En los años que tardó la periodista Catherine Belton en llevar a cabo la investigación para Los hombres de Putin y escribir su voluminoso, pero elegante, relato sobre el dinero y el poder en el Kremlin, varios de sus entrevistados intentaron diversas tácticas para desautorizar su trabajo. Uno de ellos, “estrecho aliado de Putin”, aparentemente alarmado por sus preguntas sobre las actividades del presidente ruso Vladímir Putin (1952) cuando era agente del KGB en Dresde en los años 80, insistió en que los rumoreados vínculos entre el servicio de espionaje y las organizaciones terroristas no habían sido demostrados. “Y más le vale no intentarlo”, advirtió.
Otra fuente, defensora de la labor de Putin como teniente de alcalde de San Petersburgo, adoptó una actitud más fría. Cuando se le preguntó por una política local llamada Marina Salye, que había encontrado pruebas de corrupción en el programa Petróleo por Alimentos supervisado por Putin a principios de los 90, el entrevistado ni siquiera se molestó en negar sus conclusiones, limitándose a rechazar la idea de que tuvieran importancia.
Belton insinúa que esta es la doble estrategia que el Kremlin ha utilizado para defender sus intereses en Rusia y en el extranjero: hacer uso de las amenazas, la desinformación y la violencia para evitar que los secretos perjudiciales salgan a la luz, o recurrir a un cinismo escalofriante que se mofa de todo tachándolo de insignificante.
La intrépida Belton, que actualmente trabaja como periodista de investigación para Reuters, y que antes ejerció como corresponsal del Financial Times en Moscú, no se dejó disuadir por ninguna de las dos estrategias, y habló con personajes de todos los bandos, rastreó documentos y siguió la pista del dinero. El resultado es un retrato meticuloso del círculo de Putin y del surgimiento de lo que ella llama “capitalismo del KGB”, una forma de acumulación despiadada de riqueza pensada para servir a los intereses de un Estado ruso que la autora califica de “imparable”.
Aunque Putin ocupa un lugar central en la narración, aparece sobre todo como una figura sombría, no especialmente carismática, pero sí astutamente capaz, como el agente del KGB que fue, de convertirse en espejo de las expectativas de la gente. Quienes facilitaron su ascenso no lo hicieron por razones especialmente idealistas.
Un Borís Yeltsin enfermo y los oligarcas que proliferaban en el caos que siguió a la caída de la Unión Soviética buscaban a alguien que preservara su riqueza y los protegiera de las acusaciones de corrupción. Putin se presentó a sí mismo como la persona que cumpliría el trato, pero luego sustituyó a todos los actores de la era de Yeltsin que desafiaron su control del poder por leales de su absoluta confianza.
Los hombres de Putin cuenta la historia de varios personajes que acabaron chocando con el régimen del presidente. Magnates de los medios de comunicación como Borís Berezovski y Vladímir Gusinski fueron despojados de sus imperios y huyeron del país.
Belton sostiene que el verdadero punto de inflexión se produjo en 2004, con el juicio que condenó a Mijáil Jodorkovski —en su momento el hombre más rico de Rusia— a cumplir 10 años en uno de los campos de una cárcel de Siberia. Desde entonces, relata Benton, Putin dirige el país y sus recursos como un zar, respaldado por un grupo de oligarcas y agentes de los servicios secretos afines a él. El sistema legal ruso se convirtió en un arma y una careta.
Putin permitió, e incluso animó a los oligarcas a acumular enormes fortunas personales, pero también se esperaba de ellos que trasvasaran parte del dinero de sus negocios al obschak, un bote común cuyos fondos ilícitos, según Belton, han sido útiles para proyectar la imagen de una Rusia poderosa en la escena mundial. Los recursos se invertían en socavar a otros países financiando troles, intromisiones electorales y movimientos extremistas.
Putin dirige el país como un zar, respaldado por un grupo de oligarcas y agentes de los servicios secretos afines a él
Se trataba de un viejo modelo del KGB adaptado a la nueva era, en la que Putin pretendía poner en práctica un programa nacionalista que tomaba como referencia el pasado imperial prerrevolucionario del país. Los hombres de Putin llegaron incluso a encontrar la manera de convertir el Tribunal Superior de Justicia de Londres en un instrumento de sus intereses que congelaba los activos de oligarcas rivales mientras los abogados británicos se llevaban jugosos honorarios de ambas partes.
Si bien es verdad que Occidente ha sido objetivo de las “medidas activas” del Kremlin, también lo es que ha adoptado una actitud complaciente y hasta cómplice. La complacencia ha adoptado la forma de alegre creencia en el poder de la globalización y la democracia liberal, una fe persistente en que una vez que Rusia se abriera al capital y a las ideas internacionales, nunca miraría atrás.
Pero también intervinieron motivaciones más mercenarias. Los intereses empresariales occidentales se dieron cuenta de los beneficios que podían obtener de los gigantes del petróleo ruso y de las enormes sumas de dinero que se movían en torno a ellos. Incluso cuando él mismo era el beneficiario de esos acuerdos, Putin los despreciaba; su capacidad para utilizar a las empresas occidentales en favor de Rusia no hacía más que confirmar su punto de vista de que “en Occidente se podía comprar a cualquiera”.
Corrupción impune
Los hombres de Putin acaba con un capítulo dedicado a Donald Trump y a lo que Belton denomina la “red de agentes secretos, magnates y miembros del crimen organizado rusos” que lo ha rodeado desde principios de los 90. El hecho de que Trump se encontrara a menudo abrumado por las deudas brindaba una oportunidad a quienes tenían el dinero que él necesitaba desesperadamente.
La autora no se pronuncia sobre si Trump fue cómplice consciente de cómo estaba siendo utilizado. Como dijo un exejecutivo de la Organización Trump, “la diligencia debida no va con Donald”. Con Belton, en cambio, sí. Y aunque el expresidente no leyera demasiado —pasó por alto incluso los informes sobre los pagos rusos de recompensas a los militantes talibanes—, es de suponer que en la Casa Blanca había personas que sí lo hacían.
En cualquier caso, la lectura de este libro nos hace preguntarnos si en las clases políticas mundiales el cinismo ha arraigado tanto que ni siquiera la información incriminatoria documentada llevará a iniciar procesos judiciales. Una persona que conoce bien a los multimillonarios rusos le dijo a Belton que cuando la corrosión se instala, es endemoniadamente difícil de eliminar: “Siempre tienen tres o cuatro historias diferentes, y luego todo se pierde en el ruido”.
© The New York Times Book Review. Traducción: News Clips