el refugio de los necios, sino el nombre que adopta la esperanza en nuestra ardiente imaginación. Santa Teresa de Jesús ocupa un lugar destacado entre los clásicos del Siglo de Oro y su experiencia mística no es un vestigio de un pasado irracional, sino una invitación a la vida interior y al amor hacia nuestros semejantes.