En Traición (Matt Charman, 2022), en la segunda temporada de Slow Horses (Will Smith, 2022) y en la tercera de Jack Ryan (Carlton Cuse & Graham Rolland, 2018-?), el nombre de Vladimir Putin no se menciona ni una sola vez. Sin embargo, su presencia sobrevuela como una sombra ominosa los argumentos de las tres teleseries que Netflix, Apple TV y Prime Video estrenaron respectivamente en las postrimerías de 2022.

La escalada de agresiones a territorios vecinos iniciada por el presidente de la Federación Rusa, cuyo punto álgido fue la invasión de Ucrania, encuentra su traslación en estas tres ficciones coetáneas que a través de sus distintas líneas argumentales reflejan el clima de tensión en el que el sucesor de Yeltsin ha sumido a Occidente, instaurando una nueva Guerra Fría que se alimenta de sus ansias expansionistas y del consiguiente desequilibrio de fuerzas que sus intervenciones unilaterales provocan.

A la luz de esta nueva tesitura geopolítica marcada por la amenaza continua, resulta sintomático que en Traición asistamos a una conspiración en la que un magnate ruso aspira a poner al servicio del Kremlin al futuro primer ministro británico, cuya campaña financia, para regresar con honores a su patria y recuperar gran parte de sus activos, congelados por un gobierno con el que no se lleva bien (¿Putin cobrándose favores de un oligarca? No puede ser).

Si en la teleserie escrita por Matt Charman (El puente de los espías) los tejemanejes del MI6, la escalada de chantajes y la pervivencia de agentes dobles que sirven a Dios y al diablo se suceden en una trama en la que la influencia del gigante ruso es palpable, en la segunda temporada de Slow Horses, el showrunner Will Smith recupera, a partir de la novela original de Mick Herron, la figura del espía durmiente y despierta a una red de viejos agentes secretos soviéticos instalada en el corazón de Reino Unido que, aparentemente, prepara un atentado para cobrarse viejas deudas (en realidad, las deudas no serán tan viejas y, como sucede en Traición, lo que se pretende es desvalijar a un milmillonario ruso y, al tiempo, ejecutar una venganza largo tiempo postpuesta).

Esa injerencia adquiere un cariz bidimensional en la hasta ahora última entrega de Jack Ryan, en la que la reactivación de un proyecto nuclear soviético, supuestamente finiquitado en los 60, que busca iniciar una red de conflictos a pequeña escala para ir conquistando los países de la órbita rusa es, a su vez, el punto de partida para derrocar al gobierno del país e instaurar un régimen que le devuelva la grandeza perdida tras la liquidación de la URSS.

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En la producción de Prime Video, la figura del ministro de defensa Alexei Petrov (Alexej Manvelov) encuentra similitudes con el Putin de los primeros tiempos, un tipo calculador y arribista que no está dispuesto a detenerse ante nada ni ante nadie para reverdecer los laureles de la Rusia zarista.

Las llamativas coincidencias argumentales, indicativas del statu quo en el que andamos instalados y descriptoras de una realidad preocupante, no sobrepasan la linde de lo temático, puesto que las diferencias cualitativas entre las tres propuestas son más que evidentes.

Traición se confirma con una serie deslavazada ya en el primero de sus cinco episodios, con el agente Adam Lawrence (Charlie Cox) ascendido a jefe del MI6 merced a las maniobras de Kara (Olga Kurylenko), una exespía rusa que ahora va por libre. Cuando, nada más obtener el cargo, secuestran a la hija de Lawrence y este, en una maniobra tan poco ortodoxa como evidente, la recupera con la ayuda de Kara, nadie cuestiona cómo lo ha hecho, todo empieza a derrumbarse (no indica de donde procede la información sobre el paradero de la niña, ni nadie se lo pregunta).

La incoherencia de tramas y subtramas es notoria: en el segundo episodio, Lawrence engaña a los agentes del servicio secreto que vigilan su casa, pero se lleva a su mujer a un encuentro comprometido con Kara (si la idea es que nadie te siga, y no quieres que se sepa qué estás haciendo, ¿para qué demonios te llevas a tu esposa detrás, a quien, además, le has ocultado la identidad de la espía, que fue tu amante años atrás?).

Hay más: tras otra reunión clandestina con Kara, Adam escapa a una emboscada de la CIA y, en su huida, observa a su mujer hablando con la agente americana que pretende atraparle y con quien está colaborando. Casualidades de la vida. El único episodio que funciona medianamente bien es el cuarto, un pequeño ejercicio de tensión que sale beneficiado de la concentración espacial (el asedio sobre una casa) y de la sustitución de los giros de guion por la acción pura.

Si en Traición, donde tampoco falta la figura del agente doble, uno puede dudar no ya de la lealtad de los miembros del MI6 sino de que éstos sirvan a los intereses de su país y no a los suyos propios -basta con ver los ardides que se trae entre manos el personaje interpretado por Ciarán Hinds-, en Jack Ryan uno siempre tiene claro quiénes son los buenos. Y es que el buenazo de Jack (John Krasinski) es como un bloque de cemento plantado en el lado correcto de la historia, un personaje cuyos únicos conflictos pasan por resolver enigmas geopolíticos y salir airoso de situaciones adversas, sin mayor motivación que cumplir con su deber: un tipo plano como la superficie del lago Tahoe en un día sin viento.

De hecho, en esta tercera temporada de la serie creada por Carlton Cuse (Perdidos, The Strain) y Graham Roland (Dark Winds) el único personaje que tiene que enfrentarse a dilemas éticos es el de Alena Kovac (Nina Hoss pasando del cine de autor a las series de espionaje, como ya hiciera hace unos años en Homeland), presidenta de una República Checa elegida por los bloques como tabla en la que mantener un pulso sobre el dominio del mundo.

El país centroeuropeo funciona aquí como metáfora de Ucrania -un foco de tensión seleccionado por Rusia para tensar las relaciones internacionales y cuantificar su porcentaje de poder con respecto a las otras fuerzas-, a la que la serie no deja de mirar por el rabillo del ojo: en sus negociaciones con el ministro de Exteriores ruso, la presidenta le propone que, para no aceptar que la OTAN instale misiles en su territorio, Rusia deberá abandonar Ucrania.

En definitiva, Jack Ryan se confirma como un actioner potente en el que las secuencias cinéticas brillan especialmente (el abordaje, el tiroteo en la playa o la persecución en Atenas del primer episodio) y los personajes son tan utilitarios como un muestrario de la Black & Decker. Las intrigas están urdidas con aseada solvencia, lo que hace que las manchas se vean de inmediato: hackear el móvil de la mano derecha de un traficante de armas como quien averigua la contraseña de Google de su padre (todos sabemos que los passwords de los padres son los números del 1 al 9); retener a la presidenta checa en un cobertizo, probablemente el lugar en el que más herramientas tenga a mano para poder escaparse o que los coches de la agencia aparezcan en los lugares oportunos -bajo un puente- para que puedas iniciar la persecución sin perder tiempo.

En la producción de Prime Video -y en las novelas de Tom Clancy de las que surge- a las cosas se las llama por su nombre, el blanco es blanco y el negro es negro, y no hay ni un ápice de cinismo o de ironía. Slow Horses sería su reverso luminoso, aunque esté alumbrado por una bombilla parpadeante recubierta de polvo. La segunda entrega de la serie de Will Smith -las dos emitidas en 2022- se confirma como digna heredera del espíritu Le Carré bañado en sarcasmo y perfumado con eau de merde, cortesía del humor escatológico -en consonancia con esas pintas propias de quien tiene una suite en un vertedero- que Jackson Lamb (Gary Oldman) administra con fruición de tabernero irlandés en el día de San Patricio.

Aquí todos los personajes son inteligentes, los buenos y los malos, si es que uno es capaz de distinguirlos, porque los integrantes del MI5 que se pasean por las novelas de Mick Herron venderían su casa con la familia dentro con tal de garantizarse un buen porvenir rubricado con nóminas de seis cifras. Pongamos solo dos ejemplos de por qué los personajes de Slow Horses están mejor construidos, son más complejos, más coherentes de acuerdo con las propias descripciones de caracteres que la serie plantea, que los de sus compañeras de artículo.

Cuando River Cartwright (Jack Lowden), haciéndose pasar por periodista, se instala en un pequeño pueblo para investigar a una familia en la que intuye que puede haber un espía durmiente, se encontrará con Kelly Trooper (Tamsin Topolski), la hija del matrimonio del que sospecha. La relación entre ambos oscila entre el flirteo romántico (de ella) y el interés profesional (de él) -todo muy convencional y conservador- hasta que Kelly empieza a dudar de las intenciones de River y a convertirse, paulatinamente, en una espía del espía (sospecha, le sigue, le interroga), mudando de la categoría objeto a la de sujeto, de pasivo a activo.

En la teleficción de Apple TV hasta el personaje más pequeño termina transformándose, cambiando, aprendiendo, al final de cada temporada (incluso el resabiado Jackson Lamb).

Vayamos con el segundo ejemplo. Los agentes Roddy Ho (Christopher Chung) y Shirley Dander (Aimee-Ffion Edwards) inician, motu proprio, la persecución de Andre Chernitsky (Marek Vasut), el brazo ejecutor del FSB en territorio británico. Ho va por delante. Sus habilidades en el campo de la lucha cuerpo a cuerpo podrían compararse con las del jefe Wiggum. Hablamos de un tipo que utiliza el teclado de su ordenador como cojín, que se mueve menos que el puente de Westminster y que las únicas escenas de acción que ha protagonizado en su vida son las del Call of Duty.

Slow Horses es una serie en la que cada acción queda justificada -toda la secuencia de River, atado, intentando hacerse con un móvil y luego pidiéndole a Kelly y a su padre que le liberen, es muy elocuente en este sentido- para no contravenir la lógica de los personajes. Si Roddy se mueve de su despacho para perseguir a un asesino es porque Catherine Standish (Saski Reeves), la voz de la experiencia, apela a su discutida profesionalidad -Jackson Lamb no pierde oportunidad para recordarles a los suyos que su inutilidad está un grado por debajo de la de Mortadelo y Filemón- y porque su compañera Shirley, que lo había ninguneado hasta entonces, muestra una señal de respeto cuando le pide que lo acompañe en tan arriesgada misión.

Con todo, lo más interesante está en la confrontación con Chernitsky, que se produce en el metro. ¿Cómo se defiende un personaje inexperto, en una lucha cara a cara, de un tipo entrenado para matar? Aquí tenemos, al menos, dos opciones. La opción Collateral (Michael Mann, 2004), en la que, de repente, el taxista interpretado por Jaime Foxx se convierte en un tirador de élite y se cepilla al asesino a sueldo encarnado por Tom Cruise (también en un vagón de tren), o la opción Slow Horses en la que Roddy se defiende de su enemigo con lo único que sabe utilizar: su portátil. Se trata pues, de redefinir su herramienta de trabajo, de darle un uso distinto manteniéndose fiel al diseño del personaje (que se salva por los pelos y con ayuda, porque la lógica indica que lleva todas las de perder).

Por último, en esta segunda temporada, en cuyo arranque resuena el caso Litvinenko, la configuración del universo diseñado por Herron es ya definitiva. Slow Horses se configura, a la manera del ciclo artúrico, como una teleserie a la vez centrífuga y centrípeta, con un epicentro geográfico perfectamente definido -la Ciénaga- y aglutinado alrededor de la figura de Jackson Lamb (él y el espacio se mimetizan) del que salen (y al que terminan regresando) los distintos agentes que conforman la unidad, embarcados en operaciones sin autorizar a la búsqueda de sus propias aventuras siempre relacionadas con el caso central. Ficción seriada en todo su esplendor.